Índice Prefacio Primera parte CATEGORÍAS FUNDAMENTALES EN LA HISTORIA DE LA NEUROCIENCIA Introducción 1. Conceptos fundamentales de la biología 2. Grandes etapas en la historia de la neurociencia Capítulo 1 Antigüedad clásica y Edad Media 1.1. La antigüedad clásica 1.2. El período medieval: el mundo islámico y el occidente latino Capítulo 2 El nacimiento de la medicina moderna 2.1. La revolución científica de los siglos xvi y xvii y sus repercusiones en la biología 2.2. René Descartes y Thomas Willis Capítulo 3 El hallazgo de la actividad eléctrica del sistema nervioso en el siglo XVIII 3.1. Galvani y la electricidad animal 3.2. Avances en la neuroquímica y en la fisiología del sistema nervioso en el siglo XIX Capítulo 4 Localización cortical de las funciones cerebrales en el siglo XIX 4.1. El estudio del córtex cerebral antes del trabajo de Broca 4.2. Broca y la centralidad del córtex cerebral en el psiquismo superior humano 4.3. Wernicke, Fritsch e Hitzig Capítulo 5 La neurociencia en el siglo XX: Reduccionismo y holismo Capítulo 6 Los éxitos de la aproximación reduccionista 6.1. Ramón y Cajal y las células nerviosas 6.2. Sherrington y la acción integradora del sistema nervioso 6.3. El descubrimiento del potencial de acción y la formulación de la hipótesis iónica para la transmisión del impulso nervioso 6.4. La teoría química de la transmisión sináptica 6.5. Avances en el estudio citoarquitectónico de la corteza cerebral 6. Avances en el estudio del neurotrofismo Capítulo 7 La aproximación holista al estudio científico de la mente 7.1. El nacimiento de la moderna neurociencia 7.2. La convergencia entre reduccionismo y holismo 7.3. Hacia una síntesis entre los enfoques reduccionista y holista Segunda parte
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PERCEPCIÓN Y NEUROCIENCIA Capítulo 8 La parte y el todo Capítulo 9 Los elementos básicos de la sensación Capítulo 10 Sistemas sensoriales 10.1. Sistema auditivo 10.2. Sistema olfativo 10.3. Sistema gustativo 10.4. Sistema visual 10.5. Sistema somatosensorial Tercera parte LA MEMORIA Y EL APREDIZAJE, LAS EMOCIONES, EL LENGUAJE Y LA CONCIENCIA: NEUROBIOLOGÍA Y PSICOLOGÍA COGNITIVA Capítulo 11 La memoria y el aprendizaje 11.1. La memoria antes de Ebbinghaus 11.2. El moderno estudio científico de la memoria 11.3. Kandel y la plasticidad de las conexiones sinápticas 11.4. Algunos desarrollos recientes a) Hipótesis sobre el almacenamiento de la memoria b) Las neuronas espejo Capítulo 12 Las emociones Capítulo 13 El lenguaje Capítulo 14 La conciencia «Excursus» El problema mente-cerebro 1. Dualismo psicofísico 2. Monismo psicofísico Bibliografía
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HISTORIA DE LA NEUROCIENCIA El conocimiento del cerebro y la mente desde una perspectiva interdisciplinar
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Colección Fronteras Director Juan Arana Con el patrocinio de la Asociación de Filosofía y Ciencia Contemporánea y el Instituto Cultura y Sociedad (ICS)
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Carlos Blanco
HISTORIA DE LA NEUROCIENCIA El conocimiento del cerebro y la mente desde una perspectiva interdisciplinar
BIBLIOTECA NUEVA
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© Carlos Blanco, 2014 © Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2014 Almagro, 38 28010 Madrid www.bibliotecanueva.es [emailprotected] ISBN: 978-84-16170-23-4 Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
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Prefacio Esta obra nace del interés de un filósofo por la naturaleza y las facultades de la mente humana. Me fascinaron los descubrimientos tan reveladores que las distintas disciplinas neurocientíficas habían realizado en las últimas décadas en torno a la estructura y al funcionamiento del cerebro, especialmente sobre la relación entre las diferentes áreas corticales y las capacidades psíquicas tan asombrosas que atesora nuestra especie, y me percaté de que una vía privilegiada para entender la centralidad y el significado más profundo de estos hallazgos estribaba en el estudio de su desarrollo histórico. Mi participación en el proyecto «Mente-cerebro: biología y subjetividad en la filosofía y en la neurociencia contemporáneas», adscrito al Instituto Cultura y Sociedad de la Universidad de Navarra1, me ha brindado la oportunidad de redactar esta obra, además de establecer un fluido intercambio de ideas sobre diversas cuestiones científicas y filosóficas del psiquismo humano, en particular de los procesos biológicos que lo sustentan. Es cierto que conocer la historia de una rama de la ciencia no vierte necesariamente luz a la hora de entender, al menos de manera cabal, el alcance de sus afirmaciones presentes y de los desafíos que encara. Sin embargo, albergo una convicción: para los científicos, los filósofos y, en general, los cultivadores de disciplinas humanísticas y sociales atraídos por los progresos más relevantes de la neurociencia, una senda poderosamente didáctica para introducirse en un ámbito tan vasto y complejo reside en el examen de su historia. Tanto el lector científico como el humanista lograrán así familiarizarse con los problemas principales que hubo de confrontar la neurociencia desde sus orígenes, y aprenderán a valorar la trascendencia de determinados resultados que, para nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, se nos antojarán sencillos, pero cuyo desentrañamiento requirió de décadas e incluso de siglos de trabajo laborioso, entreverado de no pocas disputas entre diferentes escuelas científicas y filosóficas que costó mucho resolver. Un objetivo diáfano me ha impulsado, así pues, a escribir este libro: presentar, de forma amena y rigurosa, los episodios revestidos de mayor importancia para la historia de la neurociencia. Adoptaré una acepción relativamente laxa del término «neurociencia», acuñado en los años 60, al calor de la nueva síntesis entonces promovida entre las disciplinas tradicionalmente consagradas a la exploración del cerebro2: me referiré sustancialmente al estudio neurobiológico del cerebro y del psiquismo humanos. Por tanto, las alusiones a disciplinas como la neuroanatomía y la neurofisiología serán constantes, y ocuparán una posición preeminente en nuestra obra, aunque también evocaré, en la medida de lo posible, aportaciones y biografías reseñables procedentes de otras ramas del gran árbol de la ciencia, como la psicología y la psiquiatría. En cualquier caso, la aspiración primordial que ha orientado este trabajo apunta al estudio estrictamente neurobiológico del cerebro, así como de su relación con las facultades psíquicas más características de la especie humana. El lector comprenderá que, por 8
inocultables razones de espacio, y dado que el eje vertebrador de nuestra exposición gravita en torno a cuestiones de índole neurobiológica, no hayamos prestado toda la atención merecida a los avances más representativos que han tenido lugar en algunas disciplinas, como las ya citadas de la psicología y la psiquiatría, además de la neurología clínica. El lector científico, por su parte, disculpará que nos hayamos detenido en la explicación simple y detallada de ciertos experimentos, conceptos o teorías que, para quien ya goce de una sólida formación en esta esfera, pertenecerán al orden de los conocimientos básicos, si bien no por ello prescindibles en una aproximación histórica e incluso sistemática. El libro se divide en tres secciones. La primera versa sobre las categorías fundamentales de la neurobiología, desde los inicios del encefalocentrismo en la antigua Grecia hasta el surgimiento de las modernas neurociencias en la segunda mitad del siglo XX, como síntesis de disciplinas diversas (neurobiología, psicofísica, ciencias computacionales...). Debido a la inmensidad del objeto del estudio, nos hemos centrado en descubrimientos directamente vinculados a la neurociencia, por lo que hemos descartado otras áreas de la medicina. Esta sección consiste en un enfoque diacrónico, complementado, eso sí, con consideraciones sincrónicas, cuyo contenido ayuda a recapitular los descubrimientos científicos en su dimensión histórica. La segunda parte trata el estudio neurocientífico de la percepción. En ella se perfila, nuevamente, un análisis estrictamente histórico de los desarrollos más significativos en este ámbito, sazonado con un recuento sistemático de las teorías y conceptos científicos más relevantes. La tercera parte aborda cuatro áreas: la memoria y el aprendizaje, las emociones, el lenguaje y la conciencia, examinadas desde la perspectiva tan luminosa que nos proporciona la historia de la neurobiología. Por las hondas y esquivas dificultades que envuelven estas temáticas, hemos procurado ceñirnos a las conclusiones más arraigadas y hemos preferido esbozar una exposición lo más sintética posible, con la intención de que el lector adquiera una idea panorámica sobre las líneas de investigación ya trazadas y sobre los problemas aún vigentes. Hemos optado por centrarnos en estas parcelas de la neurociencia dado que en su seno se condensan algunos de los resultados más importantes y robustos obtenidos en las últimas décadas. Constituyen, en consecuencia, una buena prueba del éxito que han conquistado ciertas estrategias de búsqueda adoptadas por la ciencia del cerebro. Por lo general, nuestro recorrido, imperiosamente breve, se detiene en los años 90, con menciones ocasionales de hallazgos más recientes. La razón es nítida: sólo el exigente filtro de los años nos permite valorar si un descubrimiento, una hipótesis o una nueva línea de trabajo ha fructificado en contribuciones duraderas y no meramente coyunturales. 1 Quiero expresar mi agradecimiento más sincero por sus sugerencias y su valiosa ayuda a los doctores Javier Bernácer, José Ignacio Murillo, Luis Echarte, José Manuel Giménez-Amaya y Javier Sánchez Cañizares, y, en general, a todos los miembros del proyecto de investigación «Biología y subjetividad en la filosofía y en la neurociencia contemporáneas», en cuyos seminarios se han discutido cuestiones de índole tanto científica como filosófica que me han resultado enormemente provechosas. Agradezco también a la Obra Social «La Caixa» la ayuda recibida para elaborar esta obra.
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2 Cfr. J.-P. Changeux y S. Edelsten, Nicotinic Acetylcholine: From Molecular Biology to Cognition, 1.
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Primera parte CATEGORÍAS FUNDAMENTALES EN LA HISTORIA DE LA NEUROCIENCIA
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Introducción 1. Conceptos fundamentales de la biología Como escribiera el genetista y premio Nobel francés François Jacob (1920-2013), lo que la fisiología y la bioquímica han demostrado a lo largo del presente siglo es, en primer lugar, la unidad de composición y de funcionamiento del mundo vivo. Al margen de la variedad de formas y la diversidad de logros, todos los organismos utilizan los mismos materiales para efectuar reacciones similares. Es como si, en su conjunto, el mundo vivo utilizase siempre los mismos ingredientes y las mismas recetas, y que la fantasía interviniese únicamente en la cocción y los condimentos. Se debe admitir, pues, que una vez hallada la receta que se reveló como la mejor, la naturaleza la ha seguido en el transcurso de la evolución3.
La ciencia biológica proporciona tres categorías fundamentales que condensan, por así decirlo, los conocimientos actualmente disponibles sobre la vida: las de evolución, célula y ADN. La evolución por selección natural, descubierta por Charles Darwin (1809-1882) y Alfred Russell Wallace (1823-1913)4, nos ofrece el marco conceptual para entender la historia natural de la vida. Según el gran zoólogo alemán Ernst Mayr (1904-2005), el paradigma evolucionista planteado por Darwin puede expresarse en cinco proposiciones de gran envergadura científica5: 1) La idea de evolución como tal, esto es, la noción de que la vida en la Tierra no se mantiene en una situación estática o cíclica y reiterativa, sino que se ve sometida a un cambio continuo, traducido en las variaciones experimentadas por los organismos a lo largo del tiempo. 2) La tesis de que todas las formas de vida descienden de un ancestro común, como «ramas» de un tronco que brota de unas mismas raíces. Esta ascendencia vincula mutuamente a todos los reinos biológicos en virtud de un origen compartido, génesis que remite a la primera manifestación de vida en la Tierra. 3) La posibilidad de que el número de especies varíe y, ocasionalmente, se multiplique. La cantidad de especies en la Tierra no es, en definitiva, constante. 4) El concepto de que los cambios evolutivos acontecen de manera gradual, en una perspectiva análoga al «natura non facit saltum»6. Esta categoría no excluye la posibilidad de un equilibrio puntuado7, sino que descarta la existencia de «saltos» de una especie a otra en una única generación (estos se producen, por el contrario, a lo largo de multitud de generaciones). 5) La teoría de la selección natural como principal mecanismo que explica la evolución de unas formas de vida hacia otras, al establecer que la naturaleza favorece la supervivencia de los individuos mejor adaptados a un medio específico. En la teoría de la evolución por selección natural de Darwin y Wallace culmina una larga trayectoria de investigación en los campos de la zoología y de la botánica, que 12
cuenta con nombres tan ilustres como los de Aristóteles, Linneo, Buffon y Cuvier. La óptica evolutiva nos ha revelado que todas las formas de vida, por ostentosas diferencias que las separen, brotan en último término de una misma raigambre. El árbol de la vida presenta diversas ramas, pero todas dimanan de un tronco común. En palabras de Theodosius Dobszhansky, «nada tiene sentido en la biología si no es a la luz de la evolución»8; nada en las ciencias de la vida esquiva su contemplación «sub especie evolutionis». El proceso de la evolución viene regido por la selección natural, cuyo «filtro» determina qué variaciones gozan de mayor eficacia para la supervivencia de la especie y cuáles no. Esta idea constituiría, más que la de evolución en sí, la aportación principal de Darwin en El Origen de las Especies, de 1859. Su potencial filosófico posee tal envergadura, tal amplitud conceptual, que afecta a la práctica totalidad de las áreas de las ciencias humanas9. Precisamos de una buena filosofía de la evolución para entender no sólo la génesis de la mente humana, sino también su relación con el sistema nervioso de otros organismos, sobre todo con el de las especies filogenéticamente más próximas a la nuestra. La filosofía ha de prestar gran atención a los desarrollos teóricos que se surjan en el marco de la teoría de la evolución, para así contribuir a poner de relieve sus virtualidades y sus limitaciones. Por ejemplo, en lo que respecta al tradicional binomio de la síntesis neodarwiniana10 entre mutaciones genéticas al azar y selección natural, como principios rectores de la dinámica evolutiva, cabe plantearse si no será necesario tomar también en consideración aspectos de naturaleza epigenética y examinar, con mayor detenimiento, los mecanismos de retroalimentación, de reacción «activa» ante situaciones de estrés, ante cambios súbitos en las condiciones climatológicas, etc., aunque se mantenga la selección natural como una de las principales fuerzas evolutivas11. Propuestas recientes como la teoría de la «variación facilitada» de Marc Kirschner y John Gerhart representan versiones más sofisticadas de la síntesis neodarwiniana, y confieren una mayor importancia al rol desempeñado por el organismo en el «control» de las modificaciones genéticas12. La filosofía no puede, por tanto, tomar como dogmas irrefutables las enseñanzas «presentes» de la biología13, pero tampoco relativizarlas como meros momentos provisionales en un paradigma de «ciencia normal», destinados a experimentar una inminente revolución, dadas sus deficiencias explicativas. La filosofía tiene la responsabilidad de mantenerse en un «equilibrio inestable» entre, por un lado, la valoración de los resultados «actuales» de las ciencias biológicas como adelantos fehacientes en nuestra comprensión de la estructura y del funcionamiento de los sistemas vivos y, por otro, la aguda conciencia de sus limitaciones. Lejos de erigirse en mera espectadora de las discusiones que se producen en el seno de la biología, puede ayudar a exponer aspectos críticos que quizás beneficien a las ciencias naturales, pues estas ramas del saber no deben cerrarse ante ninguna instancia potencialmente aleccionadora, siempre y cuando lo que la filosofía plantee exhiba cierto grado de plausibilidad 13
científica. En la teoría celular, cuya formulación clásica la ofrecieron Theodor Schwann (18101882)14, Matthias Jakob Schleiden (1804-1881)15 y Rudolf Virchow (1821-1902) a mediados del siglo XIX (con ilustres precursores como el inglés Robert Hooke —16351703—, autor de la Micrographia, obra publicada en 1667), se sintetiza nuestro conocimiento sobre las unidades estructurales y funcionales de los vivientes. En ella cristaliza toda la tradición anatómica que, ya desde la antigüedad (con Hipócrates y Galeno), pero sobre todo desde el siglo XVI, gracias a los trabajos de Vesalio y Harvey, trató de indagar en la composición del cuerpo humano y en el funcionamiento de los distintos sistemas que integran el organismo. La «unidad» que construye los bloques de la vida es la célula. Puede poseer un núcleo, caso de los eucariotas, o estar desprovista de él, con el material genético disperso por el citoplasma, como en los procariotas. Por último, con la elucidación de la estructura de doble hélice del ácido desoxirribonucleico (el ADN) por James Watson (1928-...) y Sir Francis Crick (19162004) en 195316, gesta imposible sin las aportaciones de Rosalind Franklin17, se desentrañó la clave de la vida. El ADN transmite la información genética que nos vincula con los orígenes mismos de la aventura de la vida en la Tierra hace más de tres mil millones de años. El logro de Watson y Crick se proyecta hasta la actualidad, con hitos como la secuenciación del genoma humano en 2001 y los notables avances en el esclarecimiento de procesos genéticos complejos. En 1943, el eminente físico Erwin Schrödinger editó un libro que alcanzaría gran celebridad. Fruto de un ciclo de conferencias impartidas en 1943 en el Trinity College de Dublín, se titulaba ¿Qué es la Vida? La influencia del libro de Schrödinger en la biología molecular del siglo XX es extraordinaria18. Dos ideas fundamentales expuestas por el científico austríaco resultaron enormemente inspiradoras para no pocos científicos de la época, a saber, la concepción del gen como un «polímero aperiódico» (no cristialino), compuesto por unidades no reiterativas, y su distinción entre fuerzas legislativas y fuerzas ejecutivas en la célula (anticipada por Claude Bernard en el siglo XIX), que en términos actuales aludiría a la diferencia entre el genotipo y el fenotipo. Admiradores confesos de la obra de Schrödinger fueron James Watson, Francis Crick y Maurice Wilkins (1916-2004), quienes compartieron el premio Nobel de medicina o fisiología en 1962 por su trabajo sobre la estructura del ADN. Erwin Chargaff (1905-2002) y François Jacob también elogiaron el escrito de Schrödinger, un texto que, sin entrar en detalles sobre los conocimientos entonces disponibles de química y de cristalografía de macromoléculas, fue capaz de condensar, con encomiable vigor intuitivo, poderosas consideraciones sobre la naturaleza de los organismos biológicos. La respuesta al interrogante formulado por Schrödinger nos obliga a prestar atención a tres notas fundamentales de la vida: su constitución, basada en células como unidades funcionales y estructurales, su capacidad para transmitir información de una generación a otra y su evolución a lo largo del tiempo. Todas las forma de vida, por dispares que se nos antojen, responden a estos tres conceptos: todas dimanan de un proceso evolutivo, 14
todas se hallan compuestas por células y todas incorporan la información genética en el ADN. Sin embargo, los principios generales en las ciencias biológicas quizás se revelen sencillos e incluso intuitivos, pero no hemos de olvidar que lo verdaderamente problemático reside en la suma complejidad de los detalles19. La comprensión científica de la vida exige ponderar una serie de aspectos que no son aplicables a la materia inerte, por mucho que obedezcan a criterios de orden fisicoquímico (esencialmente, tal y como hemos visto, los de célula, evolución y transmisión de la información genética en el ADN). Existe un tránsito de lo abiótico a lo biótico, pero el reto de la ciencia radica en desvelar la naturaleza de esa barrera difusa que distingue la vida de la no vida: en reconocer, sí, la complejidad y «especificidad» de lo biológico, pero en dilucidar también cómo se inserta en el universo físico y de qué modo, si es válida la metáfora, la vida «impulsa» hacia delante la materia y la conduce a crecientes niveles de funcionalidad y autonomía. Pese a la ingente dificultad de brindar una definición de vida, parece existir un amplio consenso en torno a las características que toda forma de vida, por elemental, ha de exhibir. Serían las siguientes20: 1) Una composición química específica integrada por proteínas, ácidos nucleicos, polisacáridos, lípidos e iones y moléculas orgánicas de naturaleza heterogénea. 2) Una unidad estructural y funcional: la célula. 3) La capacidad de nutrición: para mantener su elevada ordenación estructural y su bajo nivel de entropía, toda forma de vida requiere de un aporte energético, lo que se traduce en la existencia de un metabolismo interno a sus células. 4) La motilidad (presente, aun de manera elemental, en toda célula). 5) La captación de estímulos externos y la posibilidad de emitir una respuesta a ellos. 6) El desarrollo a lo largo de un ciclo vital. 7) La capacidad de reproducción y de multiplicación. 8) La herencia: la transmisión de la información genética almacenada en el ADN de generación en generación. 9) La existencia de una evolución, es decir, de un desarrollo filogenético que permite el nacimiento de nuevas especies. De las anteriores propiedades de la vida, puede deducirse que, de alguna manera, todo en ella se orienta a facilitar su reproducción, su perpetuación a lo largo del tiempo21. En lo que respecta al estudio de la evolución del sistema nervioso, es preciso desprenderse de tres malentendidos típicos. En primer lugar, la suposición de que todas las teorías sobre esta temática no son más que meros cambios especulativos, no susceptibles de someterse a métodos de contraste. Si bien es cierto que los registros fósiles son limitados, caben criterios objetivos de valoración, por lo que no todas las tesis gozan del mismo grado de verosimilitud. En segundo lugar, la tendencia a concebir el proceso evolutivo de manera teleológica, como si abocara inexorablemente hacia cotas de mayor progreso y sofisticación, esto es, hacia una mejora real con respecto a lo que 15
previamente existía. No se alza una dirección única en la evolución. Su única finalidad estriba en obtener una adaptación más eficiente al medio, pero subsisten muchos modos de lograr este objetivo. Determinados organismos procariotas, por ejemplo, llevan adaptados a su medio millones de años de una forma muy efectiva, y muchos de ellos en condiciones extremas22. No hay, por tanto, una senda unívoca hacia niveles de mayor complejidad. Y, en tercer lugar, debemos evitar la tentación de pensar que la ontogenia recapitula la filogenia, como conjeturó Ernst Haeckel (1834-1919)23. Suele considerarse que los celentéreos24 fueron las primeras formas de vida dotadas de sistema nervioso. Su existencia se remonta a hace unos mil millones de años, en el período precámbrico, y sus restos fósiles se encuentran en todos los períodos geológicos posteriores, prueba de su gran éxito evolutivo25. En estas criaturas, el sistema nervioso se organiza en circuitos que no siempre se hallan interconectados, y «la eficiencia funcional de los circuitos nerviosos de los celentéreos queda patente en la secuencia y complejidad de los actos motores de las medusas y las anémonas de mar»26. Con todo, el desarrollo de su sistema motor no lleva parejo el perfeccionamiento de su sistema sensorial. En los primeros vertebrados, que habrían surgido hace unos quinientos millones de años, la centralización del sistema nervioso supuso «una ventaja considerable para la coordinación de los mensajes que llegan desde los órganos sensoriales y los que salen de él para desempeñar múltiples actividades generalizadas o limitadas»27. Una innovación esencial habría consistido en la aparición de la médula espinal a lo largo del eje longitudinal del cuerpo. Durante millones de años, la acción conjunta de las grandes fuerzas evolutivas, las mutaciones genéticas y la selección natural, habría suscitado «nuevos modelos, adaptados a las necesidades cada vez mayores de sus poseedores»28. Sin embargo, las consideraciones anteriores no pueden hacernos perder de vista que las teorías sobre el origen del sistema nervioso (esto es, sobre la secuencia exacta de transformaciones evolutivas que subyace a su emergencia en los celentéreos) adolecen de un carácter demasiado hipotético, y probablemente nos enfrentemos a un problema que, en palabras de Rita Levi-Montalcini (1909-2012), «permanecerá sin solución, dado que es imposible reconstruir lo que sucedió hace millones de años»29. En cualquier caso, aunque el interrogante referido a la génesis del sistema nervioso constituya un enigma sin respuesta, nuestro conocimiento sobre la evolución del sistema nervioso central en la especie humana y en sus ancestros evolutivos más cercanos transparenta una mayor solidez30. 2. Grandes etapas en la historia de la neurociencia Para establecer un diálogo fecundo entre la filosofía, otras disciplinas humanísticas y las neurociencias, resulta conveniente poner de relieve el desarrollo histórico y, 16
concomitantemente, sistemático que ha experimentado el estudio científico del cerebro. Las especulaciones filosóficas sobre la naturaleza de los estados mentales se revelan incompletas si no se integran con los conocimientos disponibles sobre neuroanatomía, electrofisiología, mecanismos celulares y moleculares subyacentes a los procesos psicológicos de mayor complejidad, así como con las diferentes aportaciones de la neurociencia cognitiva. Para alumbrar una teoría adecuada sobre las relaciones entre la mente y el cerebro es imprescindible conocer, prolijamente, la estructura y el funcionamiento del sistema nervioso31. La filosofía no puede desentenderse de la neurociencia y apelar a una especie de «nivel superior» de comprensión, cuya atalaya le proporcionaría una ventaja inicial sobre cualquier hipotético avance científico. Es importante que las propuestas filosóficas no marginen los logros alcanzados en el estudio neurobiológico del sistema nervioso, sino que procuren integrar los conocimientos nuevos y fehacientes sobre esas funciones mentales que pretenden estudiar y sobre las preguntas iluminadoras que quizás planteen. La filosofía no tiene por qué «anticiparse» a la neurociencia, como si se hallara dotada de un poder intuitivo superior: debe examinar cuidadosamente la historia de la exploración científica de la mente, analizar su estado actual y tomar en consideración los desafíos que aún hoy laten. Dichos retos nunca se extinguen por completo y crecen con el paso del tiempo, pero esta evidencia no ha de interpretarse como una excusa para desdeñar lo ya conquistado. La historia de la neurociencia brinda, por tanto, una importante fuente de reflexión para el quehacer filosófico. La filosofía, en lugar de discurrir por una senda deliberadamente separada de los caminos que atraviesa la ciencia en su devenir histórico, ha de establecer «puntos de contacto», ya sea en la clarificación de los grandes conceptos y principios o en la resolución de problemas específicos, como los abordados por la psicología cognitiva. Sólo así se evitará disociar artificialmente el examen científico y el filosófico de temáticas que, en realidad, exhiben un profundo grado de convergencia. A la hora de adentrarse en la historia de la neurociencia, es interesante distinguir, con claridad, las etapas principales en la indagación científica sobre la estructura y el funcionamiento del sistema nervioso, para mostrar cuáles han sido los grandes «saltos conceptuales» protagonizados por cada uno de estos períodos, así como las cuestiones filosóficas (resueltas o no) asociadas a cada uno de ellos. También nos proponemos elaborar un esquema generalista con las adquisiciones teóricas más significativas, ya plenamente consolidadas, que ofrezcan las neurociencias. De esta manera, la profusión de detalles y la explosión, casi descontrolada, de nuevos hallazgos sobre el cerebro en las últimas décadas no nos impedirán ver, detrás del denso follaje de los árboles, el bosque en su conjunto. Advertiremos que muchos de los descubrimientos recientes no suponen una evolución conceptual sustanciosa con respecto a lo que ya se sabía (si acaso, un reforzamiento de la perspectiva previa), por lo que su «potencial filosófico», esto es, los interrogantes de naturaleza filosófica que suscitan, será de menor envergadura32. A nuestro juicio, las etapas más importantes en la historia del estudio científico del 17
cerebro se encapsulan, esencialmente, en seis. En la mayoría de los casos, puede percibirse una secuencia cronológica que las entrelaza, como eslabones sucesivos de una misma e hilvanada cadena, pero el criterio fundamental por el que hemos optado al proponer esta clasificación no goza de índole estrictamente «temporal», sino «conceptual»: qué gran innovación teórica y experimental aportó cada una de ellas. Su núcleo sintetizará, por así decirlo, sus contribuciones más profundas a nuestra comprensión de la estructura y del funcionamiento del sistema nervioso: qué «categoría» legada por ese período de la historia perdura en la neurociencia posterior, de forma que auspicie vislumbrar una «trama conceptual» en el desarrollo del estudio del sistema nervioso. La primera comprende la Antigüedad clásica y la Edad Media, y su «epicentro conceptual» vendría dado por el descubrimiento, ya en la Grecia antigua, del encéfalo como sede de las funciones superiores del psiquismo humano. La segunda la protagoniza la revolución científica que aconteció en las postrimerías del Renacimiento y en la aurora de la modernidad, cuando se comenzó a aplicar el método científico a la exploración del sistema nervioso. La tercera se caracteriza por el descubrimiento de la actividad eléctrica en el sistema nervioso a finales del siglo XVIII, y engloba también los análisis subsiguientes en el campo de la electrofisiología neuronal. La cuarta se refiere a la localización cortical de las distintas funciones del psiquismo humano a mediados del siglo XIX, así como a las ulteriores investigaciones sobre la excitación del córtex cerebral. La quinta la define el establecimiento de la doctrina de la neurona a finales del siglo XIX y la progresiva aplicación de una metodología «reduccionista» al estudio del sistema nervioso, cuyos éxitos más sobresalientes resplandecerían en el descubrimiento del potencial de acción, en la formulación de la hipótesis iónica y en la elaboración de la teoría química de la transmisión sináptica, claves para elucidar los mecanismos del impulso nervioso. La sexta alude al nacimiento de la «neurociencia» como estudio interdisciplinar de la mente en los años 60, con la implantación de una metodología «holista» en la exploración del sistema nervioso y del psiquismo. En los siguientes capítulos nos detendremos convenientemente en cada una estas etapas. 3 La Lógica de lo Viviente, 26. 4 Darwin y Wallace descubrieron, independientemente el uno del otro, la idea de evolución de las especies por selección natural. Sin embargo, su desarrollo intelectual varía de modo significativo. Mientras que Darwin se embarcó en el Beagle como un convencido creacionista, Wallace, ya antes de viajar al Lejano Oriente, había llegado a la conclusión de que existía un proceso evolutivo a través de sus lecturas e investigaciones «teóricas», no de su trabajo de campo. Cfr. N. Eldredge, Darwin. El Descubrimiento del Árbol de la Vida, 101. Para una historia del concepto de evolución, que incluye los precedentes anteriores a Darwin, cfr. P. J. Bowler, Evolution: the History of an Idea. 5 Cfr. E. Mayr, One Long Argument. Charles Darwin and the Genesis of Modern Evolutionary Thought, Cambridge M.A., Harvard University Press, 1991, 35-47. 6 Se trata de un lema latino empleado por el propio Darwin. Cfr. R. C. Stauffer (ed.), Charles Darwin’s Natural Selection. Being the Second Part of His Big Species Book Written from 1856 to 1858, capítulo 8, «Difficulties in transitions», 25: «Do quite new organisms appear? «Natura non facit saltum». Kinds of transitions». 7 Cfr. S. J. Gould, Punctuated Equilibrium. 8 Cfr. Th. Dobszhansky, «Nothing in biology makes sense except in light of evolution», 125-129.
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9 Para una panorámica sobre las aportaciones de Darwin a la biología, en el contexto de la problemática histórica de esta ciencia, cfr. E. Mayr, The Growth of Biological Thought, 394-534. Sobre las implicaciones filosóficas de la teoría de la evolución, cfr., entre otros, A. Rosenberg y R. Arp (eds.), Philosophy of Biology: An Anthology, con contribuciones de E. Mayr, S. J. Gould, C. Lewontin y E. O. Wilson. Cfr. también F. Ayala y Th. Dobzhansky (eds.), Estudios sobre Filosofía de la Biología. En castellano, posee un gran carácter sintético para las cuestiones fundamentales de la filosofía de la naturaleza el libro de J. Arana, Materia, Universo y Vida. Para una historia del concepto de evolución, cfr. P. J. Bowler, Evolution: the History of an Idea. 10 El término «síntesis», referido a la unificación de la teoría de evolución con los avances en la genética acaecidos a comienzos del siglo XX, lo empleó Sir Julian Huxley en Evolution: the Modern Synthesis, de 1942. Sobre la síntesis evolutiva neodarwiniana, cfr. V. B. Smocovitis, Unifying Biology: The Evolutionary Synthesis and Evolutionary Biology, 19.44; E. Mayr y W. B. Provine (eds.), The Evolutionary Synthesis: Perspectives on the Unification of Biology. 11 Para una introducción a los desafíos que encara la teoría de la evolución en la actualidad, cfr. E. Jablonka y M. Lamb, Evolution in Four Dimensions: Genetic, Epigenetic, Behavioral, and Symbolic Variation in the History of Life. El propio Darwin reconoce, en El Origen del Hombre, que no todo puede explicarse por selección natural de las variaciones heredadas, sino que admite, en una perspectiva bastante próxima a la de Lamarck, que «es muy difícil decidir en qué medida estas modificaciones correlativas son el resultado de la selección natural y en cuál lo son de los efectos heredados del creciente uso de determinadas partes o de la acción de una parte sobre otra» (Ch. Darwin, The Descent of Man, and Selection in Relation to Sex, en P. H. Barrett y R. B. Freeman [eds.], The Works of Charles Darwin, vol. 21, 57). 12 Cfr. M. W. Kirschner y J. C. Gerhart, The Plausibility of Life: Resolving Darwin’s Dilemma, especialmente 220 y sigs. 13 Máxime en el caso del estudio de la evolución, donde las evidencias son siempre escasas en comparación con otras ramas de la propia biología y, por supuesto, si se parangona con las denominadas «ciencias duras». 14 Las Mikroskopische Untersuchungen über die Übereinstimmung in der Struktur und dem Wachstum der Thiere und Pflanzen, de Schwann, claves en la formulación de la teoría celular, comenzaron a ser publicadas en Berlín en 1838. 15 Cfr. M. J. Schleiden, «Beiträge zur Phytogenesis», 137-176. 16 Cfr. J. D. Watson y F. H. C. Crick, «Molecular structure of nucleic acids. A structure for deoxyribose nucleic acid», 737-738. 17 Sobre las contribuciones de Rosalind Franklin a la ciencia, cfr. A. Sayre, Rosalind Franklin and DNA; B. Maddox, Rosalind Franklin: the Dark Lady of DNA. Para una historia del descubrimiento de la estructura del ADN, cfr. G. K. Hunter, Vital Forces. The Discovery of the Molecular Basis of Life, 296-314. 18 Cfr. G. K. Hunter, Vital Forces. The Discovery of the Molecular Basis of Life, 252-253. 19 Así lo ha expresado Peter Agre, premio Nobel de química en 2003 por el descubrimiento de las acuaporinas. Cfr. P. Agre, «En biología los principios son simples, pero los detalles no», entrevista para el diario El País, 15 de abril de 2009. 20 Cfr. P. Sitte, E. W. Weiler, J. W. Kadereit, A. Bresinsky y Ch. Körmer, Tratado de Botánica, 2-3. 21 Si, para Spinoza, todo ente busca perseverar en su ser («cada cosa se esfuerza, cuanto está en ella, por perseverar en su ser», y ello «no es nada aparte de la esencia actual de la cosa misma» —Ética, «del origen y de la naturaleza de los afectos», proposiciones VI y VII—), esta característica fundamental se apreciaría en la esfera de la vida de modo privilegiado, e incluso único. En efecto, no está claro que en las entidades inertes exista «impulso» alguno hacia una «meta», más allá de lo que marcan las leyes elementales de la mecánica. La finalidad de la vida estriba en perpetuarse, en prolongarse en el tiempo. La persistencia a lo largo de las generaciones define, en cierto modo, el éxito de una determinada especie biológica. 22 Un caso asombroso de capacidad de adaptación a medios extremos nos lo proporcionan las arqueas sulfolobales, especializadas en obtener energía a partir de la oxidación del azufre (cfr. Th. D. Brock, K. M. Brock, R. T. Belly y R. L. Weiss, «Sulfolobus: A new genus of sulfur-oxidizing bacteria living at low pH and high temperature», 54-68). El hecho de que los eucariotas posean células dotadas de un núcleo no implica esgrimir criterios de «superioridad» sobre los procariotas, sino tan sólo reconocer que cuentan con un grado más elevado de complejidad estructural y funcional.
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23 Cfr. L. R. Squire, D. Berg, F. L. Bloom, S. du Lac, A. Ghosh y N. C. Spitzer, Fundamental Neuroscience, 1022-1024. 24 Sobre los celentéreos, cfr. C. F. A. Pantin, «Capabilities of the celenterate behavior machine», 581-589. Sobre la evolución del sistema nervioso, existe una obra de referencia en cuatro volúmenes: J. H. Kass (ed.), Evolution of Nervous Systems. 25 Cfr. R. Levi-Montalcini, La Galaxia Mente, 37-38. 26 Ob. cit., 41. 27 Ob. cit., 33. 28 Ibíd. 29 Ibíd. Se han propuesto diversas teorías sobre el surgimiento del sistema nervioso. Así, el fisiólogo inglés G. H. Parker, autor de The Elementary Nervous System, de 1919, hipotetizó con la posibilidad de que la expresión más simple de organización de este sistema hubiera sido el reflejo elemental. La complejidad creciente habría consistido en la formación de arcos reflejos más elaborados. El problema reside en la evidencia de que, en los hidrozoos, formas de vida menos evolucionadas que los celentéreos, se ha identificado actividad motora, aun cuando estas criaturas carecen de los sistemas nervioso y muscular (cfr. G. A. Horridge, «The origin of the nervous system», en G. H. Burne [ed.], The Structure and Function of the Nervous Tissue, vol. I, 1-31). 30 Sobre la evolución del encéfalo en el Homo sapiens, cfr. D. E. Lieberman, The Evolution of the Human Head, 527-603. Aunque persisten incógnitas fundamentales sobre el desarrollo evolutivo preciso que ha experimentado el sistema nervioso, sin cuyas sofisticadas estructuras difícilmente se comprenderían las capacidades de orden superior que ha adquirido en sus formas más evolucionadas, la importancia de la teoría de la evolución por selección natural para la neurociencia se hace patente en el amplio eco del que han gozado algunas propuestas actuales, como el denominado «darwinismo neural». Enarbolada por el inmunólogo y neurocientífico Gerald Edelman (1929-...), esta teoría, todavía sujeta a esclarecedoras discusiones, ofrece consideraciones de enorme interés sobre la conjunción de mecanismos de variación, selección y retroalimentación en la dinámica de los sistemas neuronales. Sobre el darwinismo neural, cfr. la obra clásica de G. M. Edelman, Neural Darwinism. The Theory of Neuronal Group Selection. Para una exposición sintética de esta teoría, cfr. G. M. Edelman, «Neural Darwinism: selection and reentrant signaling in higher brain function», 115-125. Sobre las implicaciones del darwinismo neural para el fenómeno de la conciencia, cfr. A. K. Seth y B. J. Baars, «Neural Darwinism and Consciousness», 140-168. 31 Cfr. P. S. Churchland, Neurophilosophy. Toward a Unified Science of the Mind/«Brain», 482. 32 Para una introducción a la temática de la historia del estudio científico del cerebro, cfr., entre otros, M. R. Bennett, «The early history of the synapse: From Plato to Sherrington»; M. A. B. Brazier, A History of the Electrical Activity of the Brain, y, de la misma autora, A History of Neurophysiology in the 19th Century; E. Clarke y K. Dewhurst, An Illustrated History of Brain Function; S. Finger, Origins of Neuroscience, y, del mismo autor, Minds Behind the Brain: A History of the Pioneers and Their Discoveries; J. González, Breve Historia del Cerebro; C. G. Gross, Brain, Vision, Memory. Tales in the History of Neuroscience; E. R. Kandel y L. R. Squire, «Neuroscience: Breaking Down Scientific Barriers to the Study of Brain and Mind», 1113-1120; L. H. Marshall y H. W. Magoun, Discoveries in the Human Brain; R. L. Martensen, The Brain Takes Shape. An Early History; S. Millon, Masters of the Mind. Exploring the Story of Mental Illness from Ancient Times to the New Millennium; F. C. Rose y W. F. Bynum, Historical Aspects of the Neurosciences. A Festschrift for Macdonald Critchely; G. M. Shepherd, Foundations of the Neuron Doctrine.
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Capítulo 1
Antigüedad clásica y Edad Media 1.1. La antigüedad clásica La primera etapa viene comprendida por la Antigüedad clásica y el mundo medieval, y se prolonga hasta los albores del Renacimiento. Gravita en torno a un interrogante clave de la neurociencia: cuál es la sede de las funciones sensoriales, motoras y mentales, si el cerebro o el corazón. Lo que hoy nos parece obvio fue, sin embargo, materia de discusión durante siglos, y pensadores de la talla de Aristóteles se inclinaron por un enfoque cardiocéntrico frente a uno encefalocéntrico. Existen evidencias de que en el paleolítico se llevaron a cabo trepanaciones craneales. Normalmente estaban asociadas a la cura de epilepsias, y por lo general se vinculaban a concepciones mágicas, que atribuían este tipo de enfermedades a espíritus y fuerzas sobrenaturales. En otros casos, más allá de las creencias supersticiosas latentes, las trepanaciones respondían a razones estrictamente médicas: aliviar el dolor experimentado tras sufrir una lesión en la cabeza. Se han descubierto trepanaciones paleolíticas en Francia, Israel y África33. Esta técnica la practicaban culturas del continente americano como la inca. Así lo constató Ephraim George Squier en 1865, quien identificó un cráneo en Cuzco, la antigua capital imperial, que fue examinado por el gran antropólogo francés Pierre-Paul Broca. Broca comprobó que el agujero existente en ese cráneo respondía a una trepanación, logro quirúrgico de tal magnitud que revolucionó las concepciones del momento sobre los avances médicos de los pueblos indígenas de América. La trepanación era conocida por, entre otras civilizaciones del mundo antiguo, los griegos34 y los chinos. Subsiste una clara referencia a la trepanación en un relato de Luo Guanzhang, ambientado en la fase tardía de la dinastía Han (206 a.C.-220 d.C.), en el que el médico Hua Tuo le sugiere a Cao Cao realizarle una trepanación para curarle sus males, pero Cao Cao, temeroso de que la intención verdadera consistiese en asesinarlo, ordena que arresten a Hua Tuo35. En Occidente, se hizo abundante uso de la trepanación para tratar no sólo lesiones craneales: la idea de que la apertura de un orificio en el cerebro contribuía a expeler humores y vapores subyacía a su aplicación en el tratamiento de determinadas enfermedades mentales, como la epilepsia36. Esta costumbre, cuestionada ya en la antigüedad por Areteo de Capadocia (del siglo II d.C.), sería ampliamente criticada a partir del siglo XVII37. En el siglo XIX ya no se empleaba para expulsar supuesto humores malignos, sino para sanar epilepsias traumáticas con lesiones discernibles. La mención más temprana del órgano encefálico en la historia de la humanidad la encontramos en el siglo XVII a.C. en Egipto, en el papiro quirúrgico Edwin Smith38. La cultura egipcia, como las otras grandes civilizaciones próximo-orientales, adoptó una 21
perspectiva cardiocéntrica: en el corazón se asentarían las facultades superiores del ser humano, en el contexto de una antropología que Jan Assmann define como «más paradójica que conjuntiva»39: no primaba una visión unitaria del individuo. Las creencias de ultratumba plasmadas en obras como El Libro de los Muertos, de gran difusión durante la época del Reino Nuevo (entre los siglos XVI y XI a.C.), indican, por ejemplo, que en el juicio postmortem ante un tribunal presidido por Osiris, Anubis, el dios con cabeza de chacal, pesaría el corazón del difunto en una balanza frente a la pluma de la verdad (Maat). De esta manera ponderaría si en su vida habían prevalecido las acciones buenas o las malas, para así decidir su destino eterno. El cardiocentrismo predomina también en la antigua cultura india, mientras que en Mesopotamia se opta por una división de funciones, que atribuye al corazón la sede del intelecto, al hígado la de las emociones, al estómago la de la astucia y al útero la de la compasión. La cultura china se inclinó también por distribuir las funciones mentales en los órganos internos del cuerpo40. Con el advenimiento de la medicina clásica llega también la consolidación de la idea de que el cerebro, en lugar del corazón o del diafragma, constituye el órgano de las facultades superiores de la persona41. La antigua visión del diafragma como sede de las emociones y del pensamiento ha quedado reflejada en la etimología del término que empleamos para designar este órgano, procedente del griego «hai phrenes», del verbo phroneo, que significa «pensar, meditar». En la literatura homérica, los «phrenes» se ubican en la zona del pecho, más tarde circunscrita específicamente al diafragma. El cardiocentrismo, por su parte, además de insignes defensores como Aristóteles, en quien nos detendremos a continuación, recibió el apoyo de Empédocles de Agrigento (c. 495435 a.C.)42. El primer ejemplo de encefalocentrismo nítido, esto es, de la tesis de que el cerebro controla la sensación, el movimiento y la cognición, lo encontramos en Alcmaeón de Crotona (c. 450 a.C.). A su juicio, el cerebro se encargaría de «sintetizar» las sensaciones, porque todos los sentidos se hallan conectados con él. Alcmaeón señaló también que el «sentir» (aisthanesthai) y el «entender» (xyniénai) son dos operaciones distintas: mientras que la primera la encontramos en todos los animales, la segunda es exclusiva del hombre y radica en el cerebro43. Algunos autores consideran que Alcmaeón pudo haber practicado disecciones44. Contemporáneo suyo, aunque ligeramente posterior, sería Hipócrates de Cos (460-377 a.C.). A Hipócrates se le asocia con varios escritos (no con todos) del denominado «Corpus Hippocraticum»45, un conjunto que comprende unos sesenta trabajos médicos redactados en lengua griega entre el 420 y el 350 a.C., y compilados en Alejandría hacia el 280 a.C.46. La importancia de esta obra para la historia de la medicina reside en que sus autores «asumen que los procesos corporales, la salud y la enfermedad pueden explicarse de la misma manera que otros fenómenos naturales, y son independientes de 22
interferencias arbitrarias y sobrenaturales»47. Habría impulsado, por tanto, una incipiente óptica naturalista en el campo de la medicina, en cuyo seno se incoaba el germen de una auténtica visión científica del cosmos48. En sintonía con el paradigma del «desencantamiento del mundo (Entzauberung der Welt)», sobre el que tan hondamente reflexionara Max Weber, habría propiciado una creciente racionalización de las distintas esferas de la vida humana y, en este caso, de la comprensión de la relación entre la humanidad y el universo físico49. En el tratado titulado Sobre la Enfermedad Sagrada (Perì hierês nôsou), que data de entre el 430 y el 420 a.C., el propio Hipócrates o alguno de sus discípulos considera el cerebro como la fuente del placer y del dolor, del pensamiento y de la percepción, de la locura y del temor, en una perspectiva netamente encefalocéntrica. Este escrito es, como escribe Carlos García Gual, «el producto de una época que confía en la razón para explicar y entender el mundo, y que rechaza sin miramientos las actitudes irracionales de la magia y la superstición. (...) La confianza en la regularidad de la naturaleza y en el poder de la razón para dar cuenta de los procesos naturales es una muestra de ese avance del lógos sobre el mýthos, de la explicación racional sobre la tradición popular temerosa y fantástica»50. La «enfermedad sagrada» a la que se refiere el tratado hipocrático (no sin cierta ironía, pues la finalidad de este escrito estriba en criticar que asistamos a un fenómeno religioso o mágico) es la epilepsia. El término «epilepsia» procede del griego epílepsis, que significa «ataque», si bien constituye una denominación tardía. De hecho sólo aparece en una ocasión en este texto, aunque «epíleptoi», los afectados por este mal, es una palabra que sí figura en varios lugares. Se le solía llamar «he hierè kaleomene», porque se pensaba que el enfermo había sido poseído por entidades sobrenaturales de cuyo influjo era preciso liberarlo para restituirle la salud51. Tal y como puede leerse al inicio del tratado, «acerca de la enfermedad que llaman sagrada sucede lo siguiente. En nada me parece que sea algo más divino ni más sagrado que las otras, sino que tiene su naturaleza propia, como las demás enfermedades, y de ahí se origina»52. Es entre los capítulos decimoséptimo y vigésimo de Sobre la Enfermedad Sagrada donde encontramos una afirmación explícita del cerebro como sede bajo cuyo auspicio se localizan las emociones y el pensamiento: Conviene que la gente sepa que nuestros placeres, gozos, risas y juegos no proceden de otro lugar sino de ahí (del cerebro), y lo mismo las penas y amarguras, sinsabores y llantos. Y por él precisamente, razonamos e intuimos, y vemos y oímos y distinguimos lo feo, lo bello, lo bueno, lo malo, lo agradable y lo desagradable, distinguiendo unas cosas de acuerdo con la norma acostumbrada, y percibiendo otras cosas de acuerdo con la conveniencia; y por eso al distinguir los placeres y los desagrados según los momentos oportunos no nos gustan (siempre) las mismas cosas. (...) También por su causa enloquecemos y deliramos (...). Y todas estas cosas las padecemos a partir del cerebro, cuando este no está sano, sino que se pone más caliente de lo natural o bien más frío, más húmedo o más seco, o sufre alguna otra afección contraria a su naturaleza a la que no estaba acostumbrado53.
El cerebro se concibe, en el texto hipocrático, como un «intérprete» (hermeneûs) de lo que le suministra el aire circulante por las venas. Como leemos en el capítulo 23
decimonoveno: «El cerebro tiene el mayor poder en el hombre, pues es nuestro intérprete, cuando está sano, de los estímulos que provienen del aire. El aire le proporciona el entendimiento. Los ojos, los oídos, las manos y los pies ejecutan aquello que el cerebro apercibe»54. Por su parte, «el aire que se respira llega primero al cerebro y luego se reparte el aire en el resto del cuerpo, habiéndole dejado en el cerebro lo mejor de sí, y lo que le hace ser sensato y tener inteligencia»55. La idea del aire como vehículo del pensamiento podría haberse tomado de Diógenes de Apolonia, un autor coetáneo a Hipócrates cuyas doctrinas nos han llegado principalmente gracias al testimonio de escritores posteriores como Aristóteles, Diógenes Laercio y Simplicio. Diógenes habría concebido el aire como el arjé o primer principio de la naturaleza, del que derivarían todas las demás sustancias, en una perspectiva muy similar a la del jonio Anaxímenes de Mileto (c. 585-524 a.C.)56. En cualquier caso, está claro que, para los estándares actuales, la separación nítida entre lo natural y lo sobrenatural no se aprecia de manera ubicua en la totalidad del Corpus atribuido a Hipócrates. Pecaríamos de anacronismo si tratásemos de proyectar una visión racionalista moderna sobre todos sus escritos. Ciertamente, su obra representó un hito importante en la delimitación paulatina del ámbito de la religión y el dominio de la ciencia, pero esta larga senda aún requeriría de numerosos progresos ulteriores para consolidarse con firmeza. El gran filósofo griego Platón conocía el trabajo de Hipócrates. En línea con el encefalocentrismo hipocrático, Platón, quien en La República divide el alma en tres partes, localiza la racional en el cerebro, mientras que la energética o emocional la ubica en el corazón y la apetitiva en el hígado. A su juicio, los cambios a nivel corporal afectan al alma tripartita. Así, la flema y la bilis pueden producir mal temperamento, cobardía o estupidez57. Desde una perspectiva netamente dualista, Platón considera el cuerpo como la prisión («sema») de un alma que aspira al mundo inteligible, al orbe de las ideas, aunque se halle aherrojada en una oscura cárcel material. El alma, tal y como se «demuestra» en el diálogo Fedón, es inmortal: a diferencia del cuerpo, no se compone de partes, por lo que no puede perecer58. Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) estudió con Platón en la Academia, pero se separó de su maestro en cuestiones esenciales de filosofía, ciencia y medicina. Por ejemplo, rechazó las matemáticas como lenguaje capaz de describir la estructura del mundo. Frente al dualismo platónico entre alma y cuerpo, Aristóteles concibe la psyché (yuch, traducida generalmente por «alma»)59 como el principio vital del individuo, no como una entidad separada del elemento material. Las plantas, de hecho, poseen una «psyché vegetativa», que las capacita para ejercer las funciones de crecimiento, nutrición y reproducción. Los animales, además del alma vegetativa, se hallan dotados de una «psyché sensitiva» que, en adición a las funciones propias de los vegetales, les permite percibir, desear y moverse autónomamente. Al hombre, finalmente, Aristóteles le atribuye una «psyché racional», que informa todo su ser y lo faculta para la volición y el 24
intelecto, así como para las funciones que ostentan también las plantas y los animales. En el planteamiento aristotélico, la unidad entre el cuerpo y la psyché es una necesidad60: no es posible concebir ambas como entidades separadas, porque la psyché no es una sustancia que se superponga al cuerpo, sino la determinación concreta que este último exhibe. El alma, de hecho, no es inmortal (frente a la concepción platónica, asumida siglos más tarde por el cristianismo), sino que perece cuando lo hace el cuerpo61. Aristóteles adoptó una posición cardiocéntrica: es en el corazón donde reside la sede de las funciones superiores; el cerebro consistiría en un mero refrigerador de los fluidos del corazón. Se apoya, para ello, en argumentos de diverso orden. Anatómicamente, Aristóteles comprobó que el corazón, a diferencia del cerebro, se halla conectado con todos los órganos asociados a la sensación. En el plano embriológico, constató que el corazón se desarrolla antes que el cerebro. A nivel comparativo, vio que los invertebrados, a pesar de carecer de cerebro, poseen sensación. Además, Aristóteles observó que el corazón es sensible al tacto, mientras que el cerebro permanece completamente insensible. Fisiológicamente, el corazón proporciona sangre, necesaria para que exista sensación. El corazón, además, late caliente, al contrario que el cerebro, un órgano frío. Estas evidencias probarían, para Aristóteles, que las funciones propiamente vitales radican en el corazón. El problema del razonamiento del Estagirita estriba, claro está, en la insuficiencia de soporte empírico62. Aunque Aristóteles se equivocó en su doctrina central sobre el organismo humano (el cardiocentrismo), su caracterización del alma gozaría de enorme influencia en el pensamiento occidental, tanto en la filosofía, como en la teología, como en la propia ciencia médica. Su asistente Diocles realizó algunas disecciones de animales63, y Praxágoras de Cos, un médico de gran relevancia en la antigüedad, asumió un posicionamiento cardiocéntrico, aunque no consta que estudiara con el propio Aristóteles. Además, Praxágoras fue el primero en atribuir un valor diagnóstico al pulso64. Herófilo de Calcedonia (330-260 a.C.), aunque era discípulo de Praxágoras, se inclinó por el encefalocentrismo. Las fuentes adolecen de escasez y fragmentación65, pero parece que, junto con su contemporáneo Erasístrato de Ceos (330-255 a.C.), practicó vivisecciones humanas. Así lo atestiguarían documentos posteriores de Celso y Tertuliano, muchos de ellos entreverados de acusaciones difamantes vertidas contra estos dos médicos del período alejandrino (cuya relación mutua resulta, en cualquier caso, incierta), si bien este hecho permanece aún teñido de oscuridad66. Ambos médicos trabajaron en Alejandría bajo los auspicios del monarca Ptolomeo I de Egipto (367-283 a.C.). Herófilo distinguió anatómicamente los nervios, las venas y las arterias, y en el cerebro diferenció los ventrículos. Clasificó los nervios en motores y sensoriales, e investigó cómo cooperaban con los músculos en la ejecución de movimientos voluntarios. Galeno admiraría, siglos después, el trabajo de Herófilo sobre el sistema 25
nervioso67. Erasístrato, por su parte, rechazó una aproximación teleológica (inspirada en las causas finales de Aristóteles) en la anatomía, al argumentar que la finalidad no determina la forma. Se inclinó por un enfoque que hoy cabría calificar de «mecanicista»68. El triunfo del encefalocentrismo sobre el cardiocentrismo en la localización de la sede de las funciones sensoriales, motoras y cognitivas le debe mucho a Galeno de Pérgamo (130-200 d.C.)69, científico de origen griego que ejerció su profesión en Roma, donde se convirtió en médico personal del emperador Marco Aurelio. Cuando Galeno llegó a Roma, la escuela filosófica predominante era la estoica, que había adoptado el cardiocentrismo de Aristóteles frente al encefalocentrismo de Hipócrates y de los alejandrinos. Galeno realizó un célebre experimento público en presencia de aristotélicos y de estoicos, destinado a «desterrar» el cardiocentrismo de manera definitiva. Para ello, seccionó los nervios recurrentes de la laringe de un cerdo, con el objetivo de mostrar que esta acción eliminaba la vocalización del animal. Quedaba patente que el corazón no podía ser la sede de tal tipo de funciones. El éxito de la demostración de Galeno fue tal que todavía Vesalio, en el último capítulo de De Humani Corporis Fabrica, de 1543, lo cita expresamente70. Sin embargo, el debate no se cerró por completo, como prueba el hecho de que dos fervientes admiradores de Aristóteles, el persa Avicena y el andalusí Averroes, no renunciaran del todo al enfoque cardiocéntrico71. Galeno influyó no sólo en la medicina, que lo tomaría como referente hasta bien entrado el siglo XVI, sino también en la percepción de la medicina anterior a él que preponderó hasta el siglo XX, cuando se inició una crítica sistemática de muchas de sus afirmaciones sobre quienes lo habían precedido en la ciencia y en la práctica médica72. En el plano filosófico, las dos grandes referencias de Galeno son Platón y Aristóteles. De Platón toma la división tripartita del alma (al apelar a razones «anatómicas»), y de Aristóteles, la doctrina teleológica. Diseccionó principalmente animales (simios, ganado..., también el corazón de un elefante), aunque es posible que se aventurara también con humanos. Sus abundantes vivisecciones de animales lo habrían inducido a aplicar, en no pocas ocasiones, características de la anatomía animal al caso del ser humano73. Galeno se percató de que los nervios se dirigen desde el cerebro y la médula espinal hacia órganos periféricos, y verificó que son imprescindibles para iniciar la contracción muscular. Llevó a cabo disecciones sistemáticas del cerebro, según se puede colegir de escritos suyos como los Procedimientos Anatómicos74. Supuso, frente a Aristóteles, que el pneuma vital no tenía como destino el corazón, sino que de los vasos sanguíneos alcanzaba el cerebro, donde se convertía en pneuma psíquico. Galeno diferenció entre nervios sensoriales y nervios motores. Los motores, dotados de mayor dureza, se originan en la médula espinal, mientras que los sensoriales, más blandos, lo hacen en el cerebro. Distinguió así la psyché sensorial de la motora, no como sustancias diversas, sino como principios de actividad. El cerebro se revelaba como el órgano de la 26
sensación, de la percepción, de la imaginación y del pensamiento. En cualquier caso, Galeno ubicó las funciones cerebrales no en el córtex, sino en los ventrículos75, doctrina esta de inmensas repercusiones en el desarrollo de la medicina occidental durante casi mil quinientos años. Todavía en el siglo XVI Vesalio la estudiaría en la Universidad de Lovaina76. El obispo sirio Nemesio, prelado que vivió en el siglo IV, aceptaría la hipótesis galénica sobre los ventrículos como soportes estructurales de las funciones superiores de la mente, aunque discreparía de Galeno en lo concerniente a la localización precisa de la percepción. Él la situó no en la cavidad frontal, sino en uno de los ventrículos laterales anteriores77. La facultad intelectual, por su parte, la ubicó en el ventrículo medio; la memoria, en el posterior, y la imaginación, en el ventrículo lateral anterior opuesto al de la percepción. Nemesio sustentó sus teorías en el estudio de las lesiones cerebrales, al advertir que un daño producido en los ventrículos frontales no afectaba significativamente a la función intelectual. Nemesio, sin embargo, se encontraba más próximo al neoplatonismo que al aristotelismo, y para él, las capacidades psicológicas dimanaban de una sustancia espiritual e indestructible, unida al cuerpo sin confusión: no es, por tanto, el entero ser humano quien conoce o percibe, sino un alma inmortal a través del cuerpo. 1.2. El período medieval: el mundo islámico y el occidente latino Como escribe Magner, «ningún médico-filósofo comparable a Galeno apareció durante la Edad Media en Europa»78. Descuella, sin embargo, el mundo islámico en este contexto de relativa esterilidad científica (al menos si lo parangonamos con las contribuciones tan luminosas a distintas ramas del conocimiento que había protagonizado la cultura griega), cuyas sendas intelectuales continuaron dominadas, en gran medida, por los estudios médicos de Hipócrates, Aristóteles y Galeno79. Eruditos musulmanes, muchos de ellos influidos por sabios de Bizancio, se alzaron como inestimables transmisores de algunas de las grandes obras de la Antigüedad clásica. Ya en una época tan temprana para la civilización islámica como los comienzos del siglo IX, el califa abásida Al-Mamún (786-833) estableció en Bagdad una importante biblioteca y escuela de traducción (llamada Bayt Al-Hikma, «casa de la sabiduría»), en la que doctores como Hunain ibn Ishaq (gran médico iraquí, de origen nestoriano, llamado «Johannitius» en el occidente latino —809-875—) realizaron versiones árabes de obras de médicos clásicos, entre ellos Galeno y Dioscórides. Esta institución, trágicamente devastada por la invasión de los mongoles en 1258, suele asociarse con el inicio de la «edad de oro del mundo islámico», un período de gloria intelectual, religiosa y política a cuya luz florecieron las artes y las ciencias; en particular, disciplinas como las matemáticas, la medicina, la literatura y la técnica de la navegación. También tuvieron lugar desarrollos económicos significativos que proporcionaron una notable prosperidad a la civilización islámica, si la equiparamos con su coetánea, la Europa cristiana, por 27
aquel entonces sumida en un profundo estancamiento cultural con respecto a la efervescencia científica y filosófica vivida en el apogeo de Grecia. La civilización islámica asentada en la Península Ibérica desempeñaría un papel fundamental en la difusión de conocimientos científicos, muchos de ellos heredados de la Antigüedad clásica, al resto del continente europeo80. Sin embargo, las aportaciones de raigambre islámica no se restringen al papel de simple canalizador del saber antiguo, sino que gozan también de una fecunda creatividad científica81. Una de las figuras más extraordinarias legadas por el orbe islámico es la de Avicena (980-1037), pensador y científico persa. En su famoso Canon de Medicina, compendio de la medicina galénica que, sazonado con no pocas aportaciones novedosas, sirvió como libro de texto en numerosas universidades europeas durante la Edad Media82, se explicita la «teoría ventricular»: la división del cerebro en una serie de ventrículos y la asociación de cada función mental principal (percepción, razón, memoria...) a uno de ellos. Avicena llevó esta hipótesis a un estadio ulterior al ubicar el sensus communis, que unificaría las sensaciones proporcionadas por los cinco sentidos, en el ventrículo frontal83. El cardiocentrismo de Aristóteles queda matizado en la filosofía de Avicena, porque, para este autor, los sentidos internos (sentido común, imaginación retentiva, imaginación compositiva, potencia estimativa y memoria) se sitúan en los ventrículos cerebrales84. Un siglo más tarde, el filósofo, teólogo, jurista, astrónomo y médico cordobés Averroes (1126-1198), una de las cimas áureas del pensamiento islámico, escribió una importante obra que compilaba los conocimientos médicos de la época: el Kitab alKulliyat fil-l-Tibb, conocido como Colliget en sus versiones latinas85. Averroes, a diferencia de lo que harían, siglos después, Leonardo da Vinci o Vesalio, no practicó autopsias, por lo que sus ideas sobre la estructura y el funcionamiento del cuerpo humano las dedujo de observaciones directas (necesariamente superficiales) o del estudio pormenorizado de los textos de los grandes autores clásicos, como Aristóteles y Galeno. Averroes profesaba una admiración extrema hacia el Estagirita. De hecho, se le considera, junto con Avicena, el gran valedor del aristotelismo en el orbe musulmán. Aunque su devoción por las teorías de Aristóteles (muchas de ellas incorrectas, como el cardiocentrismo) lastraba gravemente sus intentos de comprender el organismo, no es menos cierto que del Estagirita había adoptado un afán de intelección racional de la naturaleza que incubaba una genuina actitud científica86. En el Colliget, Averroes muestra su estrecha dependencia de la medicina griega, al mantener la teoría de los cuatro humores de Hipócrates. En el capítulo séptimo del libro primero describe el sistema nervioso periférico, y en el capítulo decimosexto se adentra en lo que hoy caracterizamos como sistema nervioso central. Asume la hipótesis de los ventrículos cerebrales intercomunicados: dos en la parte anterior, uno en el centro y uno en la parte posterior. Para Averroes, las funciones del sistema nervioso estarían vinculadas a la facultad animal del ser humano, principio de las actividades sensitivas e 28
intelectivas. La facultad nutritiva se encargaría de las funciones vegetativas, como la respiración, la digestión, el crecimiento y la nutrición. En sintonía con Aristóteles, Averroes inserta al ser humano en el seno de la naturaleza, en lugar de separar la psyche del cosmos material, según se infiere de la perspectiva platónica. El raciocinio se revela como la forma más elevada de la facultad animal. La aprehensión de conceptos universales, eso sí, sería exclusiva del hombre, pero, en consonancia con la teoría del intelecto agente universal87, exigiría participar de una fuerza que trasciende el alcance del entendimiento individual88. Sin embargo, la veneración tributada al Estagirita probablemente subyazca a la defensa del papel neurálgico del corazón en la dinámica del cuerpo humano, tentativa anacrónica (si tenemos en cuenta los avances que, en este aspecto, habían realizado Hipócrates y Galeno) de recuperar el cardiocentrismo. Así, Averroes concibe el calor que emana del corazón como la causa eficiente del movimiento. Los nervios y el cerebro, órganos «fríos», se limitarían a «atemperar» el calor que fluye del corazón. De hecho, el cordobés llega a sostener que el sensorio común se asienta en el corazón, de cuyo interior procedería el calor que activa los órganos periféricos de los sentidos externos89. Esta perspectiva de cerebrum contra cor suponía un claro retroceso con respecto a la medicina griega más avanzada. La importancia que Galeno había atribuido a la experimentación en la ciencia médica no se recuperaría plenamente hasta las postrimerías del Renacimiento y la génesis de la anatomía moderna en el siglo XVI. Aunque despuntó lo que algunos autores llaman «un renacimiento europeo» en el siglo XII, motivado por el incremento significativo de la población, el crecimiento económico, el desarrollo urbano, la creación de universidades y la recepción de la ciencia islámica90, el vigor teórico y experimental alcanzado en la Grecia clásica no rebrotaría hasta el crepúsculo de la Edad Media. De hecho, la primera disección humana de la que existe constancia en la Edad Media tuvo lugar en Bolonia en 1315, y fue protagonizada por Mondito de Liozzi sobre el cuerpo de un ejecutado tras una condena a muerte. Disecciones humanas se repetirían en Lérida en 1391 y en Viena en 1414, pero se trata de casos aislados91. Existen antecedentes bajo-medievales al énfasis en la experimentación y en la combinación de inducción y deducción en la labor científica. Robert Grosseteste (11681253), obispo de Lincoln, y su compatriota el franciscano Roger Bacon (1214-1294) personifican este impulso. Sin embargo, hasta el nacimiento de la ciencia moderna (sobre todo, hasta el trabajo de Galileo Galilei), experimentación y generalización hipotética no se integraron en el seno de una metodología coherente. La idea de realizar experimentos en condiciones controladas no se aprecia, con la requerida claridad, en Grosseteste92. Parece que, para consolidarse, la ciencia moderna debía rechazar dos extremos. Por un lado, el excesivo empirismo de Aristóteles, tan radical que difícilmente habría concebido la idea de un «experimento controlado», esto es, de una observación no limitada a reflejar lo que acontece en el plano de la naturaleza, sino capaz de dirigir 29
preguntas sistemáticas y de responder a los interrogantes que realmente le interesan al científico, siervo de su anhelo de propiciar el avance de nuestro conocimiento sobre el mundo; no la contemplación «pasiva» del cosmos, sino su «crítica» sistemática. Por otro, el «matematicismo» de inspiración neoplatónica, ajeno a todo espíritu de comprobación empírica. Italia y la Península Ibérica desempeñaron un papel fundamental en la preservación y transmisión de los grandes textos médicos de la Antigüedad clásica. Contamos con testimonios de que en la Rávena del siglo VI, época en la que el imperio bizantino, gracias a la expansión militar del Emperador Justiniano, había absorbido esta ciudad junto con extensas regiones de Italia, se redactaron comentarios a los escritos de Galeno según las tradiciones heredadas de la escuela de Alejandría93. En la segunda mitad del siglo XI florecen glosas a esta colección, entre ellas algunas que, se supone, habrían sido redactadas por el maestro Bartolomé de Salerno94. A petición de Bartolomé de Salerno, Burgundio de Pisa, nacido en Bizancio y buen conocedor de la lengua griega, traduce en esa época varias obras de Galeno, además de completar versiones latinas ya disponibles. Burgundio, a la sazón jurista y poseedor de una notable cultura teológica, no gozaba de formación médica, por lo que precisó, en la elaboración de sus traducciones, del asesoramiento brindado por doctores de la ciudad de Pisa. En su trabajo, Burgundio sigue con fidelidad el texto griego, hasta que, incapaz de identificar un vocablo latino que refleje adecuadamente el término heleno, se limita a transliterar la palabra griega y a adjuntar, en ocasiones, la explicación correspondiente. En Bagdad, ya en el siglo IX, se habían realizado traducciones al árabe de obras atribuidas a Galeno, aunque por lo general no se vertían directamente de la versión original griega, sino de la siriaca. Hunain ibn Ishaq advirtió en su época contra la tentación de consignar una traducción excesivamente literalista de las obras clásicas. De hecho, las versiones latinas basadas en los textos árabes tienden a exhibir un mayor grado de inteligibilidad que las greco-latinas procedentes de verbo ad verbum95. En torno al siglo XII se había constituido en Italia una colección de textos básicos destinados a la enseñanza de la medicina, posteriormente denominados «Articella». Comprendía, entre otros, la Isagoge de Johannitius, en versión del monje del siglo XI Constantino el Africano (quien, en muchos casos, traduce a Galeno desde el árabe), los Aforismos y Prognostica de Hipócrates, De Urinis (libro atribuido a Teófilo), así como versiones latinas de Galeno, como Technè y Ars Parva96. Otros traductores célebres fueron Gerardo de Cremona (fallecido el año 1187) y Marcos de Toledo, quien preparó, a comienzos del siglo XIII, versiones latinas de autores como Hipócrates y Hunain ibn Ishaq. Parece que las ediciones toledanas se diseminaron rápidamente por Italia, y configuraron un Corpus Galenicum en el que se intercalaban también textos de Hipócrates97. Así pues, en el siglo XIII existen importantes versiones greco-latinas y árabo-latinas de las obras de Galeno. A petición del médico Rosello d’Arezzo, el dominico Guillermo de Moerbeke, afamado en la historia de la filosofía por sus versiones de escritos 30
aristotélicos como el De Anima (de las que se benefició ampliamente Santo Tomás de Aquino), tradujo el tratado De Alimentis, que concluyó en 1277. Poco después, el médico y profesor Arnau de Vilanova (1235-1311) versionó del árabe el opúsculo galénico De Tremore, Rigore, Iactigatione et Spasmo (Barcelona, 1282), cuyo influjo en la ciencia médica de la época se dejó sentir muy pronto98. Arnau de Vilanova jugó un rol clave en la fijación de la lista de textos «canónicos» admitidos para la enseñanza de la medicina en la Universidad de Montpellier, institución en la que ejercía la docencia. De entre las obras aprobadas por el Papa Clemente V en una bula de 1309 para servir como textos de instrucción médica en Montpellier, destacan numerosos libros atribuidos a Galeno, como De Complexionibus, De Crisi et de Criticis Diebus, De Morbu et Accidenti, De Differentiis Febrium, De Ingenio Sanitatis, De Arte Curativa ad Glauconem, etc. En 1340, este canon de textos experimentó una revisión. En ella se añadieron otros textos galénicos como De Simplici Medicina y De Iuvamentis Membrorum99. A finales del siglo XIII, el Corpus Galenicum ocupa una posición central en las escuelas de medicina de Europa occidental. La labor de traducción efectuada por eruditos como Burgundio será continuada por autores como Pietro d’Abano, profesor de medicina en Padua, quien vivió entre la segunda mitad del siglo XIII y el primer tercio del XIV. Pietro d’Abano desconfiaba, a diferencia de Gerardo de Cremona, de las traducciones realizadas a partir de la versión árabe, dada la latente imprecisión terminológica100. D’Abano contribuyó a mejorar las traducciones disponibles del Corpus Galenicum, si bien las versiones de Niccolò da Reggio, calabrés del siglo XIV, alcanzarían una mayor difusión. Da Reggio, al servicio de los soberanos de la casa de Anjou, quienes habían mostrado interés en la obtención de manuscritos griegos en Italia, será enviado por Roberto de Francia al imperio bizantino para adquirir obras de Galeno. Allí recibirá, como obsequio del basileus Andronicus III, un elenco de escritos del célebre médico101. Lo cierto es que el auge de las traducciones y de las ediciones de las obras de Galeno constituye una vívida prueba de la honda veneración que la Baja Edad Media le rendía al sabio de Pérgamo. La labor de eruditos como Burgundio, D’Abano y Da Reggio fue determinante en la transmisión y en el enriquecimiento del Corpus Galenicum, al forjar un valioso caudal de textos médicos en lengua latina que impulsaron la docencia médica en las universidades. Sin embargo, el énfasis en la experimentación asumido por el propio Galeno de Pérgamo no reverdecería hasta el apogeo del Renacimiento. Con anterioridad, el cultivo de la ciencia (en concreto, de la medicina), se reducía en la práctica a comentar los grandes textos legados por el mundo clásico, pero rara vez se aventuraban los eruditos a investigar, esto es, a tratar de ensanchar los horizontes del conocimiento disponible. Con honrosas excepciones, el vigor «empírico» se hallaba ausente, y la palabra de los maestros más eminentes de la Antigüedad se sacralizaba como un dictado cuasi divino, cuyos fundamentos difícilmente se sometían a un juicio crítico. Con el Renacimiento germina un afán elogiable por retoñar el espíritu que había nutrido la 31
Antigüedad clásica en sus más genuinas raíces, en sus fuentes prístinas. Progresivamente se soslayaron las interpretaciones medievales y el cúmulo de tradiciones atesoradas, a fin de «interaccionar», de forma directa, con los textos y con las ideas. Paradigma por antonomasia del hombre renacentista y de su ansia descomedida de sabiduría universal y de belleza sublime es Leonardo da Vinci (1452-1519)102. En el terreno científico, otorgó una relevancia inusitada a la investigación experimental, rúbrica, en cierto modo, del ocaso inexorable que se cernía sobre el mundo medieval. Leonardo estudió empíricamente los ventrículos cerebrales. Para ello, vertió cera derretida en el cerebro de un buey y esperó a que solidificase. Así obtuvo un molde bastante logrado que le permitió realizar unos dibujos de extraordinaria precisión. A diferencia de Nemesio, Leonardo ubicó la percepción y la sensación en el ventrículo medio, no en los laterales, porque la mayoría de los nervios sensoriales convergen en el cerebro medio, y no halló una cavidad que correspondiese a un hipotético ventrículo frontal. Por desgracia, la comunidad científica sólo accedió a los trabajos de Leonardo mucho después de que el gran genio italiano los llevara a cabo, por lo que su influencia en el desarrollo de la ciencia en Europa fue más bien escasa103. Pero el énfasis renacentista en la observación directa de la naturaleza representa un eslabón esencial, y quizás el más importante, en la larga senda que conduciría al surgimiento de la ciencia moderna en los siglos XVI y XVII. 33 Cfr. C. G. Gross, A Hole in the Head. More Tales in the History of Neuroscience, 6. 34 En el Corpus Hippocraticum figura un tratado «Sobre las heridas en la cabeza». 35 El libro de Guanzhang, escrito en tiempos de la dinastía Ming (1368-1644), ha sido editado por M. Roberts, Three Kingdoms. 36 Roger de Parma lo recomienda en su Practica Chirurgiae, de 1170, y Robert Burton en su Anatomy of Melancholy, de 1652, para curar la enfermedad de la melancolía. En la historia del arte occidental, la trepanación como procedimiento para sanar ciertas patologías mentales se halla reflejada en cuadros como «La Extracción de la Piedra de la Locura», pintado hacia 1490 por El Bosco y conservado en el Museo del Prado y en obras de autores como Peter Bruegel, Jon Steen y Peter Huys. 37 Cfr. C. G. Gross, A Hole in the Head. More Tales in the History of Neuroscience, 16. 38 Cfr. J. H. Breasted, The Edwin Smith Surgical Papyrus. Sobre la importancia de este papiro para la historia de la neurociencia, cfr. S. Finger, Minds behind the Brain. A History of the Pioneers and their Discoveries, 10-15. 39 Cfr. J. Assmann, Tod und Jenseit im Alten Ägypten, Múnich, Beck, 2001, 35. 40 Cfr. C. G. Gross, A Hole in the Head. More Tales in the History of Neuroscience, 25. Por cuestiones de espacio no podemos detenernos a analizar la concepción del sistema nervioso en las antiguas civilizaciones de China y del subcontinente indio. Sobre la cultura china, y la influencia de categorías como equilibrio, armonía y la relación entre el macrocosmos y el microcosmos en su medicina tradicional, cfr. K. M. Lin, «Traditional Chinese medical beliefs and their relevance for mental illness and psychiatry», en A. Kleinman y T.-Y. Lin, Normal and Abnormal Behavior in Chinese Culture. Sobre la acupuntura china, cfr. G. Lu y J. Needham, Celestial Lancets: A History and Rationale of Acupuncture and Moxa. Por otra parte, el volumen sexto de la monumental Science and Civilisation in China, escrita por el científico y sinólogo británico Joseph Needham (1900-1995) junto con algunos colaboradores, se halla consagrado a la biología y a la tecnología biológica en la cultura china. Sobre las grandes tradiciones médicas del subcontinente indio, cfr. C. Leslie y A. Young (eds.), Paths to Asian Medical Knowledge, 127-255. 41 Para una introducción a la medicina en el mundo clásico, cfr. H. King y V. Dasen, La Médicine dans l’Antiquité Grecque et Romaine, Lausanna, Bibliothèque d’Histoire de la Médicine et de la Santé, 2008.
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42 Cfr. C. García Gual et al. (ed.), Tratados Hipocráticos, vol. I, 418-419, nota 23. 43 Cfr. C. García Gual et al. (ed.), Tratados Hipocráticos, vol. I, 419, nota 29. 44 Cfr. C. G. Gross, A Hole in the Head. More Tales in the History of Neuroscience, 26. Sobre Alcmaeón de Crotona, cfr. N. L. Cordero, F. J. Olivieri, E. La Croce y L. C. E. Lan, Los Filósofos Presocráticos, vol. I, 241261. 45 Sobre Hipócrates, cfr. P. Laín Entralgo, La Medicina Hipocrática; V. Nutton, Ancient Medicine, 53-102. 46 Cfr. L. I. Conrad, M. Neve, V. Nutton, R. Porter y A. Wear, The Western Medical Tradition, 21. 47 V. Nutton, Ancient Medicine, 23. 48 Para una panorámica sobre las aportaciones de la Grecia clásica a la comprensión científica del mundo, cfr. G. E. Lloyd, Early Greek Science: Thales to Aristotle. 49 En palabras de Max Weber, «Jener grosse religionsgeschichtliche Prozess der Entzauberung der Welt, welcher mit der altjüdischen Prophetie einsetzte und, im Verein mit dem hellenischen wissenschaftlichen Denken, alle magische Mittel der Heilssuche als Aberglaube und Frevel verwarf, fand hier [en el ascetismo calvinista] seinen Abschluss» (Gesammelte Aufsätze zur Religionssoziologie, vol. I, 94). Sobre la noción de «desencantamiento del mundo» en Weber, cfr. W. Schluchter, Die Entzauberung der Welt: sechs Studien zu Max Weber. 50 C. García Gual et al. (ed.), Tratados Hipocráticos, vol. I, 389. Sobre el «racionalismo» del tratado hipocrático, cfr. H. W. Nörenberg, Das Göttliche und die Natur in der Schrift «Über die heilige Krankheit»; H. Grensemann, Die hipokratische Schrift «Über die heilige Krankheit». 51 Para la historia del tratamiento de la epilepsia en la antigüedad, cfr. O. Temkin, The Falling Sickness. The History of the Epilepsy from the Greeks to the Beginnings of Modern Neurology, 3-84. 52 C. García Gual et al. (ed.), Tratados Hipocráticos, vol. I, 399. 53 Ob. cit., 415-416. 54 Ob. cit., 417. 55 Ibíd. 56 Sobre Diógenes de Apolonia, cfr. A. Laks, Diogène d’Apollonie. La dernière cosmologie présocratique. Para un examen de la filosofía de estos presocráticos, cfr. W. K. C. Guthrie, A History of Greek Philosophy, vol. I: «The earlier Presocratics and Pythagoreans»; A. A. Long (ed.), The Cambridge Companion to Early Greek Philosophy; R. Waterfield, The First Philosophers. 57 Cfr. V. Nutton, Ancient Medicine, 31. 58 Cfr. Fedón, 78d-81e, en P. de Azcárate (ed.), Obras Completas de Platón, vol. 5. Para una panorámica sobre el concepto de alma en Platón, cfr. F. Solmsen, «Plato and the concept of the soul (psyche): some historical perspectives», 355-367. 59 Esta identificación entre psyché y alma puede llevar en ocasiones, sin embargo, a confusiones. Cfr. M. R. Bennett y P. M. S. Hacker, History of Cognitive Neuroscience, 199-200. 60 Cfr. Aristóteles, De Anima, 412b, 6-7. 61 Sobre la psicología de Aristóteles, cuya exposición más completa la encontramos en su tratado De Anima, cfr. W. K. C. Guthrie, A History of Greek Philosophy, vol. VI, 277-330. En cualquier caso, nuestra afirmación sobre la mortalidad del alma en Aristóteles debería matizarse, porque la mayoría de los estudiosos coincide en que únicamente conservamos una pequeña parte de los textos atribuidos al gran sabio de Estagira. Sobre los denominados «escritos exotéricos» y sus concepciones metafísicas y psicológicas, cfr. Ll. Gerson, Aristotle and Other Platonists, 47-75. Además, la controvertida tesis del intelecto agente universal (De Anima, libro III, cap. 5) parece sugerir la existencia de un entendimiento incorruptible. 62 Cfr. C. G. Gross, A Hole in the Head. More Tales in the History of Neuroscience, 27. Cfr. también C. G. Gross, «Aristotle on the brain», 245-250. 63 Cfr. L. I. Conrad, M. Neve, V. Nutton, R. Porter y A. Wear, The Western Medical Tradition, 32. 64 Cfr. V. Nutton, Ancient Medicine, 132-133.
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65 Cfr. L. N. Magner, A History of the Life Sciences, 44. 66 L. I. Conrad, M. Neve, V. Nutton, R. Porter y A. Wear, The Western Medical Tradition, 33. 67 Sobre Herófilo, cfr. H. Von Staden, Hierophilus: the Art of Medicine in Early Alexandria; V. Nutton, Ancient Medicine, 132-133. 68 Cfr. L. I. Conrad, M. Neve, V. Nutton, R. Porter y A. Wear, The Western Medical Tradition, 35. 69 Sobre Galeno, cfr. C. Singer, Galen on Anatomical Procedures; J. Rocca, Galen on the Brain: Anatomical Knowledge and Physiological Speculation in the Second Century A.D.; V. Nutton, Ancient Medicine, 216-247. 70 Sobre las ideas de Vesalio en torno al cerebro, cfr. C. J. Singer, Vesalius on the Human Brain. 71 Cfr. infra. Cfr. también A Hole in the Head. More Tales in the History of Neuroscience, 46-47. 72 Cfr. L. I. Conrad, M. Neve, V. Nutton, R. Porter y A. Wear, The Western Medical Tradition, 58. 73 Cfr. ob. cit., 60. 74 Cfr. Procedimientos Anatómicos, libro IX, 1-5 (707-731). 75 Sobre la doctrina ventricular, cfr. C. D. Green, «Where did the ventricular localization of mental faculties come from?», 131-142. 76 Cfr. C. E. Quin, «The soul and the pneuma in the function of the nervous system after Galen», 393-395. 77 Cfr. W. Telfer, Cyril of Jerusalem and Nemesius of Emesa. 78 A History of the Life Sciences, 64. 79 Para una panorámica sobre los hitos intelectuales jalonados durante la edad de oro del Islam, remitimos a S. H. Nasr, Science and Civilization in Islam; S. H. Nasr (ed.), Islamic Science: An Illustrated History. 80 Cfr. J. Vernet, Lo que Europa Debe al Islam de España; G. Saliba, Islamic Science and the Making of the European Renaissance. 81 En el capítulo siguiente aludiremos a la figura de Ibn-an-Nafis, importante médico sirio del siglo XIII que se adelantó a Servet en el descubrimiento de la circulación pulmonar. 82 Sobre el influjo de la medicina islámica en Occidente, cfr. F. Sezgin (ed.), The Reception and Assimilation of Islamic Medicine in the Occident: Texts and Studies; H. Schipperges, Arabische Medizin im lateinischen Mittelalter. 83 Para una biografía de Avicena (Abu Ali Husain ibn Abudllah ibn Sina), remitimos a S. M. Afnan, Avicenna: His Life and Works. Para una introducción al pensamiento de Avicena, cfr. J. McGinnis, Avicenna. Sobre la psicología de Avicena, cfr. F. Rahman, Avicenna’s Psychology. Sobre la teoría ventricular, cfr. M. R. Bennett y P. M. S. Hacker, History of Cognitive Neuroscience, 199-206. 84 Cfr. H. A. Wolfson, «The internal senses in Latin, Arabic, and Hebrew philosophical texts», 69-133; P. Kärkkäinen, «Internal senses», en Encyclopaedia of Medieval Philosophy, 564-567. 85 Para un estudio sobre las aportaciones de Averroes a la medicina, cfr. E. Torre, Averroes y la Ciencia Médica. 86 No podemos detenernos a analizar la relación entre la racionalización del cosmos auspiciada por la filosofía griega y el espíritu de la ciencia moderna. A nuestro juicio, la recuperación renacentista de la genuina tradición griega, imposible sin la transmisión, cultivo y crítica ocasional de las obras de grandes pensadores griegos que promovieron los medievales (árabes, cristianos y judíos), yace como vínculo inextricable entre el logos griego y el método científico consolidado, para la física, en el siglo XVII. Remitimos al estudio clásico de L. Robin, La Pensée Grecque et les Origines de l’Esprit Scientifique. 87 En De Anima, libro III, cap. 5, figura un pasaje que ha desatado históricamente ríos de tinta y toda clase de especulaciones. En él, Aristóteles parece defender la existencia de un intelecto agente universal de visos incorruptibles, eternos, cuya cercanía con la filosofía platónica es fácil de apreciar: «Puesto que en la Naturaleza toda existe algo que es materia para cada género de entes —a saber, aquello que en potencia es todas las cosas pertenecientes a tal género— pero existe además otro principio, el causal y activo al que corresponde hacer todas las cosas —tal es la técnica respecto de la materia— también en el caso del alma han de darse necesariamente estas diferencias. Así pues, existe un intelecto que es capaz de llegar a ser todas las cosas y otro capaz de hacerlas
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todas; este último es a manera de una disposición habitual como, por ejemplo, la luz: también la luz hace en cierto modo de los colores en potencia colores en acto. Y tal intelecto es separable, sin mezcla e impasible, siendo como es acto por su propia entidad. Y es que siempre es más excelso el agente que el paciente, el principio que la materia. Por lo demás, la misma cosa son la ciencia en acto y su objeto. Desde el punto de vista de cada individuo la ciencia en potencia es anterior en cuanto al tiempo, pero desde el punto de vista del universo en general no es anterior ni siquiera en cuanto al tiempo: no ocurre, desde luego, que el intelecto intelija a veces y a veces deje de inteligir. Una vez separado es sólo aquello que en realidad es y únicamente esto es inmortal y eterno. Nosotros, sin embargo, no somos capaces de recordarlo, porque tal principio es impasible, mientras que el intelecto pasivo es corruptible y sin él nada intelige». 88 Sobre Avicena y Averroes en lo que concierne a las facultades intelectivas, cfr. H. A. Davidson, Alfarabi, Avicenna, and Averroes on intellect: their Cosmologies, Theories of the Active Intellect, and Theories of Human Intellect. 89 Cfr. J. A. Jiménez Mas, «En el sesquicentenario de Cajal: Averroes y el sistema nervioso», 568. 90 Cfr. N. G. Siraisi, Medieval and Early Renaissance Medicine. An Introduction to Knowledge and Practice, 13. Sobre la importancia de la educación médica en las universidades y, en especial, de la denominada «Escuela de Salerno», cfr. ob. cit., 48-77. Cfr. también A. Crombie, Augustine to Galileo. The History of Science A.D. 4001650, 19-43. 91 Cfr. L. I. Conrad, M. Neve, V. Nutton, R. Porter y A. Wear, The Western Medical Tradition, 177. 92 Cfr. A. Crombie, Grosseteste and Experimental Science. Además, es patente que los progresos reales producidos en tiempos de Grosseteste fueron más bien escasos, al menos en comparación con lo que habría de venir tras la revolución científica de los siglos XVI y XVII. 93 Cfr. A. Beccaria, I Codici di Medicina del Periodo Presalernitano. 94 Cfr. M.-Th. d’Alverny, La Transmission des Textes Philosophiques et Scientifiques au Moyen Age, 20-21. 95 Cfr. ob. cit., XIII, 23. 96 Cfr. R. Durling, «Lectiones Galenicae: Technè iatrikè», 56-57. 97 Cfr. M.-Th. d’Alverny, La Transmission des Textes Philosophiques et Scientifiques au Moyen Age, XIII, 24. 98 Para la edición de las obras de Arnau de Vilanova, cfr. L. García-Ballester, J. A. Paniagua y M. R. McVaugh (eds.), Arnaldi de Villanova Opera Medica Omnia, I-XVI. Sobre la figura de Arnau de Vilanova, cfr. J. A. Paniagua, Estudios y Notas sobre Arnau de Vilanova. 99 Cfr. M.-Th. d’Alverny, La Transmission des Textes Philosophiques et Scientifiques au Moyen Age, XIII, 2728. 100 Cfr. S. Ferrari, «Translations of works of Galen from Greek by Peter of Abano», 649-653. 101 Cfr. M.-Th. d’Alverny, La Transmission des Textes Philosophiques et Scientifiques au Moyen Age, XIII, 43. 102 Sobre las investigaciones científicas de Leonardo da Vinci, cfr. A. Crombie, Agustine to Galileo. The History of Science A.D. 400-1650, 278-280. 103 Sobre las contribuciones de Leonardo da Vinci a la neurociencia, cfr. C. G. Gross, «Leonardo da Vinci on the brain and eye», 347-354; J. Peusner, «Leonardo da Vinci’s contributions to neuroscience», 217-220.
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Capítulo 2
El nacimiento de la medicina moderna 2.1. La revolución científica de los siglos xvi y xvii y sus repercusiones en la biología La segunda gran etapa vendría protagonizada por el nacimiento de la anatomía moderna, gracias, en gran medida, al trabajo del belga Andrea Vesalio (1514-1564). Vesalio publicó De Humani Corporis Fabrica en 1543, libro sazonado con una serie de brillantes ilustraciones (quizá elaboradas por el artista John Stephen de Calcar) que añadían una excepcional viveza a las descripciones de este médico bruselense104. Vesalio es el primer autor que lleva a cabo una crítica sistemática, no puntual, de las tesis de Galeno. Cuestionó el principio de autoridad, omnipresente en la vida intelectual de la Edad Media, entregada a la veneración de la ciencia y de la filosofía clásicas, y abogó por la práctica de disecciones105. En el caso del estudio del sistema nervioso, la obra de Vesalio culmina en el trabajo del inglés, profesor en la Universidad de Oxford, Thomas Willis (1621-1675) Cerebri Anatome cui Accesit Nervorum Descriptio et Usus (1664), cuyas investigaciones discurren en paralelo al surgimiento de la ciencia moderna y a la revalorización del trabajo experimental, frente al argumento de autoridad, en el estudio científico de la naturaleza. Así, entre los siglos XVI y XVII, la ciencia médica aristotélico-galénica, repleta de conceptos «metafísicos» (como los de formas sustanciales, causas teleológicas, etc.) no sujetos a una adecuada metodología de contraste experimental, fue sustituida progresivamente por un enfoque mecánico y químico, centrado en el análisis de los procesos que tenían lugar en el seno del organismo de un modo no especulativo, sino empírico. Esta visión mecanicista que, como veremos, se consagra filosóficamente con la obra de Descartes, y subyace al acercamiento de autores como Galileo y Newton al estudio del universo físico, se trató de extender desde muy pronto al ámbito de la biología. Giovanni Alfonso Borelli (1608-1678), discípulo de Galileo, en De Motu Animalium (1680-1681) se afanó en aplicar análisis matemáticos al estudio de la acción de los músculos106. Sin embargo, el afianzamiento de la biología como disciplina científica de pleno derecho, partícipe, por tanto, de la misma revolución que gracias a Copérnico, Kepler, Galileo y Newton había instalado la física y la astronomía en la senda del método científico y de la visión científica del mundo, sólo ocurriría siglos más tarde107. ¿Por qué no se produjo una «revolución científica» en la biología parangonable con la que aconteció en el ámbito de las ciencias físicas en el siglo XVI? ¿Por qué el desarrollo de las ciencias de la vida adoptó tanta irregularidad, y no alcanzó la necesaria madurez hasta bien entrado el siglo XIX, con la formulación de la teoría celular, el descubrimiento de la evolución de las especies y el esclarecimiento de los mecanismos genéticos?108. 36
Varios factores influyen en este hecho. En primer lugar, si la física y la astronomía se beneficiaron del desarrollo, a principios del siglo XVII, de instrumentos de observación como el telescopio, hemos de tener en cuenta que el microscopio óptico no empezó a utilizarse hasta décadas más tarde. El holandés Anton van Leewenhoek (1632-1723) fue el primero, en torno a 1670, en utilizarlo como herramienta de observación científica (hazaña que inauguraba la microbiología)109, y sólo a finales del siglo XVII y principios del XVIII comenzó a emplearse de manera sistemática en la investigación. Más relevante aún, dos disciplinas fundamentales para el progreso de la biología, como lo son la química y la geología, no alcanzaron la necesaria madurez hasta finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Nos detendremos, de forma imperiosamente breve, en la exposición de los hitos más destacados que propiciaron la consolidación de la química como ciencia, porque esta rama del saber se revelaría fundamental para el estudio de la fisiología del cerebro, especialmente a lo largo del siglo XX. La separación nítida de la química como ciencia con respecto a la alquimia sólo despunta a finales del siglo XVII y comienzos del XVIII110. Robert Boyle (1627-1691) efectuó una serie de importantes experimentos, acompañados de reflexiones teóricas de no menor calado, que contribuyeron a establecer que el fuego, frente a la suposición clásica heredada de la cultura griega, no constituía un elemento fundamental de la naturaleza, sino que representaba un proceso. La teoría de los cuatro elementos empezaba, de este modo, a someterse a un estricto cuestionamiento que a la larga conduciría a la hipótesis atómica. En The Sceptical Chymist, de 1661, Boyle hizo patente su alejamiento de las prácticas de la alquimia y la necesidad de implantar una metodología empírica rigurosa en el campo antaño reservado para ella. Johann Joachim Becher (1635-c. 1685) y Georg Ernst Stahl (1660-1734) propusieron la «teoría del flogisto». Según ella, todo combustible contenía un principio inflamable, subyacente también a la luz y al fuego. El flogisto poseería un «peso negativo»: al perderse durante la calcinación, la ceniza metálica ganaba masa. Esta teoría, que hoy se nos antoja tan disparatada, imperó hasta finales del siglo XVIII, y ralentizó notablemente el progreso en el entendimiento químico de la materia. De hecho, eminentes químicos como Étienne François Geoffroy (1672-1731) y Pierre Joseph Macquer (1718-1784) la adoptaron. Sin embargo, la senda hacia la consolidación de la visión científica del mundo también en el ámbito de la química era ya inexorable. Los trabajos de autores como Joseph Black (1718-1784), Joseph Priestly (1733-1804) y Henry Cavendish (1731-1810) en el Reino Unido vertieron luz sobre la naturaleza de los cuatro elementos clásicos y, aun apegados todavía a la teoría del flogisto, abrieron una vía de investigación que llevaría al establecimiento de la moderna ciencia química. Antoint Laurent de Lavoisier (1743-1794) proporcionó evidencias irrefutables que obligaban a desechar la teoría del flogisto. Esclareció la composición del aire y del agua, y demostró que procesos como los de combustión, calcinación y respiración implicaban intercambios de partes ponderadas de oxígeno (que él denominaba «air vital»). Priestly había distinguido ya diferentes tipos de aire: el aire fijo (nuestro dióxido de carbono), el aire inflamable (nuestro hidrógeno), el aire flogístico (nuestro nitrógeno), el 37
aire nitroso (nuestro óxido de dinitrógeno), el aire ácido o marino (nuestro ácido clorhídrico gaseoso), el aire deflogistizado (nuestro oxígeno), etc. Por esta razón, el aire no podía considerarse, como en la cultura griega, un elemento stricto sensu. Pero tanto Priestly como su contemporáneo Cavendish, célebre también por sus aportaciones a la física y a la medición de la constante universal de gravitación, creían todavía en la existencia de una sustancia denominada «flogisto». Cavendish, sin embargo, probó que de la reacción entre aire inflamable (nuestro hidrógeno) y aire deflogistizado (nuestro oxígeno) se formaba agua. Fue Lavoisier quien, en «Mémoire sur l’existence de l’air dans l’acide nitreux, et sur les moyens de décomposer et recomposer cet acide», presentada en la Académie des Sciences de París en 1776 y publicada en 1779, expuso que el aire constituía en realidad una mezcla de «aire vital» y «aire nitroso». Como Lavoisier pensaba que todo ácido contenía la parte más pura del aire (el aire vital), convino en denominarlo «príncipe acidifiant» y, basado en la terminología griega, «príncipe oxigine», el aire respirable que los químicos precedentes habían vinculado al aire deflogistizado111. Lavoisier estudió también la composición del agua, y demostró que la razón entre los volúmenes de aire inflamable (nuestro hidrógeno) y aire vital (nuestro oxígeno) era de prácticamente 2 a 1. Llamó «hydrogène» al principio generador del agua112. La gran efervescencia del cultivo de las ciencias químicas en la Francia de época revolucionaria discurrió pareja a la obra de importantes científicos en Gran Bretaña. John Dalton (1766-1844) formuló su teoría atómica poco después, a comienzos del siglo XIX, de la que editó una versión elaborada en su obra A New System of Chemical Philosophy, de 1808. El desarrollo de la química propició la aplicación de un enfoque puramente reduccionista al estudio de la materia orgánica, también de la viva. Este impulso contribuyó, de modo progresivo, a desterrar nociones como la de «principio vital», que postulaba la existencia de una «fuerza» exclusiva de la vida, cuyo poder la escindiría abruptamente del mero proceder físicoquímico de la materia inanimada. Esta clase de aproximaciones parecían recluir los sistemas vivos a una arcana esfera ajena al alcance del método científico. El vitalismo de la filosofía antigua, que atribuía a la vida un principio formal y eficiente distinto del imperante sobre la materia inanimada, había entrado ya en una profunda crisis con el advenimiento de la revolución científica y con el triunfo del paradigma mecanicista de autores como Descartes o Borelli. Sin embargo, la física y la química de la época eran aún incapaces de explicar determinadas funciones características de los vivientes, lo que proporcionaba a los partidarios del vitalismo un valioso asidero al que aferrarse para defender que la materia animada se hallaba regida por un principio cualitativamente distinto del que prevalecía en los seres inanimados. En 1774, Friedrich Medicus acuñó el término «Lebenskraft» («fuerza vital») para referirse a ese principio sustancial, de índole eficiente, que separaría la esfera de la vida del ámbito de la materia inerte. A su juicio, procesos vitales inconscientes, como la digestión y la respiración, no podían explicarse químicamente, sino que emergían como resultado de esa Lebenskraft. En 1796, Johannes Riel hipotetizó sobre la existencia de cinco tipos de 38
fuerza: la física, la vital, la vegetativa, la animal y la facultad de raciocinio. Se pensaba que la composición de plantas y de animales era distinta, tesis confutada, décadas más tarde, por los trabajos de Schwann y Schleiden sobre la célula como unidad estructural y funcional de todos los vivientes. El desarrollo de la química mostró que la respiración consistía en un proceso análogo al de la combustión, y que, por tanto, su examen científico no precisaba de la apelación a un «principio vital». Un desafío importante para el vitalismo fue la síntesis de la urea por Friedrich Wöhler en 1828. La ciencia era capaz de producir materia orgánica a partir de sustancias inorgánicas. Se iniciaba, de hecho, la fecunda rama de la retrosíntesis química, que cosecharía logros tan fértiles en las décadas venideras113. Como señala Hunter, los avances que tuvieron lugar desde el trabajo de Lavoisier, cuyos frutos condujeron a la paulatina implantación del análisis químico en las ciencias biológicas, pueden contemplarse como «una rebelión del racionalismo científico contra el vitalismo»114. El éxito de la perspectiva química en la biología coronaría una importante cúspide con la elucidación de la estructura del ADN en 1953 y con la demostración de que en ella residía la clave del almacenamiento y de la transmisión de la información genética. Desde entonces, parecía fuera de toda duda que los sistemas vivos operaban basados en las mismas leyes físicas y químicas que rigen el funcionamiento de la materia inanimada. De este modo, planteamientos vitalistas como el que todavía asumía Hans Driesch (1867-1941) a finales del siglo XIX, y cuyos ecos resonaban aún en el primer tercio del siglo XX, se abandonaron en el terreno de la biología, para resucitar, si acaso, en determinadas propuestas filosóficas115. En el caso de la geología, rama esencial para poner de relieve que la Tierra era mucho más antigua de lo que la humanidad había creído hasta entonces, y cuyos resultados allanarían la senda para la teoría de la evolución de las especies vivas hubo que esperar hasta el siglo XIX para ver madurar algunos de sus éxitos más notables. Sir Charles Lyell (1797-1875) publicó los tres volúmenes de sus Principles of Geology, que incrementaban considerablemente la edad de la Tierra con respecto a lo que se había barajado hasta el momento, entre 1830 y 1833. La obra de Darwin, y en especial On the Origin of Species by Means of Natural Selection, de 1859, no se comprende sin la influencia profunda ejercida por Lyell, de quien fue amigo personal. Por otra parte, la teoría celular no se enunció con precisión hasta los trabajos de Schwann, Schleiden y Virchow a mediados del siglo XIX, y la genética, si bien iniciada por Gregor Mendel con sus experimentos clásicos con guisantes (cuyos resultados fueron publicados en un artículo, «acta fundacional» de esta ciencia, que llevaba por título «Versuche über Pflanzen Hybriden», de 1866)116, sólo adquirió auge a finales del siglo XIX y comienzos del XX, cuando el trabajo de Mendel fue redescubierto por Hugo de Vries (1848-1935), Carl Correns (1864-1933) y Erich von Tschermak (1871-1962). Lo cierto es que sin el auxilio de la química, y sin el marco proporcionado por la teoría de la evolución y por las leyes fundamentales de la genética, la biología celular y la molecular no habrían podido avanzar tanto como lo han hecho a lo largo del pasado 39
siglo. Si la física clásica podía prescindir, hasta cierto punto, de indagar con precisión en la naturaleza de los entes materiales cuyas interacciones dinámicas estudiaba, en la biología no es posible obviar la composición química del objeto de estudio, pero para penetrar en ella adecuadamente era necesario que la química se hubiese consolidado como ciencia. Por otra parte, el desarrollo de la astronomía y de la física en tiempos de la revolución científica se halla estrechamente ligado al auge del mecanicismo (Descartes, Galileo, Newton...), en contraposición al hilemorfismo y a la teleología de la filosofía de Aristóteles y de la escolástica medieval. Ese esquema mecanicista, pese a haber resultado de gran provecho para el progreso de la ciencia, presenta el peligro de no prestar la suficiente atención al organismo como un todo, y de examinar los procesos biológicos sin tener en cuenta la decisiva importancia del factor «tiempo», esto es, de la dinámica macro y microevolutiva que conduce hasta un determinado estado. La física clásica, con la idea de un universo estático y de un espacio y un tiempo absolutos, podía prescindir del análisis del elemento «evolutivo» en el cosmos (al menos así ocurrió hasta principios del siglo XX), pero mientras la biología soslayase este aspecto, no discerniría un marco de comprensión adecuado para la vida. Gracias al trabajo de Carl von Linné (1707-1778), autor del célebre Systema Naturae (1735)117, en cuyas sucesivas ediciones estableció un sistema de nomenclatura para las especies vivas, los naturalistas de finales del siglo XVIII y de principios del XIX gozaron de un «mapa» exhaustivo de los distintos reinos de la vida. Faltaba identificar el vínculo que los ligaba mutuamente a todos ellos, nexo que Charles Darwin (con precedentes ilustres, como los de su abuelo Erasmus Darwin (1731-1802)118 y JeanBaptiste Lamarck (1744-1829)119 encontraría en el factor «tiempo», esto es, en la historia natural de la vida, cuyo itinerario ha propiciado que unas especies surjan a partir de otras. La relevancia de lo «evolutivo», de la progresiva transformación de unos seres en otros, obliga a romper, de algún modo, con un esquema estaticista que no indague en la generación del sistema estudiado. La física puede omitir abordar cómo los distintos objetos han adquirido la estructura que ahora poseen y centrarse en el análisis de sus interacciones respectivas120, pero la biología, si busca una comprensión cabal de su objeto, ha de lograr un entendimiento lo más completo posible no sólo de los procesos internos y externos que concurren en el viviente en cuestión, sino también del desarrollo, a nivel de la especie y del individuo, que ha llevado hasta la situación alcanzada. El racionalismo cartesiano contemplaba en las matemáticas, y en su aplicación al examen de la naturaleza, el paradigma de conocimiento certero121. Disciplinas como la historia eran «expulsadas» de ese angosto espacio de cientificidad. La filosofía de Kant, epítome del espíritu de la Aufklärung, toma como paradigmas de conocimiento cierto y universal las matemáticas y la física, en la línea de Descartes. En cualquier caso, en su pensamiento también hay espacio para una honda reflexión sobre la historia, como no podía ser de otra manera en un hombre de la Ilustración, preocupado por el crecimiento 40
ético de la humanidad122. Sólo a finales del siglo XVIII y principios del XIX emerge una conciencia nítida de la importancia de la historia, y se inicia una tentativa de incluir su estudio dentro del marco de la ciencia, lo que apremiará, al menos en la epistemología de cuño germánico, a efectuar una distinción entre las Naturwissenschaften y las Geisteswissenschaften123. Sin embargo, este movimiento intelectual hacia lo histórico, hacia el elemento «tiempo» como clave en la comprensión de la naturaleza y de la humanidad, no nos interpela sólo porque propicie, en el siglo XIX, el auge de la historia, tanto a nivel «historiográfico» (con figuras tan insignes como Leopold von Ranke — 1795-1886— y Theodor Mommsen —1817-1903—)124 como en una escala propiamente filosófica125, sino también por su incidencia potencial en las ciencias biológicas, al incentivar el cultivo de la historia natural y de una perspectiva «evolucionista» en la exploración de la vida. Lógicamente, no podemos esclarecer qué causa fue más determinante en la consolidación de la biología como ciencia, y en qué medida se entrelazan los distintos factores mencionados; menos aún excluir otros o proporcionar pruebas directas (en el sentido de explicaciones en términos de causas y efectos) que justifiquen el influjo específico de cada elemento. Pero incluso a nivel puramente intuitivo, resulta comprensible lo que la propia facticidad histórica nos muestra: el hecho de que la biología, a diferencia de la física, no se afianzara como disciplina científica hasta prácticamente el siglo XIX. En cualquier caso, lo anteriormente dicho no puede hacernos olvidar que el siglo XVI, en paralelo a la revolución científica que afectó a la física, a la astronomía y a las matemáticas (sobre todo gracias al descubrimiento de la geometría analítica y del cálculo infinitesimal)126, fue también testigo de una serie de avances fundamentales en el plano de la medicina y del estudio de los seres vivos. De hecho, en el ocaso del Renacimiento y en la temprana modernidad se produjo en Europa una auténtica eclosión en las investigaciones científicas sobre el cuerpo humano. El español Miguel Servet (15111553) describe, en su obra Christianismi Restitutio, la circulación pulmonar. El médico sirio Ibn-an-Nafis, en su Comentario sobre la Anatomía del «Canon» de Avicena, de 1210, había contradicho a Galeno al comprobar que la separación entre los ventrículos derecho e izquierdo carecía de poros (por lo que la sangre, para trasladarse del ventrículo derecho al izquierdo, debía pasar primero a través de los pulmones), pero sus trabajos permanecieron desconocidos para los eruditos europeos127. En su Christianismi Restitutio, Servet postuló la existencia (de resonancias platónicas) de tres espíritus: el natural, cuya sede residiría en el hígado; el vital, ubicado en el corazón, que se difundiría por las arterias; finalmente, el alma-espíritu, que se encontraría en el cerebro y en los nervios. El interés que lo impulsó a escribir su obra era estrictamente teológico: quería mostrar cómo el Espíritu Santo penetra en el cuerpo humano128. La delimitación entre lo teológico, lo filosófico y lo científico no se superaría, de hecho, hasta el advenimiento de la Ilustración, en el siglo XVIII. Todavía 41
en el siglo XVII, Kepler enuncia algunas de sus leyes científicas más importantes en el contexto de una obra que mezcla elementos esotéricos, teológicos y filosóficos, como sucede con su libro Harmonices Mundi (1619)129. Sir Isaac Newton consagró la mayor parte de su producción escrita a cuestiones de índole alquímica y esotérica130. Incluso Galileo pudo verse influido por nociones de estética filosófica y teológica en su rechazo a atribuir a la Luna el papel determinante en el control de las mareas y a mencionar las leyes de Kepler, en especial la de las órbitas elípticas, en su Dialogo sopra i Due Maximi Sistemi del Mondo (publicado en Florencia en 1632)131. Parece que se mantuvo fiel a la concepción platónica y aristotélica, óptica que atribuía al círculo una perfección de la que carecían el resto de figuras geométricas. En la incipiente ciencia moderna era casi inevitable la convergencia de categorías procedentes de disciplinas precientíficas como la alquimia, la astrología o la numerología, que sólo el crisol insobornable de una adecuada metodología de investigación depuraría paulatinamente. Servet, mártir de la libertad de pensamiento en la incipiente Europa moderna, fue quemado en la hoguera en Ginebra por Calvino a causa de sus ideas teológicas heterodoxas sobre, entre otras cuestiones, el dogma de la Santísima Trinidad. Fue William Harvey (1578-1657), médico del rey Jacobo I de Inglaterra, quien proporcionó la primera descripción completa del sistema de doble circulación de la sangre en su libro Exercitatio Anatomica de Motu Cordis et Sanguinis in Animalibus. 2.2. René Descartes y Thomas Willis En el terreno filosófico, el siglo XVII asiste al nacimiento de la filosofía moderna, centrada no sólo en la comprensión del mundo exterior, sino también en el esclarecimiento de cómo puede el sujeto humano adquirir conocimiento con certeza. René Descartes (1596-1650), para muchos el padre de la filosofía moderna132, renueva el dualismo platónico con su célebre distinción entre la res cogitans y la res extensa, que habría de influir decididamente en el debate sobre la relación entre la mente y el cerebro. La mente y el cuerpo, sustancias separadas, dotadas de individualidad, contactarían, sin embargo, en la glándula pineal, órgano situado en el centro del cerebro y compartido por ambos hemisferios. En ella convergerían las distintas sensaciones para, dirigidas por la sustancia pensante, alumbrar una percepción133. La glándula pineal asume, por así decirlo, el papel unificador que la medicina clásica atribuía al sensus communis134, como respuesta al problema de la integración de la información aportada por los distintos sentidos en una representación unitaria (dificultad que la neurociencia contemporánea conoce como «binding problem»). Para Descartes, y a diferencia de Aristóteles, el alma no es el principio de vida, sino sólo del pensamiento o de la conciencia (que él toma como nociones prácticamente sinonímicas). La racionalidad por antonomasia es, para el filósofo francés, la autoconciencia, y el pensamiento estriba en «todo aquello de lo que somos conscientes que ocurra en nuestro 42
interior, en tanto tenemos conciencia de ello» (Principia Philosophiae, de 1644). Hemos de tener en cuenta, por otra parte, que para Descartes lo problemático no es la existencia de la mente como sustancia que goce de autonomía con respecto a la materia, sino la existencia del cuerpo, porque, en virtud de la imposibilidad de dudar del hecho de que pienso (el célebre cogito, ergo sum), lo que deviene cuestionable es la existencia de un mundo exterior a mí. De ahí los denodados intentos del racionalismo por demostrar la existencia del universo físico, tentativas infructuosas cuya falta de éxito, como escribe Kant en el prefacio a la segunda edición de su Crítica de la Razón Pura, constituía un auténtico «escándalo». Para Descartes, la esencia de la mente es el pensamiento (res cogitans), mientras que la de la materia es la extensión (res extensa). La vida se reduce a un puro mecanismo, y los animales se asemejan a autómatas, carentes de un principio de verdadera autonomía por estar desprovistos de conciencia135. Si bien Descartes realizó notables contribuciones a la matemática y a la óptica, y desempeñó un papel fundamental en la génesis de la ciencia moderna, sus ideas neurofisiológicas fundamentales, en particular el papel que le atribuía a la glándula pineal, se han demostrado erróneas. Sin embargo, su concepción mecanicista del cuerpo ha sido rehabilitada por la moderna electrofisiología del sistema nervioso136. Subyace a esta aproximación el postulado de que las funciones encefálicas, incluso las más complejas, pueden explicarse mediante interacciones de naturaleza fisicoquímica, como la transmisión del potencial de acción en el seno de la neurona y su transducción sináptica. Al escindir severamente el universo de la res extensa del mundo de la res cogitans, Descartes habría proporcionado un fundamento teórico para el estudio puramente naturalista del orbe físico, al impedir que se «infiltraran» razonamientos de carácter filosófico o teológico, ahora recluidos al ámbito de la autoconciencia pensante del ser humano. El dualismo cartesiano habría favorecido esa intelección mecanicista y reduccionista de la naturaleza que tantos éxitos nos ha deparado en la comprensión del cosmos en los últimos siglos137. No resulta exagerado, por tanto, sostener que los enfoques reduccionistas operan, aun implícitamente, con un paradigma cartesiano en lo que respecta a la concepción del viviente como un mecanismo138. Descartes se percató también, en su tratado L’Homme (cuya edición latina llevaba por título De Homine Figuris et Latinitate Donatus a Florentio Schuyl), de un hecho de suma importancia para la neurociencia: la existencia de movimientos involuntarios139. Incluso atisbó la idea de actos motores excitadores e inhibidores. Precisamente en virtud de ellos sería posible el automatismo de los seres vivos, aunque carezcan de una mente, esto es, de pensamiento consciente. Descartes, quien no se atrevió a publicar L’Homme en vida por miedo a sufrir una condena de la autoridad eclesiástica similar a la decretada contra Galileo (el texto apareció, póstumamente, en Leiden en 1662), fue también uno de los primeros científicos en apoyar claramente las teorías de Harvey sobre la circulación de la sangre140. 43
Thomas Willis, por su parte, ostenta el mérito de haber comenzado a ubicar las funciones psicológicas no en los ventrículos cerebrales, sino en el córtex. Todavía Vesalio, pese a mostrarse enormemente crítico con la medicina clásica por la ausencia de base experimental para muchas de sus afirmaciones, abogaba por la teoría de los ventrículos cerebrales, y explicaba la generación del «pneuma psíquico» mediante la suposición de que en dichas cavidades el aire inhalado se mezclaba con el pneuma vital del corazón, lo que desembocaba en un pneuma psíquico que, desde el cerebro, se transmitiría a los órganos sensoriales y motores. Willis, por el contrario, identificó el córtex cerebral como la región sobre la que se asentarían las facultades cognitivas superiores. Según él, las señales sensoriales llegarían al cuerpo estriado, donde se ubicaría el sentido común, para convertirse en percepciones y en imaginación en el cuerpo calloso (la sustancia blanca), y luego almacenarse en el córtex como memorias. Willis asoció, además, el córtex al movimiento voluntario, y el cerebelo al involuntario. En su Cerebri Anatome, estableció algunas de las categorías fundamentales del análisis científico del sistema nervioso, al distinguir entre los sistemas central, periférico y autónomo. En De Anima Brutorum Quae Hominis Vitalis ac Sensitiva Est (1672) se embarcó en el estudio comparativo de distintos sistemas nerviosos. Willis también describió patologías relacionadas con el sistema nervioso como la myasthenia gravis141. Willis sigue a Descartes en lo referente a la caracterización de la sensación y de la percepción animales como propiedades puramente biomecánicas, esto es, como actos motores reflejos, al observar, por ejemplo, que algunos animales, incluso después de haber sido decapitados, se mueven y saltan (como en el caso de las serpientes)142. El alma racional, para Willis, percibe representaciones porque en el cuerpo calloso existe una especie de «pantalla interna» o «cámara oscura», a modo de proyector. La percepción consciente, la memoria y la volición serían funciones vinculadas al córtex cerebral. El alma racional, inmaterial e inmortal (como ya lo había establecido Descartes, muy cercano, en este punto, a la concepción griega y medieval), interactuaría con el cuerpo a través del córtex, pero Willis no ofrece una solución al problema de cómo se produce exactamente dicha unión143. Un ilustre contemporáneo de Willis, el anatomista danés Nicolaus Steno, aunque alaba la obra Cerebri Anatome del profesor oxoniense, critica, por excesivamente especulativas, las hipótesis de Willis sobre la localización de operaciones psicológicas como el sentido común en el cuerpo estriado, la imaginación en el cuerpo calloso y la memoria en la sustancia cortical144. Steno, uno de los pioneros más destacados de la geología y el descubridor de la glándula parótida, compaginó su labor investigadora con el ejercicio del ministerio episcopal en los países nórdicos. Fue beatificado por la Iglesia Católica en 1988. 104 Cfr. L. I. Conrad, M. Neve, V. Nutton, R. Porter y A. Wear, The Western Medical Tradition, 275. Sobre la historia de la neurociencia a la luz del arte, cfr. C. G. Gross, A Hole in the Head. More Tales in the History of Neuroscience, 117-129 (con especial atención a la pintura flamenca) y 161-177 (a propósito de algunos cuadros de Rembrandt). Para un estudio más extenso, cfr. E. Clarke y K. E. Dewhurst, An Illustrated History of Brain Function.
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105 Sobre Vesalio, cfr. ob. cit., 273-279. 106 Sobre Borelli como astrónomo y matemático, cfr. A. Koyré, The Astronomical Revolution, 467-513. Sobre las tenativas iniciales de aplicación del modelo físico-matemático al estudio de la medicina, cfr. E. Balaguer Perigüell, La Introducción del Modelo Físico-Matemático en la Medicina Moderna: Análisis de la Obra de G. A. Borelli (1608-1679) «De Motu Animalium». 107 Sobre el papel de las investigaciones biológicas en la revolución científica, cfr. A. Rupert Hall, La Revolución Científica. 1500-1750, 222-263. 108 De hecho, para Ernst Mayr lo que más se asemeja a una «revolución científica» en la biología sería la eclosión de avances que tuvo lugar a mediados del siglo XIX. Cfr. E. Mayr, The Growth of Biological Thought, 127. 109 Sobre la figura de Anton van Leewenhoek y su importancia en el desarrollo de las ciencias de la vida, cfr. B. J. Ford, The Leeuwenhoek Legacy. Sobre la importancia del microscopio y de las técnicas histológicas en el progreso de la biología, cfr. S. Finger, Minds behind the Brain. A History of the Pioneers and their Discoveries, 198-201. 110 Para una historia de la química, cfr. J. R. Partington, A History of Chemistry. 111 Cfr. D. B. Tower, Brain Chemistry and the French Connection (1791-1841). An Account of the Chemical Analyses of the Human Brain by Thouret (1791), Fourcroy (1793), Vauquelin (1811), Couerbe (1834), and Frémy (1841), 9. 112 Cfr. ibíd. 113 Cfr. G. K. Hunter, Vital Forces. The Discovery of the Molecular Basis of Life, 54-58. 114 Ob. cit., 343. 115 Sobre el vitalismo, cfr. P. Nouvel (ed.), Repenser le Vitalisme: Histoire et Philosophie du Vitalisme. Una de las obras centrales de Driesch es Analytische Theorie der organischen Entwicklung, de 1894. 116 Para una introducción a las aportaciones de Mendel a la ciencia, cfr. G. K. Hunter, Vital Forces. The Discovery of the Molecular Basis of Life, 123-136. Para una biografía de este gran genetista, cfr. H. Iltis, Life of Mendel; J. Sajner (ed.), Johann Gregor Mendel: Leben und Werk; S. Mawer, Gregor Mendel: Planting the Seeds of Genetics. Sobre el impacto de las ideas de Mendel en la concepción científica del mundo, cfr. P. J. Bowler, The Mendelian Revolution: the Emergence of Hereditarian Concepts in Modern Science and Society. 117 Cfr. Caroli Linnaei Systema Naturae, sive, Regna Tria Naturae Systematice Proposita per Classes, Ordines, Genera & Species, de 1735. 118 Erasmus Darwin escribió Zoonomia, or the Laws of Organic Life. En esta obra (publicada originalmente en Dublín en 1794) se vislumbra un incipiente paradigma evolucionista, especialmente en el capítulo sobre la generación, donde leemos: «Would it be too bold to imagine, that in the great length of time, since the earth began to exist, perhaps millions of ages before the commencement of the history of mankind, would it be too bold to imagine, that all warm-blooded animals have arisen from one living filament, which the great first cause endued with animality, with the power of acquiring new parts, attended with new propensities, directed by irritations, sensations, volitions, and associations; and thus possessing the faculty of continuing to improve by its own inherent activity, and of delivering down those improvements by generation to its posterity, world without end!» (ob. cit., 397). 119 Aunque Lamarck no postulara la teoría de selección natural, su hipótesis de la herencia de los caracteres adquiridos proponía un mecanismo para explicar la evolución de unas especies hacia otras, por lo que se inscribe dentro de un paradigma evolucionista que incorpora a la biología la perspectiva de la historia natural, frente a cualquier modelo estaticista. Lamarck publicó su Philosophie Zoologique, ou Exposition des Considérations Relative à l’Histoire Naturelle des Animaux en París en 1809. Cfr. A. Barahona, E. Suárez y S. Martínez (eds.), Filosofía e Historia de la Biología, 107-132. 120 El desarrollo de la cosmología nos obliga a matizar esta afirmación, pues pone de manifiesto cómo se ha constituido la materia desde una hipotética explosión inicial o Big Bang. Sin embargo, y a la hora de estudiar la estructura y las leyes de la materia, la física puede prescindir de su «evolución» sin que esta opción metodológica conlleve una pérdida de perspectiva tan severa como en el caso de las ciencias biológicas. 121 Epítome de esta actitud es el Discurso del Método de Descartes, de 1637.
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122 Cfr. prólogo a la segunda edición de la Crítica de la Razón Pura. La filosofía kantiana de la historia se condensa en ensayos como Idea para una Historia Universal en Clave Cosmopolita (de 1784) y Sobre La Paz Perpetua (1795). 123 Esta distinción será sistematizada por Dilthey en Einleitung in die Geisteswissenschaften: Versuch einer Grundlegung für das Studium der Gesellschaft und der Geschichte, de 1883. 124 Cfr. P. Koslowski (ed.), The Discovery of Historicity in German Idealism and Historism. 125 El máximo exponente del intento de introducir la historia en la dinámica de la razón es la filosofía de Hegel, para quien la historia es la manifestación del despliegue del espíritu universal, y en ella resplandece la razón: «la historia universal se desenvuelve en el terreno del espíritu» (Lecciones sobre Filosofía de la Historia Universal, 60), y «el único pensamiento que aporta (la filosofía) es el simple pensamiento de la razón, de que la razón rige el mundo y de que, por tanto, también la historia universal ha transcurrido racionalmente» (ob. cit., 43). El a priori de la razón prima sobre la facticidad de la historia, y es posible, de alguna manera, «deducir» el contenido de la historia mediante el análisis de la idea, para mostrar que el decurso de los tiempos sólo puede responder a la progresiva adquisición de una mayor conciencia de sí mismo por parte del espíritu. La identidad del espíritu consigo mismo se da precisamente en el devenir, en el proceso, en la historia del espíritu en busca de sí mismo como espíritu absoluto. 126 Para un estudio sobre el desarrollo de las matemáticas en el siglo XVII, cfr. los capítulos finales de M. Kline, El Pensamiento Matemático de la Antigüedad a Nuestros Días, vol. I. 127 Cfr. J. Barón, Miguel Servet. Su Vida y su Obra, 280 y sigs. Parece claro que Servet descubrió la circulación pulmonar independientemente, pues no hay constancia de que hubiera leído el trabajo de Ibn-an-Nafis. Además, no queda duda de que Servet se adelantó a otros contemporáneos suyos que reivindicaron la prioridad del hallazgo, porque en un manuscrito de la Bibliothèque Nationale de París (MS Latín 1812), datado en 1546, Servet ofrece ya una versión de la teoría que publicará en Christianismi Restitutio en 1553. Cfr. ob. cit., 293. 128 Cfr. ob. cit., 238. 129 La mezcolanza de ciencia, esoterismo y religión en la obra de Kepler ha sido examinada cuidadosamente por el físico e historiador Gerald Holton (cfr. Thematic Origins of Scientific Thought. Kepler to Einstein, 53-74). 130 Sobre el esoterismo en la obra de dos grandes científicos, Robert Boyle e Isaac Newton, cfr. L. M. Principe, «The alchemies of Robert Boyle and Isaac Newton: alternate approaches and divergent deployments», en M. J. Osler (ed.), Rethinking the Scientific Revolution. 131 Cfr. E. Panofsky, «Galileo as a critic of the arts. Aesthetic attitude and scientific thought», 10-15. 132 Como escribe Bertrand Russell, «René Descartes (1596-1650) is usually considered the founder of modern philosophy, and, I think, rightly. He is the first man of high philosophic capacity whose outlook is profoundly affected by the new physics and astronomy. While it is true that he retains much of scholasticism, he does not accept foundations laid by predecessors, but endeavours to construct a complete philosophical edifice de novo» (A History of Western Philosophy, 580). 133 Conocida es la mordaz crítica que el filósofo analítico Gilbert Ryle dirigió a contra Descartes, al acusar a su modelo dualista de concebir una especie de «fantasma dentro de la máquina» (the ghost inside the machine). Cfr. G. Ryle, The Concept of Mind, 11-24. Esta crítica, en cualquier caso, no soluciona el interrogante principal: ¿existe algo así como un «sujeto»? ¿Quién percibe, quién entiende, quién habla? ¿El mero automatismo corporal? ¿Tiene sentido la distinción entre objetividad y subjetividad? ¿Cómo abordar entonces aspectos tan intrincados como los qualia? 134 Sobre la distinción, en la tradición aristotélica, entre sentidos externos (a los que el Estagirita consagra el libro segundo de su De Anima) e internos (a los que dedica el libro tercero de De Anima), así como sobre el rol desempeñado por el sensus communis, cfr. H. A. Wolfson, «The internal senses in Latin, Arabic, and Hebrew philosophical texts», 69-133. 135 La reducción cartesiana de la vida a un puro mecanismo ha sido severamente criticada por autores como Helmut Plessner (Die Stufen des Organischen und der Mensch; Einleitung in die philosophische Anthropologie, de 1928) y Hans Jonas (The Phenomenon of Life. Towards a Philosophical Biology, de 1966), a nuestro juicio estérilmente. 136 Cfr., más abajo, «los éxitos del enfoque reduccionista».
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137 Descartes «pensaba que incluso la sensación y la percepción eran mecánicas, aunque no lo pensaba del pensamiento y la conciencia. Esta doctrina tuvo un efecto liberador sobre la biología y la psicología animal, pues permitió a los científicos investigar a los animales, e incluso al hombre, como si fueran relojes —excepto, por supuesto, cuando sus almas racionales estaban por medio» (M. Bunge, El Problema Mente-Cerebro. Un Enfoque Psicobiológico, 47). 138 Falta en esta perspectiva, sin embargo, una inclusión convincente de la variable temporal, que en los sistemas biológicos se halla inextricablemente ligada a la noción de «lucha por la vida», entronizada por Darwin. La vida no es nunca un mero mecanismo, porque se enfrenta al mundo y reacciona selectivamente para preservarse y satisfacer sus intereses. 139 En este punto pudo verse influido por Jean François Fernel (1497-1558), uno de los fundadores de la fisiología, autor de De Naturali Parte Medicinae (1542) y uno de los grandes sistematizadores de la medicina renacentista. Cfr. M. R. Bennett y P. M. S. Hacker, History of Cognitive Neuroscience, 219. El gran neurofisiólogo inglés Sir Charles Sherrington consagró al estudio de la figura del médico renacentista Fernel su obra The Endeavour of Jean Fernel. 140 Cfr. P. Laín Entralgo, Historia de la Medicina, 281. 141 Sobre la importancia de Willis para el desarrollo de la medicina moderna, cfr. Z. Molnár, «Thomas Willis (1621-1675), the founder of clinical neuroscience», 329-335. Para una exposición sintética de sus aportaciones al estudio del cerebro, cfr. E. R. Laws y G. B. Udvarhelyi (eds.), The Genesis of Neuroscience, 76-83. 142 Cfr. M. R. Bennett y P. M. S. Hacker, History of Cognitive Neuroscience, 219. 143 Cfr. ob. cit., 216. 144 Cfr. N. Steno, Discours de Monsieur Stenon sur l’Anatomie du Cerveau, de 1669. Sobre las aportaciones de Steno al estudio del sistema nervioso, cfr. G. Scherz (ed.), Steno and Brain Research in the Seventeenth Century.
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Capítulo 3
El hallazgo de la actividad eléctrica del sistema nervioso en el siglo XVIII 3.1. Galvani y la electricidad animal La tercera etapa vendría marcada por el descubrimiento de la actividad eléctrica en los animales. Esta gesta la protagonizó Aloisio Luigi Galvani (1737-1798), con la inestimable ayuda de su mujer Lucia, en el siglo XVIII, al demostrar, en experimentos con ranas, que el músculo excitable vivo y las células nerviosas producen electricidad145. Con anterioridad a Galvani existían tres hipótesis principales sobre el funcionamiento de los nervios. La primera remitía a la idea tradicional (mantenida, entre otros, por Descartes) de los espíritus animales que, procedentes del encéfalo, atravesarían los nervios para transmitir las órdenes a los demás órganos. Una segunda propuesta postulaba que los nervios secretarían unos fluidos capaces de activar los músculos. Willis había sugerido, en efecto, que cuando los fluidos nerviosos se mezclaban con la sangre y fermentaban, podían causar minúsculas «explosiones» que se traducían en contracciones musculares. La tercera atribuía la transmisión de información a las vibraciones de los nervios, y su exponente más ilustre es Sir Isaac Newton, quien barajó esta posibilidad en su Óptica, de 1704146. Una variante de la teoría de los espíritus animales fue la hipótesis de la circulación neural, que gozó de cierta influencia en el siglo XVII y a comienzos del XVIII. Los espíritus animales fluirían a través de nervios huecos y ejercerían funciones motoras y sensoriales, para después regresar al cerebro. Henricus Regius (1598-1679), profesor en Utrecht, conjeturó, inspirado en Descartes, la presencia de una serie de válvulas capaces de regular el flujo de los espíritus animales, de manera análoga a lo que ocurre en el caso de la circulación sanguínea. Esta tesis integraba las ideas de Galeno con las más recientes sobre la circulación de la sangre en el organismo147. Sin embargo, estas ideas se toparon, ya en el siglo XVII, con dificultades insuperables. Tanto Francis Glisson (1597-1677) como Jan Swammerdamm (1637-1680) habían descubierto que, frente a lo postulado por Descartes en su Tratado del Hombre, el músculo, al contraerse, no aumenta en volumen, indicio de la inexistencia de un pneuma que se trasladara desde el sistema nervioso a los músculos. Glisson, en concreto, realizó un experimento aparentemente sencillo pero del todo concluyente contra la teoría de los espíritus animales. Introdujo su brazo en un tubo de cristal cerrado por el lado opuesto, y lo llenó de agua. Como, según la hipótesis de los espíritus animales, si flexionaba su brazo, los espíritus animales deberían llegar hasta sus músculos, supuso que, si movía esa extremidad, el agua desalojada (en virtud del principio de Arquímedes) habría de ser mayor que cuando el brazo se encontraba en reposo inmerso en el recipiente con el 48
líquido. Glisson no halló una variación significativa en el volumen de agua desplazada si flexionaba el brazo o si lo mantenía estático. En torno a la misma época, Giovanni Alfonso Borelli se propuso someter a contraste empírico la hipótesis de la transmisión de la acción nerviosa mediante fluidos. Para ello, sumergió un miembro de un animal en un tubo de agua y cortó algunos de sus músculos. No apareció ningún tipo de fermento. No sólo las evidencias a favor de los espíritus animales y de los fluidos eran inexistentes, sino que el gran fisiólogo alemán Albrecht von Haller dudaba de que ninguna clase de fluido resultara apta para desplazarse a una velocidad tan elevada como la requerida por la acción nerviosa148. La hipótesis de las vibraciones, por su parte, parecía imposible, porque los nervios no poseían las características físicas necesarias para ello, tal y como señaló Herman Boerhaave en 1743149. El siglo XVIII había asistido a una auténtica efervescencia en el estudio científico de la electricidad. La invención, en 1745, de la «botella de Leiden», un artilugio capaz de almacenar y de liberar cargas eléctricas, había despertado grandes esperanzas en las virtualidades del uso terapéutico de la fuerza eléctrica. El reformador inglés John Wesley (1703-1791), fundador de la Iglesia Metodista, recomendó, como poco antes había sugerido el Abbé Jean Antoine Nollet (1700-1770) (autor de Essais sur l’Electricité des Corps, de 1746), el empleo de la electroterapia en escritos suyos como Primitive Remedies, de 1747, y The Desideratum or, Electricity Made Plain and Simple by a Lover of Mankind and Common Sense, de 1759. Benjamin Franklin (1706-1790) alzó su voz contra el entusiasmo generado por la utilización de la electricidad con fines terapéuticos150, advertencia que también realizaría el médico y revolucionario francés Jean-Paul Marat (1743-1793) en obras como Recherches Physiques sur l’Electricité, de 1782, y Mémoires sur l’Electricité Médicale, de 1784, donde aseguraba que la electroterapia era incapaz de curar la epilepsia. Si el poder terapéutico de la electricidad había generado no pocas suspicacias, la posibilidad de que esta fuerza fuese la encargada de transmitir la acción nerviosa desataba numerosos interrogantes. Aunque científicos como Alexander Monroe (16971762) se aventuraron a sugerir que la actividad nerviosa se transmitía del nervio al músculo no a través de un pneuma, sino por medio de la electricidad, aún era necesario clarificar demasiados detalles. Uno de singular relevancia era el referido a cómo podría la electricidad confinarse exclusivamente a los nervios, sin «diluirse» hacia otros sistemas del organismo. En estudios con el pez torpedo, bien conocido por el vigor de sus descargas eléctricas, el inglés John Walsh (1726-1795), en colaboración con el cirujano John Hunter (1728-1793), procedió a estudiar la fina estructura de los órganos eléctricos de este animal. Walsh identificó una serie de órganos especializados en generar la electricidad, lo que ayudaba a explicar por qué la fuerza eléctrica no se diseminaba por todo el organismo, sino que sólo operaba en determinadas áreas. Persistían, no obstante, dudas razonables sobre si lo emitido por criaturas como el pez torpedo era realmente electricidad y no un fenómeno similar. Por otra parte, la 49
electricidad animal parecía restringirse a un número muy limitado de especies, por lo que no era sencillo convencer a la comunidad científica de que la electricidad constituyese el agente transmisor de la actividad nerviosa. La prueba más contundente del fenómeno de la electricidad animal como agente mediador de la acción nerviosa la proporcionaría Galvani, profesor en la Universidad de Bolonia, quien trabajó en estrecha colaboración con su mujer, Lucia Galeazzi, y con su sobrino, Giovanni Aldini. En la década de 1770, Galvani llevó a cabo una serie de experimentos, publicados en 1791 con el título «De Viribus Electricitatis in Motu Musculari Commentarius». En este opúsculo, Galvani exponía detalladamente sus experimentos por orden cronológico, y aportaba evidencias sólidas de que la electricidad interna al animal era la responsable de la actividad nerviosa. En 1795, Johann Friedrich Blumenbach, fisiólogo de Göttingen, reconoció la importancia del trabajo de Galvani, el alcance de cuyo descubrimiento pronto se extendió por toda Europa151. El logro de Galvani suscitó una intensa disputa con otro gran científico italiano, Alessandro Volta (1745-1827), profesor en la Universidad de Pavía. Para Volta, la causa de la actividad eléctrica en los nervios se debía a la utilización de dos metales distintos (como si de una pila se tratara), mientras que, para Galvani, la fuente era interna al propio animal152. Galvani y Aldini se vieron obligados a realizar nuevos experimentos, para comprobar, en 1797, que el nervio de la pata de una rana era capaz de estimular un nervio en la extremidad de otro anfibio, lo que producía una contracción muscular. Pero la polémica con Volta no amainó, porque el inventor de la pila homónima aún pensaba que los fenómenos observados por Galvani podían explicarse sobre la base de un fenómeno bimetálico. En el desenlace de una discusión que en ocasiones tomó un agrio cariz resultó clave la intervención del gran científico alemán Alexander von Humboldt (1769-1859), quien replicó los experimentos de Galvani por su cuenta, para concluir, en su monografía Versuche über die gereizte Muskel und Nerven faser, de 1797, que existían ambos fenómenos: el de la electricidad animal y el de la electricidad de origen bimetálico. A la luz de los conocimientos hoy disponibles sobre neurofisiología, sorprende la actualidad de la teoría de Humboldt, pues, en efecto, la electricidad es un fenómeno interno a los seres dotados de sistema nervioso y muscular, pero el flujo de corriente eléctrica se produce gracias al concurso de las especies catiónicas de dos metales: el sodio y el potasio. El importante hallazgo de Galvani puso fin a la teoría tradicional de los «espíritus animales», producidos en el cerebro por el pneuma psíquico y transmitidos a los órganos periféricos. Esta concepción ya había entrado en crisis con los trabajos sobre los movimientos involuntarios llevados a cabo, por ejemplo, en animales decapitados a finales del siglo XVII y a lo largo del XVIII. En efecto: si los espíritus animales generados en el cerebro eran los responsables de «activar» la respuesta motora a un determinado estímulo, no podía entonces explicarse cómo un animal privado de cerebro era capaz de mover algunos de sus miembros. Este hecho, reiteradamente corroborado, obligaba a postular «residuos» de espíritus animales en la médula espinal. Galvani, por el contrario, al desvelar que los nervios son capaces de conducir electricidad, sentó las 50
bases para mostrar cómo la propia corriente eléctrica propagada por el sistema nervioso bastaba para justificar el movimiento involuntario. El estudio de los movimientos involuntarios adquirió gran importancia en el siglo XVIII. Alexander Stuart (1673-1742) examinó a fondo el papel de la médula espinal en la contracción muscular, si bien mantuvo la idea tradicional de los «espíritus animales» generados en el cerebro. Por su parte, Robert Whytt (1714-1766), inspirado en la misma observación de que animales decorticados consiguen realizar determinados movimientos, estableció, a diferencia de Descartes, que estos seres vivos poseían un alma (o «sentient principle») no confinada al cerebro. Habló, así, de un «alma espinal»153. En términos similares se expresó Jiri Procháska (1749-1820): existe un alma o «principio sentiente» que opera en el sistema nervioso, incluso tras la pérdida del cerebro. Procháska recuperó la noción clásica de sensorium commune, pero en lugar de ubicarlo en los ventrículos cerebrales, lo relacionó con el encéfalo y con la médula espinal. El sentido común no funcionaría como un «transductor» de estímulos sensoriales en percepciones, según el patrón «unificador» de los datos procurados por los cinco sentidos que le atribuían los clásicos, sino que se encargaría de transmitir las impresiones de los nervios sensoriales a los motores para suscitar movimiento, proceso que no requiere del concurso de la conciencia del animal, pues puede ser involuntario. Este sensorium commune intervendría en todo tipo de acciones, fueran voluntarias o involuntarias, si bien las intencionadas las dirigiría la mente154. 3.2. Avances en la neuroquímica y en la fisiología del sistema nervioso en el siglo XIX Los estudios pioneros sobre la electricidad animal y su papel en el sistema nervioso vinieron también acompañados de la aplicación de los métodos de la incipiente ciencia química para investigar la composición del cerebro. La aurora de la «neuroquímica» se remonta, en realidad, al trabajo de Johann Thomas Hensing (1683-1726), quien había publicado, en 1719, una monografía en la que mostraba haber aislado fósforo de la sustancia cerebral155. Sin embargo, sus investigaciones eran aún deudoras de las prácticas propias de la alquimia. Con el nacimiento de la moderna ciencia química en el siglo XVIII, y en especial tras la consolidación de las técnicas analíticas que la emancipaban definitivamente de la alquimia, se puso de relieve la posibilidad de examinar la estructura del cerebro desde la nueva óptica alumbrada por esta flamante disciplina. En este contexto, el médico francés Michel-Augustin Thouret (1749-1810), trabajó con cerebros de cuerpos exhumados del cementerio de los Santos Inocentes de París156, pero continuaba apegado en exceso a la teoría de Franciscus Josephus Burrhus, quien en 1669 había establecido que el cerebro constituía una especie de masa «jabonosa». Hubo que esperar a las investigaciones de Antoine François de Fourcroy (1755-1804) para que la neuroquímica adquiriera mayor consistencia científica. Fourcroy, que había 51
colaborado con importantes científicos como Guyton de Morveau, Lavoisier y Berthollet en la reforma de la nomenclatura química, emprendió una serie de estudios sobre la composición del cerebro que lo llevaron a identificar la albúmina como un elemento integrante fundamental. También abandonó la concepción del cerebro como una sustancia jabonosa157. Por su parte, Nicolas-Louis Vauquelin (1763-1829), pionero en el estudio de la nicotina (sustancia que aisló en 1809, a partir de plantas de tabaco importadas a Europa desde América)158, y quien había colaborado con Fourcroy, anticipó la distinción entre materia gris y sustancia blanca en el cerebro al reconocer que, en el bulbo raquídeo y en la médula espinal, existía una mayor cantidad de materia grasa y una menor de albúmina y agua159. A juicio de Vauquelin, la masa cerebral se componía de, entre otros constituyentes, dos materias grasas (a pesar de admitir que quizás sólo fueran, en realidad, una), albúmina, fósforo y diferentes sales160, pero, como Fourcroy, creía aún que la naturaleza de las grasas cerebrales difería de las ordinarias, y respondía a «una nueva especie de grasa»161. Poco después, Jean-Pierre Coeuerbe (1805-1867) descubrirá la existencia de colesterol en el cerebro162, mas supuso, erróneamente, que el fósforo era un principio excitante del sistema nervioso, en cuya ausencia el hombre se asemejaría a las bestias. Si la neuroquímica aún se encontraba en una fase de desarrollo embrionaria, la fisiología del sistema nervioso experimentó importantes avances a finales del siglo XVIII y principios del XIX. Con posterioridad a la demostración de Galvani de la existencia de electricidad animal en el sistema nervioso y en los músculos, Charles Bell (1774-1842) y François Margendie (1783-1855) diferenciaron con claridad, gracias a sus observaciones anatómicas y a sus experimentos con perros, los nervios sensoriales de los motores. Bell atribuyó a las raíces anteriores de la médula espinal naturaleza motora, mientras que Margendie discernió en las raíces posteriores la capacidad sensorial163. Se abandonaron progresivamente las nociones de «alma espinal» y de sensorium commune en la médula espinal. En cualquier caso, la correcta distinción entre sensación y acción refleja sólo advino con el trabajo de Marshall Hall (1790-1857), quien, en una comunicación a la Royal Society de Londres de 1833 (titulada «On the reflex function of the medulla oblongata and medulla spinalis»), y apoyado en sus experimentos con animales (por ejemplo, con salamandras, cuyas colas no cesaban de agitarse aun después de escindirlas del resto del cuerpo), estableció que los movimientos observados en criaturas decapitadas no dependían de la sensación y de la volición, sino de otro principio. Unos años más tarde, Hall postuló la existencia de un centro reflejo en la médula espinal, que operaría de modo distinto a los procesos sensoriales y motores, ajeno a la mediación del cerebro. Para Hall, dicho centro reflejo poseería sus propios nervios sensoriales y motores, diferenciados de los que concurren en el encéfalo, por lo que participaría en procesos «no sentientes» y no vinculables a la volición. Como escriben Bennett y Hacker, «estas conclusiones eran revolucionarias. Afirmaban con nitidez que 52
existen nervios sensoriales que no producen sensaciones, y nervios motores que no se limitan a mediar actos volitivos»164. Sin embargo, y pese a los trabajos de Hall, la noción de «alma espinal» tardaría aún algunas décadas en desestimarse definitivamente. El gran fisiólogo alemán Eduard Pflüger (1829-1910), con quien estudiaría Sir Charles Sherrington, todavía la preservaba, y le atribuía sensación e incluso conciencia165. El eminente fisiólogo francés Claude Bernard (1813-1878)166, en sus Leçons sur la Physiologie et la Pathologie du Système Nerveux, publicadas en París en 1858, alzó su voz contra Pflüger y a favor de Hall. Él defendía el concepto de «acción refleja» basada en la médula espinal. En términos similares se manifestaron Ivan Sechenov (1829-1905), quien descubrió que los reflejos se ven severamente afectados si se extirpan determinadas partes cerebrales o al estimular ciertas estructuras de este órgano167, y Sir Michael Foster (1836-1907), autor de un influyente manual, A Textbook of Physiology, cuya primera edición data de 1877. Paulatinamente se esclareció la naturaleza de los procesos reflejos, sensoriales y motores, que culminaría en la visión integrada del sistema nervioso propuesta por Sherrington a finales del siglo XIX y principios del XX. La electrofisiología experimentaría un progreso significativo con la medición de la velocidad del impulso nervioso168 por parte de Hermann von Helmholtz (1821-1894), uno de los científicos más eminentes del siglo XIX. A él se le suele atribuir, de hecho, la formulación del principio de conservación de la energía. Este y otros hallazgos conducirían, ya en el siglo XX, al esclarecimiento de los mecanismos de transmisión del impulso nervioso, gracias a las contribuciones de investigadores como Cajal, Sherrington, Adrian, Hodgkin, Huxley y Katz, en cuyo trabajo nos detendremos más adelante. 145 Cfr. L. Galvani, De Viribus Electricitatis in Motu Musculari Commentarius, de 1791, texto que puede encontrarse traducido y editado por R. Montraville Green, Commentary on the Effect of Electricity on Muscular Motion. 146 Cfr. M. A. B. Brazier, «The evolution of concepts relating to the electrical activity of the nervous system», en M. W. Perrin (ed.), The Brain and Its Functions, 191-222; S. Finger, Minds behind the Brain. A History of the Pioneers and their Discoveries, 101-102. 147 Cfr. A. Martínez Vidal, Neurociencias y Revolución Científica en España. La Circulación Neural, 9. 148 Cfr. A. von Haller, Elementa Physiologiae Corporis Humani. Tomus IV: Sensus Externii Internii, 381. 149 S. Finger, Minds behind the Brain. A History of the Pioneers and their Discoveries, 102. 150 Cfr. A. H. Smith (ed.), The Writings of Benjamin Franklin, vol. III, 426. 151 Cfr. S. Finger, Minds behind the Brain. A History of the Pioneers and their Discoveries, 112. 152 Cfr. C. G. Gross, A Hole in the Head. More Tales in the History of Neuroscience, 83. 153 Cfr. R. Whytt, An Essay on the Vital and Other Involuntary Motions of the Animal, de 1751. 154 Cfr. J. Prochaska, De Functionibus Systemis Nerviosi Commentatio (Adnotationum Academicorum Fasciculi III), de 1784. 155 Cfr. J. Th. Hensing, Cerebri Examen Chemicum, ex eodemque Phosphorum Singularem Omnia Inflammabilia Accendentem, de 1719. En frase del propio Hensing, «Invenimus igitur in cerebro (...) phosphorum non infini ordinis» (ob. cit., 24, citado por D. B. Tower, Brain Chemistry and the French Connection (1791-1841). An Account of the Chemical Analyses of the Human Brain by Thouret (1791), Fourcroy (1793), Vauquelin (1811),
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Couerbe (1834), and Frémy (1841), 105). 156 Cfr. M. A. Thouret, «Sur la nature de la substance du Cerveau, et sur la proprieté qu’il paroît avoir de se conserver long-temps après toutes les autres parties dans le corps qui se décomposent au sein de la terre», memoria publicada en el Journal de Physique en mayo de 1791. 157 Cfr. A. F. de Fourcroy, «Examen chimique du Cerveau de plusiers animaux», 282-322. En su estudio, Fourcroy detalla numerosos experimentos con cerebros humanos, y explica lo que ocurre cuando, por ejemplo, son expuestos al aire libre, o tratados con calor, con ácido sulfúrico, con ácido nítrico diluido, con ácido muriático (nuestro ácido clorhídrico), con potasa... Todo ello le lleva a concluir que «le cerveau, outre la pulpe animale, est composé de phosphates de chaux, d’ammoniaque et de soude, que chacune de ces substances ny entre que dans une trés-petite proportion, qu’il ne contient point d’alcal: à nud et que sur-tout il n’y existe pas un atôme de potasse». A su juicio, «la matière de la pulpe cérébrale (...) forme parmi tous les organes des animaux une clase ou plutôt un genre à part» (texto citado por D. B. Tower, Brain Chemistry and the French Connection (17911841). An Account of the Chemical Analyses of the Human Brain by Thouret (1791), Fourcroy (1793), Vauquelin (1811), Couerbe (1834), and Frémy (1841), 102). 158 Cfr. J.-P. Changeux y S. Edelsten, Nicotinic Acetylcholine: From Molecular Biology to Cognition, 3. 159 El hecho de que las sustancias grasas se concentren casi por entero en la parte blanca del cerebro será también subrayado por Edmond Frémy (1814-1894) en «Récherches sur le Cerveau», 463-488. 160 Cfr. N.-L. de Vauquelin, Analyse de la Matière Cérébrale de l’Homme et de Quelques Animaux, trabajo defendido como tesis doctoral en la Facultad de Medicina de París en agosto de 1811. 161 Cfr. D. B. Tower, Brain Chemistry and the French Connection (1791-1841). An Account of the Chemical Analyses of the Human Brain by Thouret (1791), Fourcroy (1793), Vauquelin (1811), Couerbe (1834), and Frémy (1841), 129. 162 Cfr. J.-P. Coeuerbe, «Du Cerveau, considéré sous le point de vue chimique et physiologique», memoria presentada ante la Académie des Sciences el 30 de junio de 1834, y publicada en los Annales de Chimie ese mismo año. 163 Bell y Margendie realizaron sus hallazgos de modo simultáneo, pero en su época se generó una disputa en torno a la prioridad del descubrimiento de que las raíces espinales ventrales son motoras y las dorsales, sensoriales. Cfr. C. G. Gross, A Hole in the Head. More Tales in the History of Neuroscience, 184. 164 Cfr. ob. cit., 224. 165 Los estudios de Pflüger sobre la acción refleja se plasmaron en importantes trabajos, como Die sensoriellen Funktionen des Rükenmarkes der Wirbelthiere Hirschwald, publicado en Berlín en 1853. 166 Claude Bernard, considerado el padre de la fisiología experimental, realizó contribuciones fundamentales a la ciencia del siglo XIX, con descubrimientos de honda trascendencia como la función glucogénica del hígado, el papel del páncreas en la digestión o la regulación de la temperatura por parte de los nervios vasomotores. Asimismo, se percató de la importancia para la biología del concepto de «medio interno» («milieu intérieur») en su Introduction à l’Êtude de la Medicine Experimentale, de 1865, al advertir que su constancia es esencial para los seres vivos, y «cuyas propiedades físico-químicas son convenientemente controladas por los mecanismos de regulación interna del animal» (J. L. Barona [ed.], Bernard, 12). Gran defensor de la medicina experimental frente a la meramente observacional, Bernard destaca también por sus estudios sobre el sistema nervioso. La adopción de una perspectiva fisiológica en el estudio de sus propiedades «le permitió poner de relieve el papel de coordinador universal de las funciones orgánicas, superando así la imagen fragmentaria favorecida por un enfoque exclusivamente anatómico» (ob. cit., 31). En sus Leçons de Pathologie Expérimentale, plasmó parte de sus ideas, en especial las concernientes a la relación entre los nervios sensitivos y los motores, así como sus investigaciones sobre la médula espinal. Cabe señalar también su trabajo pionero sobre el curare, una sustancia empleada por nativos de Sudamérica para envenenar sus flechas, cuyos efectos sobre el sistema nervioso analizó con notable precisión. Sobre la importancia de la obra de Bernard, cfr. C. G. Gross, A Hole in the Head. More Tales in the History of Neuroscience, 183 y sigs. Cfr. también F. L. Holmes, «Origins of the concept of “milieu interieur”», en F. Grande y M. B. Visscher (eds.), Claude Bernard and Experimental Medicine. Sobre la vida y la obra de Bernard, cfr. J. M. D. Olmsted, Claude Bernard, Physiologist. 167 Algunos importantes trabajos de Sechenov han sido traducidos al inglés, como Reflexes of the Brain. 168 Cfr. H. von Helmholtz, «On the rate of transmission of the nerve impulse», en W. Dennis (ed.), Readings in
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the history of Psychology, 197-198. El artículo original de Helmholtz fue editado en 1850 en una publicación de la Academia Prusiana de las Ciencias de Berlín. Sobre las contribuciones de Helmholtz a la ciencia y su posicionamiento filosófico (su rechazo tanto de la Naturphilosophie, heredera del idealismo clásico alemán, como del vitalismo), cfr. D. Cahan (ed.), Hermann von Helmholtz and the Foundations of Nineteenth-Century Science. Helmholtz publicó su formulación de la ley de conservación de la energía con el título «Über die Erhaltung der Kraft» en 1847 en la Sociedad Física de Berlín.
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Capítulo 4
Localización cortical de las funciones cerebrales en el siglo XIX 4.1. El estudio del córtex cerebral antes del trabajo de Broca La cuarta etapa tendría como epicentro los grandes descubrimientos del siglo XIX relativos a la localización de la función cerebral en el córtex y a la no equivalencia funcional de las distintas áreas del cerebro, gracias a las investigaciones de Pierre-Paul Broca (1824-1880) y Carl Wernicke (1848-1904) sobre el lenguaje, y de Gustav Fritsch (1838-1927), Edouard Hitzig (1838-1907), John Hughlings Jackson (1835-1911) y David Ferrier (1843-1928) sobre la estimulación eléctrica del córtex169. A la luz de la neurociencia actual, es imposible exagerar la importancia del córtex. Como escribió Sir Charles Sherrington, «el cortex prefrontal es la sede de la mente»170. El siglo XVIII había asistido, como hemos visto, al descubrimiento de la actividad eléctrica de los nervios, y sentó las bases para la comprensión del modo en que se transmite el impulso nervioso, pero tendió a considerar el córtex cerebral como (literalmente) una mera «corteza» que recubría el cerebro, carente de cualquier atributo funcional. A pesar de los trabajos pioneros de Thomas Willis a mediados del siglo XVII, quien había interpretado el córtex como la sede de las funciones cognitivas del organismo, sus ideas sobre este punto no gozaron de la suficiente repercusión en la comunidad científica171. Marcello Malpighi (1628-1694), profesor en la Universidad de Bolonia, artífice de importantes contribuciones a la biología al descubrir los capilares sanguíneos, examinó el córtex cerebral con el recientemente inventado microscopio óptico, pero sus observaciones lo indujeron a juzgarlo como un órgano de naturaleza glandular. Frederik Ruysch (1638-1731), quien ejercía su docencia en Ámsterdam, lo concibió, por el contrario, como un órgano vascular172. En la dinámica «anti-corticalista» del siglo XVIII cabe destacar, sin embargo, dos excepciones relevantes, cuyos trabajos pasaron igualmente desapercibidos para la comunidad científica de sus respectivas épocas. La primera es la del cirujano del ejército francés François Pourfour du Petit (1664-1741), quien advirtió el rol crítico desempeñado por el córtex cerebral en la función motora. La segunda es la del pensador, científico, teólogo y místico sueco Emmanuel Swedenborg (1688-1772), quien, además de los escritos sobre temáticas religiosas que le reportaron gran celebridad en su tiempo (lo que suscitaría la airada crítica de Kant en Sueños de un Visionario, Comentados por los Sueños de la Metafísica, de 1766), orientó su considerable talento intelectual a la investigación científica y, en concreto, al estudio del sistema nervioso173. Swedenborg, formado como matemático en la Universidad de Uppsala, después de trabajar como ingeniero de minas consagró su pasión por la ciencia al ámbito de la 56
biología y de la anatomía. Viajó por países como Italia, Francia y Holanda, ansioso por aprender cuanto la ciencia del momento había esclarecido en torno al sistema nervioso. Buen conocedor de la obra de Willis, se mostró acorde con el estudioso inglés en la atribución al córtex de facultades superiores, pero Swedenborg llevó esta idea aún más lejos, al postular una especialización funcional de las distintas regiones corticales. Esta división evitaría la «confusión» de tareas que se produciría si las capacidades mentales se hallasen diseminadas por la totalidad del córtex. Llegó a localizar corticalmente el movimiento voluntario, y a asociar el involuntario al concurso de centros motores menos complejos, como el cuerpo estriado, el cerebelo y la médula espinal. Swedenborg justificó sus localizaciones específicas sobre la base del examen de los efectos psicológicos de las lesiones en determinadas áreas cerebrales. Para Swedenborg, el córtex resultaba esencial para las funciones motoras y sensoriales. Las operaciones de unos «pequeños cerebros» o cerebella, que constituían las «glándulas corticales» de Malpighi, representarían la base de la sensación, del movimiento y de la actividad mental. Parece que Swedenborg incubó también ideas incipientes sobre la organización somatotópica de la función motora en el córtex cerebral. Sin embargo, sostener, como algunos autores174, que Swedenborg se anticipó a la teoría de la neurona (formulada por Cajal a finales del siglo XIX) mediante su hipótesis de los «cerebella» resulta a todas luces exagerado. En tiempos de Swedenborg ni siquiera se había establecido la teoría celular de Schleiden y Schwann, aspecto clave para la ulterior doctrina de la neurona. En cualquier caso, y pese a su carácter precursor de no pocos territorios científicos, los trabajos de Swedenborg gozaron de escaso eco. Al hecho de que Swedenborg no ocupara ningún puesto académico, hemos de añadir que muchos de sus escritos constituían una mezcla ecléctica de hipótesis científicas y especulaciones religiosas. Por otra parte, algunas de sus indagaciones más relevantes para la neurociencia no se redescubrieron hasta 1868175. En la tesis de que el córtex no poseía ningún papel funcional importante en el sistema nervioso ejerció gran influencia el trabajo, así como la autoridad académica, de Albrecht von Haller (1708-1777), una de las principales figuras de la anatomía dieciochesca. Haller, profesor primero en Tübingen y después en Berna, escribió obras de enorme repercusión en la ciencia de su tiempo, como Elementa Physiologiae Corporis Humani e Icones Anatomiae. Sus experimentos le convencieron de que el córtex era insensible a los estímulos mecánicos, al contrario que en el caso de la sustancia blanca y de las estructuras subcorticales. No investigó, por desgracia, con estímulos de naturaleza eléctrica176. La subestimación del papel del córtex cerebral en el funcionamiento de la mente humana comenzó a cambiar a principios del siglo XIX, en parte gracias al auge de una disciplina pseudo-científica: la frenología de Franz Joseph Gall (1781-1802)177. Esta teoría llegó a gozar de una extraordinaria difusión en las primeras décadas del siglo XIX, tanto entre los científicos como entre los humanistas178. La frenología (del griego fren 57
—mente— y logos —ciencia, discurso...—)179 se basaba en cuatro hipótesis fundamentales: las habilidades intelectuales y los rasgos personales se desarrollan de manera distinta en cada individuo; estas características son el reflejo de una serie de facultades localizadas en órganos específicos del córtex cerebral; el desarrollo y la prominencia que adquieran es función de su uso activo y, en consecuencia, del volumen de los órganos corticales; el tamaño de cada región cortical puede apreciarse en las protuberancias craneales que se observen en el sujeto en cuestión180. En concreto, Gall localizó corticalmente veintisiete facultades mentales; diecinueve de ellas eran compartidas por el hombre y los animales (como el instinto reproductivo y la astucia), mientras que las ocho restantes serían exclusivas del ser humano: la sabiduría, el sentido metafísico, la sátira y el humor, el talento poético, la amabilidad y la benevolencia, la mímica, el sentimiento religioso y la firmeza en la intención. Lo cierto es que, aun sin incorporar una metodología estrictamente científica, al proponer en ocasiones tesis del todo disparatadas, la frenología realizó una contribución de gran calibre al estudio científico de la mente: la asunción de que el córtex cerebral posee distintas regiones que gobiernan funciones mentales específicas. Sin embargo, las ideas de Gall encontraron un férreo y vehemente opositor en el Emperador Francisco I, quien le prohibió enseñar y lo expulsó de Austria por el desafío que, tanto a nivel político como religioso, representaban las ideas de corte materialista y determinista enarboladas por Gall. Además, la propia comunidad científica puso de manifiesto la ausencia de base empírica para la gran mayoría de las argumentaciones esgrimidas por los frenólogos. Así, Pierre Flourens sometió a prueba experimental las tesis de la frenología mediante la extirpación de las áreas cerebrales que Gall había asociado a funciones mentales específicas, pero no encontró los resultados esperados en forma de alteraciones significativas en el comportamiento de los animales vertebrados que examinaba. Es preciso notar que la práctica totalidad de los exámenes de Flourens se realizó con animales como gallinas, patos y ranas, cuyos hemisferios cerebrales están poco desarrollados. En cualquier caso, su trabajo fue clave para que la comunidad científica comenzara a sospechar a gran escala de la frenología de Gall y de su discípulo Spurzheim. Flourens, al igual que Karl Lashley casi un siglo más tarde, postulaba que todas las regiones de los hemisferios cerebrales gozaban de igual importancia para el procesamiento de las funciones superiores de la mente181. Prevaleció un posicionamiento anti-corticalista, con algunas excepciones, como el trabajo del científico italiano Bartolomeo Panizza (1785-1867) sobre la función visual y el córtex cerebral posterior182. Panizza, profesor en Pavía, presentó su estudio «Osservazioni sul nervo ottico» ante el Instituto Lombardo de las Ciencias, las Letras y las Artes en 1855. Para algunos autores, en este trabajo propone ya la existencia de un área visual en el córtex cerebral posterior183. Con todo, el artículo de Panizza no obtuvo la suficiente repercusión y, entre otras deficiencias, no afirmaba tan categóricamente (como lo hará, por ejemplo, Broca) la asociación entre un área cortical específica y la función correspondiente (la visual, en este caso), pese a percatarse de que una lesión, 58
incluso pequeña y superficial, en la extremidad anterior y, especialmente, en la posterior al cuerpo estriado o tálamo óptico daña la visión en el ojo opuesto. La tendencia anti-corticalista comenzó a virar gracias al trabajo de Jean-Baptiste Bouillaud (1796-1881), pero hubo que esperar hasta las investigaciones de Broca para que la ciencia dispusiera de evidencias definitivas, aceptadas ampliamente por la comunidad científica del momento184, de que, tal y como había establecido Willis en el siglo XVII, las funciones psicológicas se procesan en el córtex cerebral. El médico francés Bouillaud, discípulo de François Margendie, desempeñó un papel protagonista en un giro de suma relevancia para la ciencia médica del momento, cambio destinado a marcar decisivamente el progreso de nuestra comprensión de la mente humana: la advertencia de la necesidad de prestar atención a las patologías y a los casos clínicos como herramientas esenciales para esclarecer el funcionamiento de los distintos sistemas del organismo185. Basta con reparar en la importancia del examen de casos clínicos en la obra de autores como Jean-Martin Charcot, Sigmund Freud y Brenda Milner para percatarse de la fecundidad científica de esta nueva estrategia de investigación iniciada en el siglo XIX. No podemos olvidar que el siglo XIX experimentó notables progresos también en la psicología y en la psiquiatría. Así, se alcanzaron definiciones más precisas de las enfermedades mentales, de las facultades psíquicas, de los trastornos, etc. En este contexto deben entenderse los importantes avances que tendrían lugar en el estudio científico del cerebro186. En 1825, Bouillaud publicó un estudio en el que proponía la localización de la facultad del habla en los lóbulos anteriores187. En él alcanzaba conclusiones bastante similares a las de Gall (por quien profesaba gran admiración; no en vano, Bouillaud era miembro de la «Société Phrénologique») mediante el estudio de pacientes con lesiones que les impedían expresarse con corrección. Bouillaud postuló la existencia de dos regiones distintas para el habla humana: un órgano ubicado en el córtex cerebral anterior, encargado de retener las palabras, y otro asociado a la ejecución de los movimientos necesarios para la producción de palabras, localizado en la materia blanca situada debajo del córtex anterior. Las ideas de Bouillaud no disfrutaron, sin embargo, de gran aceptación. Este hecho probablemente se vio influenciado por el recelo que la frenología de Gall, quien había planteado tesis convergentes con las de Bouillaud algunos años antes, suscitaba entonces en el seno de la comunidad científica, en especial tras la publicación de los trabajos de Flourens en 1824 sobre la equifuncionalidad de las regiones cerebrales. Por otra parte, se conocían numerosos casos de pacientes aquejados de lesiones en el lóbulo anterior que hablaban con normalidad. 4.2. Broca y la centralidad del córtex cerebral en el psiquismo superior humano En el tránsito hacia una percepción más favorable de la localización cortical de las distintas funciones cognitivas, resultó enormemente dilucidador el debate que tuvo lugar 59
en Francia en los años 60 del siglo XIX en torno a la posible correlación entre el volumen cerebral y el nivel de inteligencia. Louis Pierre Gratiolet (1815-1865) había expuesto ante la «Société d’Anthropologie» de París el caso del cráneo de un indígena mexicano cuyo tamaño excedía considerablemente el de un francés medio de la época188. Los localizacionistas comenzaron a sugerir que la inteligencia podía no depender del volumen global del cráneo, sino del desarrollo de determinadas regiones, por ejemplo la parte frontal, precisamente aquella en la que Gall había ubicado facultades como la capacidad de cálculo y el lenguaje. Simon Alexandre Ernest Aubertin (1825-1893), yerno de Bouillaud, se convirtió en el respresentante principal de la teoría localizacionista. Aseguraba que si se presionaba ligeramente sobre el córtex anterior de un paciente suyo en L’Hôpital Saint Louis que se había disparado en la cabeza, se provocaba un cese súbito de su facultad del habla, que reaparecía inmediatamente después de retirar la fuerza aplicada. Pese a este y a otros hechos, la comunidad científica permanecía escéptica ante las posturas localizacionistas. Faltaban evidencias más sólidas, aspecto en el que la contribución de Broca se revelaría fundamental. Broca era miembro fundador de la «Société d’Anthropologie» de París. Creada en 1859, en esta institución había expuesto, en 1861, su trabajo sobre la relación entre tamaño cerebral e inteligencia189. Desde una etapa muy temprana de su carrera científica, Broca se había convencido de la necesidad de vincular (como ya había sugerido antes Bouillaud) el trabajo de laboratorio con el examen de los casos clínicos, para así contribuir al progreso de la medicina190. La ocasión perfecta para poner en práctica esta metodología científica llegaría el 12 de abril de 1861, cuando un paciente llamado «Monsieur Leborgne», de cincuenta y un años de edad, fue transferido al hospital de Bicêtre, en cuyo servicio quirúrgico trabajaba Broca. Leborgne, epiléptico desde joven, había sido hospitalizado a la edad de treinta y un años, tras perder el habla y de sufrir una parálisis en el lado derecho de su cuerpo, así como una gangrena en la pierna derecha. En un principio, Broca tenía el cometido de tratarlo como cirujano, pero, al fallecer Leborgne a los pocos días de ingresar en Bicêtre, nuestro científico se dispuso a realizar una autopsia a su cadáver. Broca mostró el cerebro de Leborgne ante la «Société d’Anthropologie» parisina, y sus colegas pudieron comprobar que padecía una grave lesión en la tercera circunvolución frontal del hemisferio izquierdo (parte frontal inferoposterior, más tarde denominada «área de Broca»). Broca preparó un artículo científico más detallado, que se publicaría meses después191. Monsieur Leborgne había experimentado en vida un trastorno severo que le impedía hablar y escribir con normalidad, si bien no alteraba significativamente su facultad de comprensión. Broca bautizó inicialmente la incapacidad de Leborgne para hablar con el nombre de «aphémie» («afemia»), y así la distinguió con nitidez de la imposibilidad de entender el significado de las palabras. En 1864, Armand Trousseau (1801-1867) propuso el término «aphasie» («afasia»)192, que gozaría de un mayor grado de aceptación entre los expertos. La afasia de Broca, asociada con un déficit de producción lingüística, presenta síntomas variables, por lo general manifiestos en las dificultades 60
para hilvanar frases correctamente. La sintaxis es, por tanto, la parte del discurso lingüístico que se resiente en quienes sufren afasia de Broca. Los pacientes suelen ser conscientes de sus errores, prueba de que la lesión afecta a la región cerebral que procesa las estructuras sintácticas, esto es, la correcta formación de oraciones, y no tanto a la encargada de la semántica, es decir, del significado que se desprende de una determinada estructura sintáctica. Los pacientes ven sumamente limitada su posibilidad de hablar con corrección, de leer en voz alta y de escribir, no así su comprensión del habla ajena y de la suya propia193. El examen minucioso del cerebro de Leborgne, junto con un conocimiento muy preciso de su historia clínica, convirtieron a Broca en un localizacionista convencido, y sus investigaciones resultaron determinantes para la aceptación de esta tesis por parte de la comunidad científica. Como escribe Finger, el caso Leborgne, examinado por Broca, fue la clave que «persuadió a muchos doctos a aceptar lo que tanto ellos como otros habían considerado una blasfemia: la localización cortical de la función»194. Surge, sin embargo, una pregunta legítima: ¿por qué el caso clínico aportado por Broca contribuyó decisivamente al triunfo del localizacionismo, mientras que los múltiples ejemplos de lesiones cerebrales asociadas a trastornos en el habla ofrecidos por Bouillaud y Aubertin no lo lograron? Finger identifica cuatro causas principales195: 1) Broca proporcionó una mayor cantidad de información sobre el caso que presentaba. La historia clínica de Monsieur Leborgne era mejor conocida que la de los pacientes examinados por Bouillaud y Aubertin. Además, Broca fue extremadamente preciso a la hora de caracterizar el trastorno del habla que padecía Leborgne. No lo subsumió en cualquier tipo de defecto lingüístico, sino que indicó, con claridad, que se refería al lenguaje articulado (no a la comprensión, por ejemplo). 2) El área en la que Broca localizaba la facultad del habla dañada en el cerebro de Monsieur Leborgne divergía de la propuesta por Gall: no se ubicaba tras las órbitas oculares, sino en la tercera convolución frontal, en una parte, por tanto, posterior a la sugerida por los frenólogos. Este hecho alejaba, en cierto sentido, el «fantasma» de la frenología, todavía latente en determinados ambientes académicos. 3) En relación con lo anterior, es necesario advertir que se había producido un cambio en el Zeitgeist de la ciencia de la época: los expertos aprendieron a diferenciar entre las tesis concretas de Gall sobre ubicaciones específicas de ciertas facultades mentales y la idea general de la localización en el córtex. 4) Por último, Finger añade la reputación científica del propio Broca, quien disfrutaba de gran reconocimiento como cirujano y antropólogo, con fama de ser extremadamente precavido a la hora de enunciar sus conclusiones. Cabe añadir a lo anterior que la lesión examinada por Broca en el cerebro de Monsieur Leborgne era especialmente palmaria, fácil de observar y circunscrita a un área precisa. Broca también sugirió que los lóbulos frontales podían estar asociados no sólo al lenguaje, sino a facultades como el juicio y la abstracción, pues Leborgne había perdido 61
muchas de sus capacidades intelectuales con el paso del tiempo196. El científico francés continuó con sus análisis de los casos de pacientes con trastornos en la facultad del habla. Así, Monsieur Leborgne, cuya inteligencia parecía no haberse visto afectada por la lesión sufrida, comprendía bien lo que se le decía, pero sólo respondía con palabras simples, tales como «oui», «non», «toujours»... Broca comprobó que, en efecto, el paciente sufría una lesión en la parte posterior del lóbulo frontal izquierdo. El estudio de numerosos casos de trastornos lingüísticos asociados a lesiones en el hemisferio izquierdo convenció a Broca del papel especial desempeñado por esta parte del cerebro humano197, y le condujo, en último término, a la tesis de la dominancia cerebral, expresada en su célebre «Nous parlons avec l’hémisphère gauche», «hablamos con el hemisferio izquierdo». Esta idea, sin embargo, generó una agria disputa sobre su paternidad científica, pues el hijo de Gustave Dax aseguró que su padre había descubierto la dominancia cerebral antes que Broca. La controversia en torno a la prioridad del hallazgo tardaría tiempo en resolverse, y parece que Dax había llegado a este concepto años antes que Broca198. Las investigaciones de Broca le inspiraron también para proponer la idea de una «transferencia de tareas» de un hemisferio cerebral al otro. Al examinar el caso de una mujer epiléptica que probablemente había nacido privada del área de Broca, pero capaz de expresarse con corrección, Broca postuló que el hemisferio cerebral derecho había asumido las funciones propias del izquierdo. Esta hipótesis parecía confirmarse en el caso, descrito por el longevo médico inglés Sir Thomas Barlow (1845-1945), de un chico que padecía una lesión en el hemisferio izquierdo cuya gravedad le impedía hablar normalmente. El joven experimentó, sin embargo, una recuperación ocasional que restauró su facultad de habla, pero la deficiencia reapareció tras sufrir una segunda lesión199. El hemisferio derecho parecía haberse dañado unas semanas después del izquierdo, lo que hizo suponer que el hemisferio derecho había suplantado al izquierdo tras la lesión en el área de Broca. Esta conjetura explicaría la recuperación del habla, facultad perdida al verse afectado el hemisferio derecho en la segunda lesión. El neurólogo Henry Charlton Bastian (1837-1915) no aceptó una conclusión semejante, porque la transferencia de funciones de un hemisferio a otro no podía haberse producido en un lapso temporal tan exiguo como los escasos días que el chico se había demorado en recuperar el habla. Bastian supuso, por el contrario, que el hemisferio derecho había sido el dominante desde su infancia200. 4.3. Wernicke, Fritsch e Hitzig Unos años después de los importantes trabajos de Broca sobre la afasia que lleva su nombre, el alemán Carl Wernicke descubrió otro tipo de trastorno, cuyo estudio contribuiría a esclarecer la localización cortical de las distintas capacidades lingüísticas. La afasia de Wernicke201, lesión que afecta a un área parietal izquierda, exhibe síntomas 62
bien distintos a la de Broca. El déficit no se refiere tanto a la producción del lenguaje, al uso de las reglas sintácticas para construir oraciones bien formadas, como a su correcta comprensión. El paciente que sufre afasia de Wernicke vocaliza con fluidez, a diferencia del aquejado de afasia de Broca, si bien en ocasiones puede mostrar dificultades para encontrar las palabras adecuadas o para combinarlas pertinentemente. En todo caso, el problema principal de esta afasia estriba en el denominado «lenguaje vacío»: aun sintácticamente correcto, el contenido de las oraciones pronunciadas por el paciente carece de sentido. Si gracias a Broca y Wernicke se dispuso de evidencias sólidas de la localización cortical de la función lingüística, gesta que inauguró un vasto campo para el estudio de la localización cortical de las facultades cognitivas, los experimentos pioneros de los alemanes Fritsch e Hitzig lograron avances fundamentales en la localización cortical de la función motora. En 1870, Fritsch e Hitzig estimularon el córtex cerebral de perros mediante corrientes galvánicas, con pulsos breves de corriente directa monofásica202. Advirtieron que producía una serie de movimientos colaterales. Además, se percataron de que la estimulación de partes específicas del córtex suscitaba, de manera consistente, la activación de determinados músculos. Estos hallazgos les permitieron elaborar un primitivo mapa cortical de movimientos, para evidenciar que existía una representación del cuerpo organizada topográficamente en el córtex cerebral203. Los trabajos de Fritsch e Hitzig discurrieron en paralelo a los efectuados por el médico británico John Hughlings Jackson, quien llegó a conclusiones similares sobre el control cortical de la actividad con el estudio de pacientes epilépticos204. Jackson propuso también una organización somatotópica del cerebro: sus distintas partes intervendrían en el control de los diferentes grupos musculares, dispuestos de tal modo que reflejaran las mismas relaciones de contigüidad existentes entre aquellos órganos cuyas funciones regulaban. Jackson sugirió asimismo que el hemisferio cerebral derecho estaría asociado a la percepción espacial205. Es preciso notar que la progresiva elucidación de las funciones de los hemisferios cerebrales izquierdo y derecho, respectivamente, indujo a no pocos científicos a pensar que existía un hemisferio más «civilizado» (el izquierdo), frente a otro, el derecho, más primitivo y más cercano a la naturaleza animal. Charles-Edouard Brown-Séquard (18181894) llegó a sugerir la posibilidad de educar el hemisferio derecho para «civilizarlo» y situarlo en la senda del izquierdo, con el objetivo de mejorar el nivel intelectual del individuo206. En su artículo de 1870, Fritsch e Hitzig no citaron los estudios de Jackson, lo que incomodó sobremanera a uno de sus discípulos, el escocés David Ferrier, pero lo cierto es que, antes de 1870207, Jackson no había formulado con la suficiente claridad sus hipótesis. Ferrier replicó los experimentos de Fritsch e Hitzig. Trabajó principalmente con monos, pero también con perros, gatos, conejos y chacales, entre otros animales. 63
Utilizó estimulación faradaica, esto es, una corriente alterna aplicada durante períodos más largos que los empleados por los alemanes208. Ferrier extendió el análisis de Fritsch e Hitzig a movimientos de carácter muy específico, como los de la boca, la cara, la lengua o el cuello209. Pese a la oposición inicial a las ideas «localizacionistas» de Ferrier, liderada, notablemente, por el alemán Friedrich Goltz (1834-1902), tras el Séptimo Congreso Internacional de Medicina de Londres de 1881 se alcanzó un cierto consenso a favor de esta postura210. 169 Para un análisis de las contribuciones más importantes al progreso de la neurociencia en el siglo XIX, cfr. E. Clarke y L. S. Jacyna, Nineteenth Century Origins of Neuroscientific Concepts. 170 «The cortex of the forebrain is the seat of mind»; Ch. S. Sherrington, «Some aspects of animal mechanisms», en J. C. Eccles y W. C. Gibson, Sherrington. His Life and Thought, 216. 171 Cfr. C. G. Gross, A Hole in the Head. More Tales in the History of Neuroscience, 86. 172 Cfr. ob. cit., 84. 173 Cfr. C. G. Gross, «Emmanuel Swedenborg: A neuroscientist before his time», 142-147. 174 Cfr. C. G. Gross, A Hole in the Head. More Tales in the History of Neuroscience, 88. 175 Sobre Swedenborg como neurocientífico, cfr. M. Ranström, Emmanuel Swedenborg’s Investigations in Natural Science and the Basis for his Statements Concerning the Functions of the Brain; S. Toksvig, Emmanuel Swedenborg: Scientist and Mystic; K. Akert y M. P. Hammond, «Emmanuel Swedenborg (1688-1772) and his contributions to neurology», 255-266; S. Finger, Minds behind the Brain. A History of the Pioneers and their Discoveries, 119-121. En 1882, R. L. Tafel editó, en lengua inglesa, el trabajo de Swedenborg The Brain Considered Anatomically, Physiologically, and Philosophically. Si bien Swedenborg no disfrutó de gran fortuna como científico, sí experimentó un notable éxito como líder religioso, al fundarse, en Londres en 1784, la «Iglesia Swedenborgiana» o «Iglesia de la Nueva Jerusalén» 176 Cfr. C. G. Gross, A Hole in the Head. More Tales in the History of Neuroscience, 89. 177 La obra de Gall, de enorme influencia en la ciencia y la cultura europeas en las primeras décadas del siglo XIX, se halla sintetizada en F. J. Gall y G. Spurzheim, Anatomie et Physiologie du Système Nerveux en General, et du Cerveau en Particulier, avec des Observations sur la Possibilité de Reconnaître Plusiers Dispositions Intellectuelles et Morales de l’Homme et des Animaux, para la Configuration de leur Têtes, en cuatro volúmenes, de 1810. 178 Así, en la Fenomenología del Espíritu, de 1807, Hegel se detiene a examinar la frenología y la fisiognomía, en auge cuando él escribe esta importante obra de la filosofía idealista alemana. Hegel se muestra muy crítico con ambas teorías por el materialismo subyacente. Cfr. G. W. F. Hegel, Fenomenología del Espíritu, 193-204. Cfr. también J. Hyppolite, Génesis y Estructura de la «Fenomenología del Espíritu» de Hegel, 238 y sigs. 179 Si bien Gall nunca usó el término «frenología», este fue popularizado por su ayudante Spurzheim, quien a su vez lo tomó de Benjamin Bush y Thomas Foster. Cfr. S. Finger, Minds behind the Brain. A History of the Pioneers and their Discoveries, 130. 180 Cfr. C. G. Gross, A Hole in the Head. More Tales in the History of Neuroscience, 94. 181 Cfr. P. Flourens, Recherches Expérimentales sur les Propriétes et les Fonctions du Système Nerveux dans les Animaux Vertébrés. 182 Sobre Panizza, cfr. S. Zago, M. Nurra, G. Scarlato y V. Silani, «Bartolomeo Panizza and the discovery of the brain’s visual center», 1642-1648. 183 Cfr. C. G. Gross, A Hole in the Head. More Tales in the History of Neuroscience, 201. 184 Cfr. M. R. Bennett y P. M. S. Hacker, History of Cognitive Neuroscience, 230. 185 Cfr. S. Finger, Minds behind the Brain. A History of the Pioneers and their Discoveries, 138. 186 Cfr. G. E. Berrios, The History of Mental Symptoms. Descriptive Psychopathology since the 19th Century,
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157-166. 187 Cfr. J.-B. Bouillaud, «Recherches cliniquies propres à démontrer que la perte de la parole correspond à la lésion des lobules antèrieurs du cerveau et à confirmer l’opinion de M. Gall sur le siège de l’organe du langage articulé», 25-45. 188 Gratiolet realizó numerosos trabajos sobre la relación entre inteligencia y tamaño craneal, como Anatomie Comparée du Système Nerveux Considéré dans Ses Rapports avec l’Intelligence, París, J.-B. Ballière, 1839-1857, escrito conjuntamente con François Leuret. 189 Cfr. J.-P. Broca, «Sur le volume et la forme du cerveau suivant les individus et suivant les races», 139-207, 301-321, 441-446. 190 Cfr. F. Schiller, Paul Broca, Founder of French Anthropology, Explorer of the Brain, 7-89. 191 Broca expuso sus conclusions en el informe «Remarques sur le siège de la faculté du language articulé, suivies d’une observation d’aphéme (perte de la parole)», presentado ante la Sociedad Anatómica de París en 1861. 192 Cfr. A. Trousseau, «De l’aphasie, maladie décrite récemment sous le nom impropre d’aphémie», 13-14, 2526, 37-39, 48-50. 193 En cualquier caso, es preciso advertir que el examen completo de la funcionalidad del área de Broca, así como de su estructura (en especial de su conectividad con otras áreas), está aún sujeto a un intenso debate científico. Además, se sabe que otras regiones corticales y subcorticales participan también en los procesos relacionados con el lenguaje. Cfr. A. Ford, K. M. McGregor, K. Case, B. Crosson y K. D. White, «Structural connectivity of Broca’s area and medial frontal cortex», 1230-1237. 194 S. Finger, Minds behind the Brain. A History of the Pioneers and their Discoveries, 143. 195 Cfr. ob. cit., 143-144. 196 Broca aplicó estas conclusiones localizacionistas a la explicación de por qué algunos cráneos de hombres primitivos descubiertos en la época presentaban un tamaño mayor que el de los humanos modernos, pese a no disponer del mismo nivel de inteligencia. Para Broca, esos cráneos poseían un notable desarrollo de la parte posterior del cerebro, no de la anterior, en la que se ubican las facultades intelectuales. Cfr. su artículo «Sur les crânes de la caverne de l’Homme Mort (Lozère)», 1-53. El trabajo de Broca como antropólogo alcanzó una notable repercusión entre los científicos de la época. Charles Darwin cita algunos de sus estudios en The Descent of Man and Selection in Relation to Sex. Cfr. F. Pelayo, «La configuración de la paleontología humana y The Descent of Man de Darwin», 87-100. 197 Cfr., entre otros artículos suyos, «Sur le siége de la faculté du langage articulé», 377-393. Es de notar que la neuroanatomía contemporánea distingue dos partes dentro del área de Broca: una parte opercular (posterior) y una parte triangular (anterior), con diferentes asignaciones funcionales. Para un examen más detallado de las estructuras neuroanatómicas asociadas al lenguaje, cfr. J. Narbona y S. Fernández, «Fondements neurobiologiques du développement du langage», 3-27. 198 Cfr. R. Cubelli y C. G. Montagne, «A reappraisal of the controversy of Dax and Broca», 1-12. 199 Cfr. Th. Barlow, «On a case of double cerebral hemiplegia, with cerebral symmetrical lesions», 103-104. 200 Cfr. H. C. Bastian, A Treatise on Aphasia and Other Speech Defects. 201 Cfr. C. Wernicke, Der Aphasische Symptomenkomplex, de 1874. 202 Las importantes conclusiones de Fritsch e Hitzig sobre el córtex motor fueron expuestas en su artículo «Über die elektrische Erregbarkheit des Grosshirns», publicado en 1870. Una traducción inglesa la encontramos en «On the electrical excitability of the cerebrum», en G. von Bonim (ed.), Some Papers on the Cerebral Cortex. 203 Aunque Charles G. Gross juzgue el trabajo de Fritsch e Hitzig como «la primera evidencia experimental sólida de la localización funcional en el córtex cerebral» (A Hole in the Head. More Tales in the History of Neuroscience, 177), esta afirmación parece exagerada. No podemos olvidar que Broca, cinco años antes, en 1865, había ofrecido pruebas convincentes de la localización de la función lingüística relacionada con la sintaxis en el área que hoy lleva su nombre. 204 Cfr. J. H. Jackson, «Convulsive spasms of the right hand and arm preceding epileptic seizures», 110-11.
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205 Cfr. J. H. Jackson, «Hemispheral coordination», 208-209. 206 Cfr. Ch.-E. Brown-Séquard, «Dual character of the brain», 1-21. Sobre la concepción del papel de ambos hemisferios cerebrales en el siglo XIX, cfr. A. Harrington, «Nineteenth-century ideas on hemisphere differences and duality of mind», 617-660. 207 Lo haría en su artículo «A study of convulsions», de 1870, justamente el año en el que Fritsch e Hitzig publicaron su estudio pionero. Es poco probable que Fritsch e Hitzig hubieran tenido en cuenta el trabajo de Jackson en sus investigaciones. 208 Fritsch e Hitzig utilizaron, como hemos visto, estimulación galvánica, lo que les indujo a calificar los movimientos que percibieron en los animales estudiados de «espasmódicos» («Zuckungen»), al modo de contracciones súbitas. Ferrier, por el contrario, al aplicar una estimulación faradaica, y por períodos más prolongados que en el caso de los dos científicos alemanes, describe las reacciones observadas sobre la base de los movimientos naturales a los que se asemejaban. Cfr. C. G. Gross, A Hole in the Head. More Tales in the History of Neuroscience, 109. 209 De Ferrier, cfr. sus estudios «The localization of function in the brain», 228-232); «The Croonian Lecture: Experiments on the brain of monkeys (second series)», 433-488; Functions of the Brain. De J. H. Jackson, cfr. «The Croonian Lectures on evolution and dissolution of the nervous system», 591-593; 660-663; 703-707. Sobre Jackson y Ferrier, cfr. J. González, Breve Historia del Cerebro, 87-98. 210 Cfr. K. L. Tyler y R. Malessa, «The Goltz-Ferrier debates and the triumph of cerebral localizationist theory», 1015-1024.
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Capítulo 5
La neurociencia en el siglo XX: Reduccionismo y holismo Puede afirmarse que existen dos aproximaciones principales al problema fundamental de la neurociencia (cómo entender los mecanismos biológicos que subyacen a la actividad mental): la reduccionista y la holista211. Las estrategias reduccionistas «o “de abajo arriba”, tratan de analizar el sistema nervioso a partir de sus componentes elementales, examinando una molécula, una célula o un circuito al mismo tiempo»212. Los planteamientos holistas, «o “de arriba abajo”», por el contrario, «se centran en las funciones mentales presentes en los seres humanos que se comportan en estado de alerta y en animales intactos experimentalmente accesibles, intentando relacionar tales comportamientos con características de orden superior de grandes sistemas de neuronas»213. Es interesante notar que aquí no se presupone un posicionamiento filosófico cuya formulación abogue por el reduccionismo o por el holismo como claves hermenéuticas de la realidad, sino que, en ambos casos, estamos ante una serie de metodologías de trabajo que han de ser juzgadas a tenor de su utilidad científica, de su vigor para propiciar descubrimientos que amplíen nuestro conocimiento sobre la estructura y el funcionamiento del sistema nervioso, en especial de las facultades mentales. Ejemplos de aproximaciones holistas serían las llevadas a cabo por la teoría de la Gestalt, en la psicología alemana de principios del siglo XX, cuyos trabajos pusieron de relieve que la percepción, como un todo, no puede reducirse a la mera suma de sus partes examinadas aisladamente. Los elementos del estímulo, como la brillantez, la intensidad, no son susceptibles de un tratamiento independiente. El contexto es decisivo en cómo captamos el mundo, fenómeno que, en términos evolutivos, ofrece una gran ventaja para el sistema visual: la adquisición de una mayor independencia con respecto al contenido, pues prima la forma del estímulo visual214. Esta óptica ha abierto, máxime a la luz de las modernas ciencias cognitivas y, más recientemente, de las técnicas de neuroimagen, todo un campo sobre cómo el cerebro reconstruye los datos que recibe del mundo externo. La emergencia de perspectivas «holistas» en el estudio de la mente humana durante el siglo XX se pone también de relieve en el profundo impacto ejercido por el psicoanálisis. Ya desde la publicación de La Interpretación de los Sueños, en 1900, Freud planteaba una tentativa sumamente ambiciosa de comprensión «holista», totalizante, del funcionamiento de la mente humana. Su segmentación del psiquismo en tres instancias (el superego, el ego y el id), así como sus teorías sobre los mecanismos que gobiernan la relación entre los tres topoi de la psique, constituyen tesis audaces que buscan un entendimiento «completo» de cómo opera la mente humana. Pese a los numerosos problemas, sobre todo de índole metodológica, que surgen a colación del paradigma freudiano y de su estatus como propuesta científica, es preciso reconocer que 67
en él cristalizó un intento pionero (de inmensas repercusiones para la psicoterapia) de aproximación a la mente humana como un todo a partir de la psicología, la psiquiatría y la neurología de la época. De hecho, una figura tan relevante para la neurociencia contemporánea como la de Eric Kandel no oculta su «deuda» al valioso estímulo que, en los inicios de su carrera investigadora, le proporcionó el psicoanálisis de Freud215. Los éxitos de los planteamientos reduccionistas resultan igualmente incontestables y, si cabe, más contundentes. El mayor lo constituye, probablemente, el «análisis de los sistemas de señalización del cerebro», para esclarecer tanto los mecanismos moleculares de generación del impulso nervioso como los procesos de comunicación interneuronal216. La aproximación reduccionista cosechó el que quizás represente su éxito más notable con la teoría de la neurona. El cerebro posee, como unidad estructural y funcional, la célula nerviosa o neurona. Es mérito de Santiago Ramón y Cajal haber extendido, frente al criterio imperante en la época, la teoría celular al ámbito del sistema nervioso. La neurona como unidad estructural y funcional del cerebro es un pilar fundamental de las ciencias biológicas. La doctrina de la neurona puede definirse como la teoría celular aplicada al cerebro. La hipótesis iónica explica cómo se transmite la información en el seno de las células nerviosas y cómo se generan las señales eléctricas en las células nerviosas individuales. La teoría química de la transmisión sináptica muestra cómo se comunican las células nerviosas entre sí mediante la liberación de señales de naturaleza química denominadas «neurotransmisores», que son reconocidas por moléculas receptoras. Las tres «encapsulan» gran parte de los conocimientos que poseemos, a día de hoy, sobre las células nerviosas individuales217 desde una aproximación reduccionista, y el grado de sofisticación de nuestro entendimiento de estos procesos ha llegado a tal punto que, a juicio de algunos autores, la «era romántica» del estudio de la electrofisiología de las neuronas está a punto de ser clausurada218. El siglo XX ha presenciado, en suma, tres grandes hitos conceptuales en el estudio científico del cerebro: la elucidación de los mecanismos de señalización en las células nerviosas, que integra este proceso en el contexto más amplio de la biología celular y molecular; la exploración detallada de los patrones de conectividad precisos entre las células nerviosas; y, más recientemente, aproximaciones holistas a la función mental que se valen del desarrollo de las técnicas de neuroimagen, como la tomografía por emisión de positrones y la resonancia magnética funcional219. Estos logros, enormemente aleccionadores, no pueden hacernos olvidar que los interrogantes que persisten sin respuesta son aún más trascendentales, en especial en lo que respecta a la naturaleza de la memoria y de la conciencia. Se aprecian, en cualquier caso, convergencias profundas entre ambos planteamientos. Tanto de un modo holista como reduccionista la ciencia se ha percatado de que el cerebro no se limita a reproducir la realidad del mundo exterior, sino que ya en las etapas iniciales de la transducción sensorial se produce una abstracción y una reestructuración 68
de lo recibido220. El cerebro no es, por tanto, un mero «replicador» del mundo externo, sino que lleva a cabo un importante proceso de elaboración de cuantos estímulos aprehende221. Esta conclusión del moderno estudio científico del cerebro, que concuerda, como hemos apuntado, con las reflexiones en el marco de la teoría de la Gestalt en psicología, encuentra también un interesante eco en la filosofía de Kant. Según el pensador de Königsberg, el sujeto cognoscente no se limita a recibir, pasivamente, datos del mundo empírico, sino que entiende los objetos desde las categorías que posee ‘a priori’222. Por otra parte, y aunque la teoría del conocimiento de Aristóteles difiere notablemente de la de Kant, el Estagirita concibe el acto intelectual como la abstracción de «formas» de la realidad, noción estrechamente relacionada con el concepto de Gestalt. De modo esquemático, podemos sintetizar los hitos respectivos de los planteamientos reduccionista y holista de la siguiente manera: a) Planteamiento reduccionista: 1) Descubrimiento de la neurona como unidad estructural y funcional del cerebro, que se basa, a su vez, en unos principios enunciados por Cajal: la neurona como célula independiente, cuya estructura consiste en un cuerpo neuronal provisto de un axón que se comunica, sinápticamente, con las dendritas de la neurona contigua, y la polarización dinámica del impulso nervioso, es decir, su unidireccionalidad. 2) Formulación de la hipótesis iónica sobre la generación de la señal eléctrica. 3) Elaboración de la teoría química de la transmisión sináptica. 4) Los descubrimientos sobre la naturaleza del aprendizaje y de la memoria como reforzamiento o debilitamiento de las conexiones sinápticas, así como la distinción entre formas de aprendizaje y de memoria (a largo y a corto plazo, implícita y explícita...), fundada en los distintos mecanismos moleculares involucrados. b) Planteamiento holista: 1) Localización de la función cerebral en las distintas áreas de este órgano, que culmina en los trabajos de Wilder Penfield223 y de Roger Sperry sobre las funciones cognitivas de los hemisferios cerebrales224, así como en la información revelada por la utilización de las modernas técnicas de neuroimagen. 2) Los hallazgos de la psicología de la Gestalt sobre el carácter unitario de lo percibido, como una totalidad no reducible a la suma de sus partes. Analicemos ambas aproximaciones con mayor detenimiento. 211 Cfr. Th. P. Albright, Th. M. Jessell, E. R. Kandel y M. I. Posner, «Neural Science: A Century of Progress and the Mysteries that Remain», 1. 212 Cfr. ibíd. 213 Cfr. ibíd. 214 Max Wertheimer, Kurt Koffka y Wolfgang Köhler, entre otros, establecieron una serie de leyes (de
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proximidad, de similitud...) sobre la relación entre lo percibido y lo observado, cuyo principio conceptual establece que la configuración total (o Gestalt) de la escena, y no tanto sus elementos particulares, es clave en cómo interpretamos lo que ven nuestros ojos. Nos detendremos más adelante en el estudio de la psicología de la forma. Cfr. el capítulo «Percepción y neurociencia». 215 Kandel comenzó su carrera como psicoanalista, antes de dedicarse de pleno a la investigación neurocientífica de la mente, y su búsqueda de la base biológica de facultades como la memoria responde, según él mismo confiesa, a una ilusión albergada ya en su juventud: la de lograr «fundar neurobiológicamente» las intuiciones de Freud sobre el superego, el ego y el id, tal y como nuestro autor relata en su autobiografía In Search of Memory. The Emergence of a New Science of Mind. Kandel no ha perdido el interés en el psicoanálisis con el paso del tiempo, sino que más bien se ha reavivado, aunque él es perfectamente consciente de que si esta disciplina no encuentra un engarce sólido y convincente con la moderna neurociencia, se verá desprovista de su ya menguante relevancia académica (cfr. su «La biología y el futuro del psicoanálisis: revisión para un nuevo marco intelectual para la psiquiatría», en Psiquiatría, Psicoanálisis y la Nueva Biología de la Mente, 63-111). Por otra parte, Kandel ha aplicado también los resultados de sus estudios sobre la neurobiología del comportamiento en Aplysia a la caracterización de una temática tan atrayente para el psicoanálisis como la ansiedad (cfr. «De la metapsicología a la biología molecular», en Psiquiatría, Psicoanálisis y la Nueva Biología de la Mente, 123-162). Kandel constata, en cualquier caso, que «el psicoanálisis no ha evolucionado científicamente» («La biología y el futuro del psicoanálisis: revisión para un nuevo marco intelectual para la psiquiatría», en Psiquiatría, Psicoanálisis y la Nueva Biología de la Mente, 68), pero «el declive de esta disciplina debe lamentarse, ya que sigue representando la visión más coherente e intelectualmente satisfactoria de la mente» (ibíd.). Por ello aboga por un acercamiento del psicoanálisis a la biología en general y a la neurociencia en particular, pues de este diálogo podría surgir una comprensión más completa de la mente humana. El problema principal del psicoanálisis reside, sin embargo, en la evidencia innegable de que muchas de sus afirmaciones son incontrastables y parecen alejarse de los procedimientos del método científico. En este sentido, un valor profundo del psicoanálisis radica en su condición de teoría de la cultura, esto es, en su naturaleza filosófica, cuyo vigor conceptual ha abierto importantes horizontes para la reflexión científica y humanística. 216 Cfr. Th. P. Albright, Th. M. Jessell, E. R. Kandel y M. I. Posner, «Neural Science: A Century of Progress and the Mysteries that Remain», 1. 217 Cfr. E. Kandel, In Search of Memory. The Emergence of a New Science of Mind, 59-60. 218 Cfr. Th. P. Albright, Th. M. Jessell, E. R. Kandel y M. I. Posner, «Neural Science: A Century of Progress and the Mysteries that Remain», 15. 219 Cfr. ob. cit., 2. 220 Cfr. ibíd. 221 En palabras de Kandel, «el cerebro no se limita a tomar los datos que recibe a través de los sentidos y a reproducirlos con fidelidad, sino que cada sistema sensorial analiza primero y deconstruye, luego reestructura la información que le llega de acuerdo con sus propias conexiones y reglas» (In Search of Memory. The Emergence of a New Science of Mind, 302). 222 Apriorismo que, por otra parte, se encuentra ya en la filosofía racionalista, por ejemplo en Leibniz, quien afirmó, como si se tratase de un prontuario, «nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu, sed intellectus ipse» («no hay nada en el intelecto que antes no estuviera en el sentido, excepto el propio intelecto»). Frente al empirismo y a toda idea de la mente como una «tabla rasa», Leibniz considera que cuanto recibe el intelecto procede de su interacción con el mundo externo, pero el intelecto mismo precede a todo contacto con la realidad objetiva. En cierto sentido, presenta un carácter apriorístico que conculca toda hipótesis empirista radical, como argumenta en sus Nuevos Ensayos sobre el Entendimiento Humano (en respuesta a los Ensayos del filósofo empirista inglés John Locke). Kant efectuará una tentativa de síntesis entre empirismo y racionalismo con su examen de las condiciones de posibilidad del conocimiento del mundo y su conclusión de que, junto a la intuición empírica, el intelecto «pone» unas categorías que no son deducibles del propio mundo. Cfr. también G. Northoff, «Self and brain: what is self-related processing», 186-187. 223 Cfr. W. Penfield y T. Rasmussen, The Cerebral Cortex of Man: A Clinical Study of Localization and Function. Para las ideas de Penfield sobre la naturaleza de la mente y de su relación con el cerebro (de tintes dualistas), cfr. The Mystery of the Mind: A Critical Study of Consciousness and the Human Brain. 224 Cfr. R. Sperry, «Mental unity following surgical disconnection of the cerebral hemispheres», 293-323.
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Capítulo 6
Los éxitos de la aproximación reduccionista El estudio del sistema nervioso desde un planteamiento reduccionista, es decir, inspirado en el análisis de los elementos fundamentales que lo componen y de cómo estas «infraestructuras» posibilitan el desempeño de las funciones superiores de la mente, ha producido hitos notables. Estos hallazgos no sólo dan cuenta de la legitimidad de este enfoque, sino que infunden la esperanza en un esclarecimiento futuro de cuestiones todavía problemáticas, lo que también permitirá avanzar en la búsqueda de remedios para muchas de las enfermedades neurodegenerativas que tanto sufrimiento causan en nuestra sociedad. La fecundidad del reduccionismo científico en la exploración de la estructura y de las funciones del sistema nervioso se pone de relieve no sólo en sus innegables aportaciones al estudio de la neurona, de las conexiones sinápticas, de la transmisión del impulso nervioso, etc., cuya «época dorada» se iniciaría ya a finales del siglo XIX con el trabajo pionero de Santiago Ramón y Cajal, sino con logros más recientes que manifiestan la capacidad de este enfoque para abordar temáticas, como la del aprendizaje y la memoria, que, prima facie, podrían parecer más adecuadas para un tratamiento exclusivamente holista. Las aportaciones de Eric Kandel constituyen una buena prueba de la vitalidad de las aproximaciones reduccionistas, también cuando se adentran en el examen de las funciones superiores del sistema nervioso. En sus indagaciones sobre la naturaleza del aprendizaje, Kandel empleó una estrategia que él mismo califica de «reduccionista»225. Para ello, utilizó como animal de experimentación un caracol marino gigante denominado Aplysia, precisamente cuando una opinión bastante generalizada aseguraba que el estudio de procesos de semejante complejidad en invertebrados resultaría, a la larga, infructífero, por lo que era más oportuno aventurarse a examinarlo en los vertebrados superiores. Kandel «redujo» el problema, porque si existen formas elementales de aprendizaje en todos los animales con un sistema nervioso evolucionado, deben existir características de los mecanismos de aprendizaje a nivel celular y molecular que se conserven en las especies y que pueden ser bien estudiados incluso en animales invertebrados simples226.
Al comprobar que las células piramidales del hipocampo (en el seno del lóbulo temporal), implicadas en el almacenamiento de la memoria, no poseen propiedades electrofisiológicas sustancialmente distintas a las de otras neuronas cerebrales, es legítimo concluir que las funciones específicas del hipocampo han de proceder de los patrones de conexiones funcionales «y del modo en que estas interacciones se modifican durante el aprendizaje»227. Es preciso, empero, retroceder en la historia para apreciar en su justa medida los éxitos, así como las limitaciones, del enfoque reduccionista en el estudio científico del cerebro. 71
6.1. Ramón y Cajal y las células nerviosas El mérito de Santiago Ramón y Cajal (1852-1934) reside en haber demostrado la individualidad de las neuronas, al desentrañar, de manera detallada, la estructura y el papel del cuerpo neuronal, del axón y de las dendritas. También descubrió la polarización dinámica de la señal eléctrica, que se transmite de modo unidireccional, por lo que las señales se propagan de una célula a otra siempre en la misma dirección228. Cada neurona posee un aparato receptor (las prolongaciones dendríticas y el cuerpo), un aparato emisor (el axón), así como un aparato para la distribución (la arborización terminal de la fibra nerviosa), frente a una transmisión difusa del impulso nervioso. En sus investigaciones, Cajal adoptó dos importantes estrategias: estudió el cerebro de animales neonatos, en cuyo seno la expansión del árbol dendrítico no es aún muy elevada229, y perfeccionó el método de tinción de plata creado por Camillo Golgi (1843-1926), capaz de marcar sólo algunas células pero de una forma tan precisa que permite contemplar el cuerpo celular, el axón y las dendritas de una determinada célula nerviosa. En 1887, a través del neuropsiquiatra Luis Simarro, Cajal tuvo noticias sobre la técnica de Golgi, sobre la que Simarro había escuchado en París, y enseguida se percató de su importancia para el estudio de la estructura fina del sistema nervioso. Para mejorar el método de Golgi, Cajal utilizó la doble impregnación, y sometió las piezas, una vez extraídas del nitrato de plata, a un nuevo tratamiento mediante el baño de osmiobicrómico y una adicional impregnación argéntica. Como él mismo escribe en Recuerdos de mi Vida: a mi regreso a Valencia decidí emplear en grande escala el método de Golgi y estudiarlo con toda la paciencia de que soy capaz. Innumerables probaturas, hechas por Bartual y por mí, en muchos centros nerviosos y especies animales, nos convencieron de que el nuevo recurso analítico tenía ante sí un brillante porvenir, sobre todo si se encontraba manera de corregirlo de su carácter un tanto caprichoso y aleatorio230.
Estos descubrimientos le instaron a extender la teoría celular de Schleiden y Schwann al ámbito del sistema nervioso, frente a lo que pensaba la histología contemporánea, representada por autores como Joseph von Gerlach231, Otto Deiters232 y el propio Camillo Golgi233. Esta disciplina, incapaz de desvelar si el axón y las dendritas de una neurona constituían extensiones de una misma y única célula, así como si existía una membrana celular, habían optado por concebir el sistema nervioso como un tejido reticular que no lo integraban células individuales contiguas234. Poco antes de que Schleiden publicara su teoría celular sobre los organismos vegetales (ampliada por Schwann a los tejidos animales), el anatomista checo Jan Purkinje (1787-1869)235, profesor en la Universidad de Breslau, junto con su alumno Gabriel Valentin (18101883)236, habían identificado en el tejido nervioso una serie de estructuras, que denominaron «kugeln» o glóbulos, en realidad coincidentes con lo que hoy conocemos como cuerpos celulares. El desarrollo que conduciría a la doctrina clásica de la neurona 72
aún precisó de varias décadas, hasta su consolidación con los trabajos de Cajal. Pocos años antes de que Cajal hiciera pública su teoría celular del sistema nervioso, Wilhelm His237 y August Forel238 habían manifestado su oposición a la hipótesis reticular, aunque con escaso eco, pues las evidencias experimentales disponibles parecían apoyarla de manera rotunda239. Cabe mencionar también las contribuciones del médico irlandés Robert Bentley Todd (1809-1860). Conocido fundamentalmente por sus estudios sobre la llamada «parálisis de Todd», fue un pionero en la aplicación de la teoría celular de Schwann a la neurohistología. Así lo ponen de relieve sus obras The Descriptive and Physiological Anatomy of the Brain, Spinal Cord and Ganglions, de 1845, y su Cyclopaedia of Anatomy and Physiology. Todd realizó aportaciones notables tanto a la neurohistología, al identificar la continuidad entre los cuerpos celulares y los axones, como a la electrofisiología del sistema nervioso, pero sus trabajos no gozaron de la atención merecida entre los científicos de la época240. Cajal creó la Revista Trimestral de Histología Normal y Patológica, en la que publicaría, en mayo de 1888, un primer artículo donde figuraban los resultados obtenidos gracias a la modificación del método de Golgi241. En estos novedosos artículos, Cajal constataba que no había encontrado evidencias de que los axones y las dendritas se fusionaran para formar retículos, como los postulados por Gerlach y Golgi. Cajal continuó con su trabajo en esta dirección, y publicó artículos sobre la estructura de, entre otras partes del sistema nervioso, el córtex cerebral, el bulbo olfatorio y la médula espinal. Desilusionado por la escasa repercusión de estos escritos242, a pesar de habérselos enviado a los anatomistas más influyentes de la época, se decidió a traducirlos del castellano al francés, con la sospecha que la lengua constituía uno de los obstáculos principales para la difusión de sus teorías. Consciente de que en octubre de 1889 se celebraba el congreso de la Sociedad Anatómica Alemana en la Universidad de Berlín, Cajal se dispuso a viajar a la capital germana, pertrechado de su microscopio Zeiss y de sus muestras, para exponer sus resultados a algunos de los más importantes histólogos del mundo. Cajal no hablaba alemán, y su conocimiento del francés era bastante rudimentario, pero, armado de tesón y de confianza en sí mismo, situó sus muestras microscópicas en una de las mesas habilitadas para los participantes en el congreso. Al contemplarlas, anatomistas del prestigio de Albert von Kölliker (18171905) quedaron asombrados. Las células nerviosas aparecían ahora con una claridad inédita. Cajal, ilusionado por la recepción tan favorable que habían obtenido sus trabajos en Alemania, regresó a España, no sin antes pasar por Pavía para intentar entrevistarse con Camillo Golgi, a quien no pudo ver por hallarse en Roma, donde cumplía sus obligaciones como senador de la República Italiana243. En su país natal prosiguió con sus investigaciones con una energía asombrosa, indudablemente estimulada por el creciente éxito de sus ideas a nivel internacional. Kölliker contrastó los resultados de Cajal mediante el método modificado de Golgi, y Wilhelm von Waldeyer (1836-1921), 73
impresionado por la obra del científico español, publicó una reseña de sus teorías en 1891244, en la que acuñó el término «neurona» para denominar las células nerviosas identificadas por Cajal. Fue una feliz invención terminológica que confirmó la capacidad de Waldeyer para crear nombres que, a la larga, serían aceptados por la comunidad biológica, pues también a él le debemos la palabra «cromosoma»245. Waldeyer, aun sin introducir nuevas observaciones experimentales, contribuyó a difundir la teoría neuronal, así como al progresivo rechazo de la reticular. Las investigaciones de Cajal, sazonadas con ilustraciones de gran calidad artística, se condensaron en su monumental Textura del Sistema Nervioso del Hombre y de los Vertebrados (publicada, en forma de cuadernos, entre 1899 y 1904; a juicio de Fernando de Castro, «ésta es la obra más original que se ha escrito en neurología»)246, así como en más de un centenar de artículos. Para muchos definen el nacimiento del moderno estudio científico del sistema nervioso247. Cajal compartió el premio Nobel de medicina o fisiología de 1906 con Camillo Golgi, y se convirtió en el primer científico español obsequiado con un honor semejante. Ironías del destino, el italiano dedicó su discurso al recibir tan prestigioso galardón en Estocolmo a exponer una crítica de la teoría de la neurona, mientras que Cajal consagró su ponencia a sintetizar los resultados de su trabajo en la histología del sistema nervioso, con su descubrimiento de la existencia de células nerviosas individuales248. Cajal, la figura más sobresaliente de la denominada «Escuela histológica española», fue capaz de congregar a un nutrido grupo de discípulos que, inspirados por su ilustre estela, realizaron contribuciones relevantes al desarrollo de la neurohistología. Entre ellas, cabe destacar a Jorge Francisco Tello (1880-1938), quien sobresalió en el estudio de los procesos de degeneración y regeneración de terminaciones nerviosas en placas motoras y husos neuromusculares de los músculos esqueléticos, de los procesos regenerativos en vías ópticas y de la influencia del neurotropismo en la regeneración de centros nerviosos; Nicolás Achúcarro (1880-1918), quien investigó la macroglía y la arquitectura de la neuroglia en la corteza cerebral; Pío del Río Hortega (1882-1945), descubridor de la microglía249; Fernando de Castro (1896-1967), autor de importantes trabajos sobre el corpúsculo carotídeo y la organización de los complejos sinápticos, y Rafael Lorente del Nó (1902-1990), eminente neurofisiólogo250. De hecho, la fecundidad de la escuela española fundada por Cajal, pese al daño irreparable causado por la Guerra Civil y por la dispersión de muchos de sus miembros con motivo de este trágico acontecimiento, resulta del todo sorprendente, a tenor de sus contribuciones (muchas de ellas todavía vigentes) a la neurohistología, quizás sólo comparable a la llevada a cabo por la escuela de Pavlov en Rusia251. Cajal puede considerarse, sin exageración, el descubridor de la neurona y, por tanto, el padre del moderno estudio científico del sistema nervioso, uno de cuyos pilares fundamentales estriba precisamente en la constatación de que la neurona representa su unidad estructural y funcional. Nadie defendió con tanta consistencia como él la 74
veracidad de la tesis de la contigüidad de las células nerviosas frente al paradigma continuista de Gerlach, Deiters y Golgi. Nuestro conocimiento sobre la naturaleza de las células nerviosas ha avanzado notablemente desde los tiempos de Cajal, pero fue él quien asentó las bases de la mayor parte de los logros neuroanatómicos que protagonizarían las décadas siguientes. De manera esquemática252, a día de hoy sabemos que en el sistema nervioso existen dos tipos de células: las células nerviosas o neuronas y las células gliales o glía. Las células gliales rodean los cuerpos celulares de las neuronas. En el sistema nervioso central de los vertebrados son, por lo general, del orden de entre diez y cincuenta veces superiores en número a las neuronas. Las células gliales desempeñan un gran número de funciones, entre las que destacan las siguientes: sirven como elemento de soporte, al proporcionar consistencia estructural al encéfalo; dos tipos de células gliales son capaces de producir mielina, la capa aislante que cubre la mayoría de los axones de gran tamaño y es esencial para la correcta conducción del potencial de acción; algunas células gliales recogen restos celulares tras una lesión o al morir una neurona; muchas de ellas tamponan y mantienen constante la concentración de los cationes de potasio del líquido extracelular; algunas captan y retiran transmisores químicos liberados por neuronas; determinadas clases de células gliales guían la migración de neuronas y dirigen el crecimiento de los axones; además, algunas contribuyen a formar una barrera hematoencefálica que impide la penetración de ciertas sustancias tóxicas del torrente sanguíneo en el encéfalo. Las células nerviosas, denominadas sencillamente «neuronas», consisten en un cuerpo celular o soma que actúa como centro metabólico, dotado de un núcleo (donde se encuentra el material genético) y de retículos endoplasmáticos, rugoso y liso, en cuyo seno se sintetizan las proteínas de la célula. Del cuerpo neuronal emergen dos prolongaciones: las dendritas y el axón. Las dendritas, entidades ramificadas, integran el denominado «aparato receptor» de la célula nerviosa, mientras que el axón, único en cada célula, y cuyo diámetro oscila entre los 0’2 y los 20 micrómetros, es una prolongación tubular que crece desde el cono de arranque axónico del soma. Las señales eléctricas propagadas a lo largo del axón constituyen el potencial de acción, esto es, «impulsos rápidos y transitorios que siguen la ley del todo o nada, y que se caracterizan por tener una amplitud de 100 milivoltios y una duración de 1 milisegundo»253. La velocidad de conducción a través del axón es de entre 1 y 100 metros por segundo. Los potenciales de acción son similares en las distintas áreas del sistema nervioso. Este hecho, sumamente notable para la comprensión de la dinámica de la comunicación interneuronal, implica que, a pesar de la variedad de estímulos que lo suscitan, «la información transmitida por un potencial de acción se determina no por la forma de la señal, sino por cómo la señal viaja a lo largo del encéfalo»254, órgano que discrimina las distintas señales aferentes. Los axones se hallan rodeados por una vaina gris de mielina que facilita la conducción del potencial de acción. La existencia de unas interrupciones periódicas, los «nódulos de Ranvier», permite que los potenciales 75
difundidos por el axón se regeneren, para así mantener su propagación. El axón, en la parte final, se ramifica y contacta con otras neuronas en la sinapsis. Desde un criterio morfológico, podemos identificar tres grandes grupos de células nerviosas: a) Neuronas unipolares, que predominan en los invertebrados y suelen tener una prolongación primaria única desde el soma, subdividido en ramas: una sirve como axón y las otras como dendritas. Las dendritas nunca emergen directamente del cuerpo celular. b) Neuronas bipolares, cuyo soma presenta una forma ovoidea que da lugar a dos prolongaciones: una dendrítica, que transmite la información hacia el soma, y otra axónica, que la conduce desde el soma. Muchas de estas células nerviosas bipolares son neuronas sensoriales, tales como las células bipolares de la retina o las del epitelio olfatorio. Las neuronas pseudounipolares, por su parte, responden a un tipo de neuronas originariamente bipolares que, en un determinado momento de su desarrollo, se fusionan para formar un axón único que brota del soma y se divide en dos: un segmento se dirige hacia la periferia y otro hacia el sistema nervioso central. Muchas de estas células nerviosas desempeñan funciones sensoriales, encargadas de procesar información relativa al tacto, la presión, el dolor, etc. c) Neuronas multipolares, que abundan en los vertebrados, dotadas de un axón único y de dendritas que emergen en cualquier parte del soma. En el caso de las células de Purkinje del cerebelo, el árbol dendrítico llega a recibir hasta ciento cincuenta mil contactos sinápticos. En lo que respecta a su funcionalidad, las neuronas sensoriales o aferentes transportan información perceptiva y de coordinación motora255, mientras que las neuronas motoras procesan las órdenes enviadas a los músculos y a las glándulas. Ambas establecen sinapsis con otras neuronas, que, en atención a sus conexiones, pueden considerarse neuronas de proyección o interneuronas. Es admirable que Ramón y Cajal, quien únicamente disponía de un sencillo microscopio óptico, fuera capaz de proponer una clasificación morfológica y funcional de los distintos tipos de células nerviosas asombrosamente adelantada para su época. 6.2. Sherrington y la acción integradora del sistema nervioso Los hallazgos de Cajal abrieron un nuevo y brillante horizonte para el estudio científico del cerebro, cuya ulterior «etapa» la protagonizaría el neurofisiólogo británico Sir Charles Scott Sherrington (1857-1952)256, a quien debemos el término «sinapsis» (acuñado en 1897 a partir del griego sinapsis, «cerrar») para denominar el punto específico donde se comunican dos neuronas entre sí. Sherrington, educado como médico en Londres, Edimburgo y Cambridge, se inclinó por el estudio de la fisiología después de leer las investigaciones de David Ferrier sobre el córtex cerebral. Persona de amplios intereses intelectuales, Sherrington cultivó una intensa pasión por la filosofía y por la literatura (especialmente por Goethe), reflejada en su obra poética y en libros 76
como Man on His Nature257. En su etapa en Cambridge, Sherrington coincidió con Michael Foster, a la sazón el director del departamento de fisiología de esta universidad y fundador de la prestigiosa revista Journal of Physiology, en cuyas páginas se publicarían algunos de los artículos más importantes de la neurofisiología del siglo XX. Sherrington trabajó como ayudante de John Newport Langley (1852-1925), con quien editó algunos de sus primeros artículos258. Posteriormente, nuestro hombre se trasladó como médico residente al «St. Thomas’ Hospital» de Londres, para más tarde desplazarse hasta Bonn, donde estudió con Edouard Pflüger (quien, como hemos visto, era un renombrado experto en la acción refleja), y a Estrasburgo, donde colaboró con Friedrich Goltz (a quien ya nos hemos referido por su oposición a las ideas corticalistas de Ferrier). Sherrington dedicó algunos años al análisis del cólera a petición de dos sociedades británicas y ante la epidemia de cólera asiático que se había desatado en Europa meridional. Trabajó con Virchow y con Robert Koch (1843-1910), padre de la bacteriología médica y descubridor del bacilo de la tuberculosis, y en Berlín asistió a cursos de importantes neurofisiólogos como Helmholtz, Émile Du Bois-Reymond (1818-1896) y Waldeyer. En 1891, Sherrington fue nombrado profesor en la Brown Institution de la Universidad de Londres, donde continuó con sus investigaciones sobre patología e inmunología, si bien se centró, paulatinamente, en el estudio del sistema nervioso, rama a la que acabaría por consagrar todas sus energías científicas. Uno de sus profesores en Cambridge, Walter Holbrook Gaskell (1847-1914), le aconsejó que se enfocara primero en el análisis de la médula espinal, a priori más simple y abordable que el examen del córtex cerebral. Como vimos, Descartes, en su L’Homme, se había referido a la existencia de acciones reflejas, esto es, de movimientos involuntarios en los que no mediaba un acto consciente. Thomas Willis asumió esta idea cartesiana, y la explicó desde la hipótesis de que los espíritus animales en el sistema nervioso central eran «reflejados» hacia los músculos inmediatamente después de tener lugar el estímulo. Sherrington estudió el reflejo en la rodilla con monos, conejos, gatos y perros, y apoyó la idea de Wilherlm Heinrich Erb (1840-1921)259 de que se trataba de un verdadero reflejo, asociado a la médula espinal. Logró identificar el mecanismo exacto de las neuronas motoras y sensoriales implicadas260. Sherrington sugirió la existencia de órganos musculares especializados en el procesamiento de acciones reflejas261. Muchos dudaban de la realidad de estas terminales de un «sexto sentido», pero lo cierto es que, al formular su hipótesis, el científico británico inauguraba un campo sumamente fecundo en la neurociencia del siglo XX: el estudio del sistema propioceptor. En sus trabajos con monos, Sherrington destinó varios años al examen de los nervios espinales sensoriales y motores, para analizar las distribuciones anatómicas de las raíces espinales262. En 1895 se trasladó al University College de Liverpool, y durante el período como docente e investigador en esa ciudad inglesa, Sherrington indagó, meticulosamente, en la inervación recíproca, planteada ya por Descartes en su l’Homme 77
y explorada también por autores como Bell263 y Hall264, así como en los mecanismos de coordinación entre los reflejos motores de inhibición y los reflejos motores de excitación. En 1896, tras descerebrar animales anestesiados, Sherrington fue capaz de desconectar el sistema nervioso periférico y la médula espinal de los centros de organización cerebrales. Propició un estado de inconsciencia en los especímenes que le permitió estudiar las claves de la inervación recíproca. Comprobó, de esta manera, que al estimular una extremidad se producía coordinación motora, de tal forma que se generaba automáticamente un movimiento en la extremidad opuesta, sin mediar una acción consciente265. Los hallazgos de Sherrington sobre las acciones reflejas cristalizaron en su obra The Integrative Action of the Nervous System (1906)266, fruto de las diez conferencias (las «Silliman Lectures») dictadas en 1904 en la Universidad de Yale. Sherrington comprendió que una característica fundamental del sistema nervioso reside en su función integradora: el propio sistema «integra» la información disponible y la «discrimina» de acuerdo con sus necesidades, para así emitir la respuesta adecuada267. A juicio de la neurocientífica italiana Rita Levi-Montalcini, la propiedad más importante del sistema nervioso estriba precisamente en este papel integrador, discernible ya en los celentéreos (las criaturas más antiguas dotadas de sistema nervioso)268. No menos relevante, Sherrington se percató de que no todas las sinapsis son de naturaleza excitadora, pues la mayoría exhibe cualidades inhibidoras, de tal manera que una neurona motora puede recibir impulsos excitadores o inhibidores. El adecuado entendimiento de la «inhibición» como proceso activo, y no simplemente como la ausencia de excitación, constituye una de las aportaciones más notables de Sherrington al estudio científico del sistema nervioso. Cajal ni siquiera lo había intuido, y no es fácil comprender por qué Cajal realizó todas sus interpretaciones funcionales sobre la base del flujo continuo de excitación, en que lo importante es «la vía de conducción» (véanse las flechas en cualquiera de los dibujos de Cajal). Ningún indicio del concepto de inhibición. Una actividad que hoy sabemos representa una fracción mucho mayor que la de excitación, especialmente en aquellos centros cerebrales en los que tienen lugar procesos de integración269.
Décadas más tarde, entre los años 50 y 60, el neurofisiólogo australiano Sir John Eccles (1903-1997), alumno de Sherrington, elucidará los mecanismos iónicos mediante los cuales las neuronas motoras generan sus acciones inhibidoras y excitadoras. Obtendrá, por este trabajo, el premio Nobel de medicina o fisiología en 1963270. Sherrington, en definitiva, advirtió que los animales poseedores de un sistema nervioso más desarrollado operan como un todo unificado en virtud de la integración central de la función nerviosa. Por sus contribuciones a la neurofisiología, Sherrington recibió el premio Nobel de medicina o fisiología en 1932, compartido con el también londinense Edgar Adrian. 6.3. El descubrimiento del potencial de acción y la formulación de la hipótesis 78
iónica para la transmisión del impulso nervioso Edgar Douglas Adrian realizó importantes aportaciones al estudio de la electrofisiología del sistema nervioso. Reveló la naturaleza del mecanismo empleado por la práctica totalidad de las neuronas para enviar señales en el seno de la célula: el potencial de acción271. Se trataba de una dinámica que tanto las neuronas motoras como las sensoriales compartían, por lo que resultaba evidente que la funcionalidad de la neurona no dependía del potencial de acción, sino del circuito concreto al que perteneciera. Adrian había estudiado con Keith Lucas (1879-1916) en la Universidad de Cambridge. Lucas estaba interesado en la fisiología muscular. Investigó la flexión de los músculos, con la intención de esclarecer el mecanismo que emplean estos órganos para flexionarse parcialmente. Descubrió que esta capacidad se debe a que algunas fibras musculares se contraen por entero, mientras que otras ni siquiera lo hacen de modo parcial272. Este sistema de «todo o nada» reaparecerá, como mostrará años más tarde Adrian, en el análisis del potencial de acción que emplean las células nerviosas. Fue el propio Lucas quien le sugirió a Adrian que profundizase en el análisis del mecanismo de «todo o nada» en el sistema nervioso. Debido a las notables dificultades técnicas, Adrian se vio obligado a agudizar su ingenio a la hora de desarrollar los dispositivos experimentales adecuados. Logró aislar un nervio de gran tamaño de una rana e introducirlo en una cámara, donde lo narcotizaba con vapores alcohólicos que debilitaban la señal nerviosa sin bloquearla por completo. Si el principio de «todo o nada» era correcto, el impulso atenuado debería recuperar la intensidad inicial al escapar del influjo de los vapores de alcohol. Es esta la situación que Adrian detectó273. Lucas falleció en un trágico accidente aéreo en 1916, y Adrian editó, a título póstumo, el libro The Conduction of the Nerve Impulse (1917). En el discurso de recepción del premio Nobel en 1932, Adrian haría referencia a la importancia del trabajo de Keith Lucas sobre el mecanismo de «todo o nada» para el desarrollo de la neurofisiología. Faltaba, sin embargo, desvelar la naturaleza del sistema utilizado por las células nerviosas en la transmisión de señales. Para llevar a cabo semejante hallazgo, Adrian hubo de introducir notables innovaciones técnicas en un reto de gran envergadura: la medición del impulso nervioso, hasta llegar al registro de una neurona individual274. Se valió de las mejoras técnicas introducidas por científicos como Alexander Forbes (18821965), Herbert Gasser (1888-1963) y Joseph Erlanger (1874-1965), estos dos últimos galardonados con el premio Nobel de medicina o fisiología en 1947 por sus contribuciones al estudio de la propagación del impulso nervioso en axones individuales y su clasificación de las fibras nerviosas en tres tipos, según la velocidad de conducción de la señal nerviosa275. Adrian, junto con el estudiante sueco Yngve Zotterman (18981982), puso de relieve, primero, que el impulso nervioso procede según un patrón de «todo o nada», porque todos los impulsos registrados exhibían la misma intensidad; segundo, que la intensidad de las sensaciones era codificada por la neurona en virtud de la frecuencia de «disparo»; en tercer lugar, que la tasa de disparos se reducía 79
drásticamente cuando el estímulo se hacía constante, lo que sugería que los nervios se encuentran preparados para reaccionar, fundamentalmente, ante los cambios276. Gracias a las investigaciones de Adrian, la electrofisiología del sistema nervioso recibió un impulso decisivo. A ello hemos de sumar el hecho de que, poco antes, en 1924, Hans Berger (1873-1941), profesor de psiquiatría y de neurología en la Universidad de Jena, había sido capaz de registrar las ondas eléctricas del cerebro humano, aunque no publicó su descubrimiento hasta 1929277. Adrian desempeñó un papel clave en la difusión del trabajo de Berger sobre el electroencefalograma humano. Berger, brillante científico, afrontó, sin embargo, un destino trágico: perseguido por su condición de judío en tiempos del régimen nazi, acabó por suicidarse en 1941. El estudio del potencial de acción del impulso nervioso abrió un nuevo campo de investigación que culminaría con los trabajos de Alan Hodgkin, Andrew Huxley y Bernard Katz, claves en la formulación de la hipótesis iónica. Estos tres científicos examinaron los flujos de corriente asociados al potencial de acción. Hodgkin y Huxley estudiaron, en concreto, la transmisión del impulso nervioso en el axón del calamar gigante de manera cuantitativa278. Este trabajo fue precedido por un descubrimiento, obra de Kenneth Cole y Howard Curtis en los años 30: al generarse un potencial de acción, la membrana del axón experimenta un cambio de conductancia iónica279. Este hallazgo ayudó a establecer que el potencial de reposo de membrana280 se produce mediante canales insensibles al voltaje, permeables, sobre todo, a los iones de potasio (K+). Por su parte, la generación y propagación del potencial de acción requiere de dos rutas sensibles al voltaje, una selectiva de los iones de sodio (Na+) y otra selectiva de los iones de potasio (K+). La hipótesis iónica, cuyos principios esclarecen los mecanismos a través de los que opera el potencial de acción del impulso nervioso, condensa uno de los grandes logros en el estudio del sistema nervioso, entre otras razones porque vincula estrechamente la neurobiología con otras ramas de la biología celular, por cuanto la permeabilidad de la membrana celular a iones de bajo tamaño representa una característica común de toda célula281. Un avance importante en esta dirección se produciría décadas más tarde, con el esclarecimiento de la naturaleza molecular del poro de la membrana y de los mecanismos de selectividad iónica. Este resultado facilitaría la aplicación de los conocimientos disponibles de biología molecular al estudio del sistema nervioso. A finales de los años 60 y principios de los 70, Bertil Hille y Clay Armstrong abordaron el examen de la estructura de los canales iónicos. Armstrong mostraría también cuáles son los mecanismos moleculares de activación y desactivación de los canales iónicos282. Un hito importante en el estudio de los canales iónicos vino propiciado por la mejora en la tecnología de medición. Si los trabajos de Hodgkin y Huxley habían utilizado la denominada «técnica de fijación del voltaje» (voltage-clamp), en los años 70 los alemanes Edwin Neher y Bert Sakmann desarrollaron los métodos de «patch80
clamp»283, capaces de caracterizar las corrientes elementales que fluyen cuando un único canal iónico pasa de una conformación cerrada a una abierta. Esta técnica podía aplicarse a células de menor tamaño (de entre 2 y 5 micrómetros, frente a los más de 50 precisados por la voltage-clamp), lo que puso de manifiesto que la práctica totalidad de las células poseen, en sus membranas externas (y, en ciertos casos, en las internas), una serie de canales iónicos que guardan estrecha semejanza con los de las células nerviosas, aunque de especies iónicas de calcio (Ca2+)284 y de potasio (K+). Además, esta técnica posibilitaba también analizar canales sensibles al ligando, y no sólo los sensibles al voltaje, ventaja de inmensa utilidad en el estudio de la transmisión sináptica química. A día de hoy, sabemos que los canales iónicos están constituidos por proteínas integrales que atraviesan la membrana celular. Se encuentran en todas las células del organismo285. La particularidad de los canales iónicos propios de las células nerviosas y musculares radica en la gran cantidad de iones que cada canal es capaz de conducir a través de la membrana celular: aproximadamente cien mil iones por segundo, corriente que causa los cambios rápidos en el potencial de membrana demandados para generar el potencial de acción. Hemos de tener en cuenta que la comunicación entre las neuronas depende de cambios rápidos en el potencial eléctrico a través de la membrana de la célula nerviosa. Durante el potencial de acción, el potencial de membrana cambia súbitamente, modificación tan extrema posible gracias a tres importantes propiedades que exhiben los canales iónicos: su alta conductancia iónica, su selectividad (los canales se especializan en permitir el paso de iones concretos) y su apertura o cierre en respuesta a señales de índole eléctrica, mecánica o química. Los canales iónicos de todas las células del organismo comparten una serie de características: el flujo de iones a través de ellos es pasivo (no exige un gasto de energía metabólica), su apertura y su cierre requiere de modificaciones conformacionales y cada tipo de canal iónico posee variantes localizadas en los distintos tejidos. En las neuronas existe más de una docena de tipos básicos de canales, con sus respectivas isoformas286. 6.4. La teoría química de la transmisión sináptica La hipótesis iónica, junto con el desarrollo posterior de una visión precisa de la naturaleza de los canales de intercambio del sodio y del potasio, uno de los pilares del estudio electrofisiológico de las neuronas, ha de complementarse con el examen de la naturaleza de la transmisión sináptica entre las neuronas, que constituye otro de los grandes hitos de la neurociencia del siglo XX287. Un descubrimiento capital a estos efectos se produjo gracias al trabajo de, principalmente, John Langley288, Otto Loewi (1873-1961), Sir Henry Dale (1875-1961)289 y Wilhelm Feldberg (1900-1993), al desvelar que la transmisión sináptica entre neuronas acontece, mayoritariamente, en virtud de un proceso de naturaleza química. Esta posibilidad había sido sugerida en 1877 por el electrofisiólogo alemán Émil du Bois-Reymond290, aunque su idea gozó de 81
escasa —por no decir nula— repercusión. Como indica Finger, dos razones explicarían la exigua resonancia atesorada por la hipótesis de Du Bois-Reymond: la falta de pruebas experimentales y el hecho, en absoluto desdeñable, de que el científico alemán la hubiese propuesto como una idea más entre otras muchas presentes en su masiva obra Gesammelte Abhandlungen zur Allgemeinen Muskel – und Nervenphysik. Fue necesario esperar hasta el siglo XX para que la hipótesis de una transmisión química de la actividad nerviosa adquiriera relevancia291. De manera independiente, Dale y Loewi descubrieron que cuando el potencial de acción en una neurona del sistema nervioso autónomo llega a las terminales del axón, provoca que una sustancia química, el neurotransmisor, se libere a la altura de la sinapsis, para atravesarla y ser capturada por unas moléculas especializadas (los «receptores») en la superficie externa de la membrana de la célula nerviosa hacia la que va dirigida292. En un célebre experimento, Loewi estimuló el nervio vago de una rana, responsable de ralentizar la frecuencia de latidos del corazón, y causó que emitiera potenciales de acción cuyos efectos disminuían el ritmo cardíaco del anfibio. En una solución Ringer de suero salino, recogió el fluido circundante al corazón del anuro durante la estimulación de su nervio vago y después de ella, para inyectarlo en el corazón de una segunda rana. De inmediato, los latidos del segundo corazón descendieron en su frecuencia. Como no se había originado ningún potencial de acción en la segunda rana, era preciso suponer que el nervio vago del primer anfibio había liberado una sustancia química, contenida en el fluido que Loewi había transmitido a la segunda rana. Este compuesto, tal y como Loewi y Dale mostrarían más tarde, era la acetilcolina. Loewi procedió análogamente con el nervio acelerador, donde observó el mismo fenómeno, sólo que en este caso aumentaban, como cabía esperar, los latidos del segundo corazón al introducirle el fluido del corazón de la primera rana293. Es preciso notar, en cualquier caso, que un discípulo de Langley, Thomas Renton Elliott (1877-1961), había sugerido un modelo químico para la propagación de las señales nerviosas. Según su esquema, la recepción de un impulso eléctrico liberaría el neurotransmisor, sintetizado y almacenado en la terminal nerviosa. Esta sustancia atravesaría la hendidura sináptica y propiciaría la transducción eléctrica en la membrana postsináptica294. El descubrimiento de los neurotransmisores avivó una importante controversia en el seno de la comunidad neurocientífica que duraría hasta bien entrados los años 50: ¿responde la transmisión entre las neuronas del sistema nervioso central a un proceso de naturaleza eléctrica o química?295 Se había constatado que, en efecto, en el sistema nervioso autónomo primaba la transmisión química, mediada por sustancias como la acetilcolina, pero no había acuerdo unánime en lo concerniente al sistema nervioso central. Muchos electrofisiólogos eminentes mantenían que en el cerebro y en el sistema nervioso central la transmisión del impulso nervioso respondía a un fenómeno de naturaleza eléctrica, no química. Destacaron, entre otros partidarios de esta postura, Albert Fessard, Rafael Lorente del Nó (discípulo de Cajal), John Fulton, Herbert Gasser 82
y Joseph Erlanger. Partidarios de la naturaleza química de la mayoría de las transmisiones sinápticas también en el sistema nervioso central eran científicos como los ya citados Loewi, Dale y Walter Cannon. Los que defendían la transmisión de tipo eléctrica se revelaron incapaces de justificar la demora de entre 0’2 y 0’4 milisegundos que, según se había descubierto, tenía lugar en las sinapsis, pues era muy superior a la requerida por la transmisión eléctrica. En los años 50, gracias a la aplicación del microscopio electrónico, dotado de un poder de resolución que excedía el alcance del microscopio óptico296, se comprobó que existía un «espacio sináptico», ya predicho por Cajal y Sherrington. Esta hendidura era en muchos casos tan pronunciada que sugería que un mediador molecular conseguiría atravesarla, en línea con lo postulado por la teoría química de la transmisión sináptica. El neurocientífico australiano Sir John Eccles (1903-1997), quien se había mostrado favorable a la transmisión eléctrica frente a la química, descubrió que tanto la excitación como la inhibición sináptica en la médula espinal venían mediadas por una transmisión sináptica química297. Parecía entonces claro que los hallazgos de Loewi, Dale, Katz y otros autores en el ámbito de las sinapsis periféricas podían ser extrapolados también al sistema nervioso central. Las transmisiones sinápticas pueden ser, por tanto, de naturaleza eléctrica o química. En el caso de las sinapsis eléctricas, la conducción del potencial de acción es el resultado del flujo pasivo de corriente desde la neurona presináptica a la célula postsináptica. En las químicas, una sustancia liberada por la neurona presináptica inicia el flujo de corriente en la célula postsináptica. Se estima que la gran mayoría de las transmisiones sinápticas es de naturaleza química, y gracias a la microscopía electrónica sabemos también que ambos tipos de sinapsis manifiestan diferencias morfológicas notables. En las de carácter eléctrico, la distancia entre las membranas celulares pre y postsinápticas es menor que en las químicas, y una serie de canales de unión íntima en la membrana celular de las neuronas pre y postsináptica sirven como «puentes» entre el citoplasma de ambas células. Las sinapsis de naturaleza química, por el contrario, carecen de continuidad citoplasmática entre ambas células: las neuronas se encuentran separadas por una hendidura («gap») sináptica, que oscila entre los 20 y los 40 nanómetros. Estas divergencias estructurales afectan significativamente a la funcionalidad de las dos clases de sinapsis. Las eléctricas proporcionan una transmisión instantánea de la señal. Las sinapsis químicas, por su parte, son más lentas, pero poseen una propiedad sumamente relevante: son susceptibles de amplificación, por lo que «con la liberación de una sola vesícula sináptica, se vierten varios miles de moléculas almacenadas de transmisor»298. Un solo potencial de acción libera miles de moléculas de neurotransmisor, lo que permite la amplificación de las señales de una a otra neurona. En los años 50 y 60 asistimos a una serie de avances notables en la comprensión de la transmisión sináptica y de la naturaleza de los neurotransmisores. Uno de sus protagonistas fue el neurofisiólogo y neurofarmacólogo de origen austro-húngaro Stephen Kuffler (1913-1980), afincado en los Estados Unidos, donde ejerció su docencia 83
e investigación en universidades como Chicago, Johns Hopkins y Harvard. Kuffler había trabajado, en Australia y Europa, con científicos tan eminentes como Sir John Eccles y Sir Bernard Katz, y realizó contribuciones fundamentales tanto a la fisiología muscular como al esclarecimiento de la naturaleza inhibidora del neurotransmisor GABA. Kuffler creó en 1966 el primer departamento de neurobiología del mundo, ubicado en la Universidad de Harvard, fiel a la convicción, entonces investida de un cierto carácter profético, de la necesidad de implantar un enfoque interdisciplinar en el estudio del sistema nervioso. Apostó por combinar las herramientas metodológicas y las aproximaciones conceptuales de ramas que habían trabajado casi por separado en la exploración del cerebro, como la fisiología, la bioquímica, la histología y la neuroanatomía. Además, utilizó técnicas sumamente innovadoras como la microscopía electrónica. Kuffler efectuó aportaciones significativas al estudio de la transmisión sináptica, la inhibición presináptica y la fisiología de las células gliales, entre otras investigaciones relevantes299. En los años 50, Bernard Katz descubrió, en colaboración con el neurofisiólogo español, nacido en Salamanca, José del Castillo (1920-2002), el británico Paul Fatt y el mexicano Ricardo Miledi (1927-...), que la liberación de neurotransmisores desde las terminales sinápticas se hallaba «cuantizada», esto es, sólo tenía lugar de manera discreta300. La acetilcolina, principal neurotransmisor estudiado por Katz, no se libera en moléculas singulares, sino en paquetes multimoleculares o ‘quanta’. Cada cuanto de acetilcolina se almacena en un orgánulo, la vesícula sináptica, y se libera por exocitosis en unas zonas específicas como respuesta a un potencial de acción presináptico. En ocasiones, incluso sin que medie un proceso de activación, las sinapsis pueden liberar estos quanta espontáneamente301. A día de hoy, nos consta que la acción de la acetilcolina es regulada por una enzima inhibidora, la acetilcolinesterasa, mediante un proceso de degradación enzimática. Sin embargo, no es este el caso para la gran mayoría de los neurotransmisores, sustancias que, como descubieran Julius Axelrod y sus colaboradores en 1959 a propósito de la norepinefrina, no son inhibidas por degradación enzimática, sino por un mecanismo de «bombeo» que las lleva de vuelta a la terminal del nervio presináptico302, fenómeno conocido como «recaptación». En la actualidad, se considera que un mensajero químico debe cumplir, al menos, cuatro características para que podamos englobarlo dentro de la categoría de los neurotransmisores: ha de sintetizarse en la neurona; debe estar presente en un terminal presináptico, y liberarse en cantidades suficientes como para producir un efecto definido sobre la neurona postsináptica; si se administra exógenamente, ha de reproducir, con fidelidad, los efectos que generaría en caso de haber sido liberado endógenamente por la propia célula nerviosa; finalmente, debe existir un mecanismo concreto que retire la sustancia neurotransmisora de la hendidura sináptica en cuyo seno actúa303. Las décadas de los 60 y 70 experimentaron un avance significativo en la investigación sobre los neurotransmisores. Se descubrió que el neurotransmisor se unía a una proteína receptora (el ligando) cuya estructura regulaba directamente la apertura de un canal 84
iónico. En las últimas décadas se han obtenido importantes avances en la modelización molecular de los canales iónicos y de las proteínas asociadas a su regulación. Así, por ejemplo, Paul Greengard descubrió en los 70 que los neurotransmisores encargados de activar los canales ionotrópicos (como la acetilcolina, el glutamato y la serotonina) interaccionan también con receptores metabotrópicos, generadores de respuestas sinápticas lentas que llegan a durar segundos e incluso minutos. Este hecho pone de manifiesto que una sola neurona presináptica, mediante la liberación de un único neurotransmisor, es capaz de suscitar una variedad de acciones en distintas células, a través de la activación de distintos receptores ionotrópicos o metabotrópicos. La transducción de las respuestas sinápticas lentas involucra una serie de receptores que no se acoplan directamente a los canales iónicos, sino que lo hacen de manera indirecta, al adherirse a proteínas G. Estas, a su vez, acoplan dichos receptores a unas enzimas efectoras que activan segundos mensajeros, como el AMPc o el GMPc. Por lo general, dichas sustancias desencadenan una señal molecular en cascada, habitualmente una proteína quinasa (enzima que usa ATP como dador de grupos fosforilos) que regula la función de los canales iónicos mediante la fosforilación de la proteína del canal o de una proteína reguladora asociada304. De los prolijos análisis llevados a cabo en este campo, cabe destacar las siguientes conclusiones: 1) Existe una serie de segundos mensajeros que regulan el funcionamiento de los canales y actúan, de maneras diversas, en sus dominios citoplasmáticos. 2) A través de los segundos mensajeros, los neurotransmisores pueden modificar otras proteínas, no sólo las asociadas a los canales iónicos, dinámica que genera una respuesta molecular coordinada en el seno de la célula postsináptica. 3) Los segundos mensajeros pueden también penetrar en el núcleo de la célula postsináptica y así alterar la proteína reguladora de la transcripción, fenómeno que afecta a la expresión génica305. 6.5. Avances en el estudio citoarquitectónico de la corteza cerebral A comienzos del siglo XX, el estudio citoarquitectónico de la corteza cerebral experimentó un progreso notable306. Theodore Meynert (1833-1892), neurólogo y psiquiatra alemán, había examinado la estructura de las distintas zonas de la corteza cerebral con un propósito anatomo-patológico307. En 1874, el anatomista ucraniano Vladimir Betz (1834-1894) proporcionó una descripción de las denominadas «células piramidales gigantes» del córtex cerebral308. En 1905, el neurólogo y patólogo australiano Alfred Walter Campbell (1868-1937) publicó una influyente monografía sobre la estructura de la corteza cerebral, en cuyas páginas clasificaba, funcionalmente, distintas áreas del cerebro309. El también australiano Sir Grafton Elliot Smith (187185
1937), destacado antropólogo y arqueólogo, poseedor de conocimientos enciclopédicos y conocido por sus controvertidas teorías sobre el difusionismo cultural, parceló la corteza cerebral en cincuenta áreas310. Favorable también a la parcelación del córtex cerebral en áreas se mostró el neurocirujano alemán Otfried Foerster (1873-1941)311. En 1909, el neurólogo alemán Korbinian Brodmann (1868-1918) publicó una división sistemática de la corteza cerebral humana en cuarenta y tres áreas312. Brodmann había estudiado con el neurólogo y psicólogo alemán Oskar Vogt (1870-1959) en el Neurobiologisches Universitäts-Laboratorium de Berlín, fundado en 1898. Junto con su mujer, la importante neuróloga (de origen francés) Cécile Vogt-Mugnier (1875-1962), Oskar Vogt había llevado a cabo numerosos estudios sobre la relación entre la estructura neuroanatómica y las cualidades psicológicas, en especial la inteligencia. Los Vogt realizaron múltiples trabajos sobre la citoarquitectura de mielina de la corteza cerebral y sobre los ganglios basales313. Fue Vogt quien aconsejó a Brodmann emprender un examen sistemático de la estructura de la corteza cerebral mediante la utilización del método de Nissl, llamado así en honor del neurólogo alemán Franz Nissl (1860-1918). Esta técnica tiñe los ácidos nucleicos de la célula. Se ha demostrado que su «mapa de zonas cerebrales» (las denominadas «áreas de Brodmann»), inicialmente circunscrito a intereses citoarquitectónicos, posee un importante correlato funcional, del que la neurociencia contemporánea se hace continuo eco. A modo de ejemplo, se sabe que en el área 17 reside la corteza visual primaria, en las áreas 41 y 42, la corteza auditiva primaria, en las áreas 1, 2 y 3, la corteza somatosensorial primaria y en el área 4, la corteza motora314. Brodmann también introdujo valiosas consideraciones de carácter evolutivo, referidas a las modificaciones en la estructura de la corteza cerebral en la escala filogenética de los mamíferos superiores, y las integró con sus conclusiones histológicas y con sus inferencias sobre la localización funcional315. Paralelamente, el también alemán Ludwig Edinger (1855-1918), anatomista y neurólogo, cultivó de modo significativo la citoarquitectónica comparada. Su libro de texto, Vorlesungen über den Bau der nervösen Zentralorgane, cuya primera versión había aparecido en 1885, gozó de gran repercusión en la enseñanza médica de la época. Esta obra reconocía, con nitidez, las diferencias entre el prosencéfalo de los principales grupos de vertebrados, al tiempo que constataba la relativa «homogeneidad» entre el mesencéfalo y el rombencéfalo. Dentro del prosencéfalo, Edinger distinguió el «paleoencéfalo», que se encontraría en todos los vertebrados, y el «neoencéfalo», exclusivo de animales superiores, más evolucionados que los peces cartilaginosos. En los vertebrados más desarrollados, el neoencéfalo aumentaría tanto en tamaño como en complejidad a lo largo de la escala filogenética. Los conceptos de «paleoencéfalo» y «neoencéfalo» han perdido vigencia en la neuroanatomía moderna, pero la tesis fundamental de Edinger sobre la evolución secuencial del prosencéfalo mediante la «adición» de partes parece haber recobrado actualidad con la teoría del «cerebro triple» (triune brain) del neurocientífico norteamericano Paul D. MacLean (1913-2007)316. 86
Según ella, el cerebro humano se compone, en realidad, de tres cerebros: el reptiliano, el límbico (o paleomamífero) y el neomamífero o neocortical317. MacLean ha desempeñado un papel fundamental en la revitalización de los estudios del sistema límbico. La neuroanatomía comparada, iniciada por autores como el anatomista y palentólogo británico Sir Richard Owen (1804-1892), quien acuñó el término «dinosaurio» («lagarto terrible» en griego), y el también inglés Thomas Huxley (1825-1895) en el siglo XIX318, florecería en las décadas posteriores a la publicación de los trabajos de Edinger. El propio Ramón y Cajal realizó contribuciones significativas a la neuroanatomía comparada a finales del siglo XIX. De hecho, muchos de sus trabajos versaron sobre distintos órganos encefálicos en diferentes especies de vertebrados, como ya hemos visto. El neurólogo norteamericano, profesor durante muchos años en la Universidad de Chicago, Charles Judson Herrick (1868-1960), experto en la teoría de la evolución y artífice de notables aportaciones a la neuroanatomía de los nervios craneales, también cultivó el examen de las similitudes y discontinuidades entre regiones cerebrales de reptiles y mamíferos, además de investigar el sistema nervioso de los peces319. Por su parte, el neuroanatomista holandés Cornelius Ariëns Kappers publicó, en 1920, Vergleichende Anatomie des Nervensystems, que sería expandido por Carl Huber y Elizabeth Crosby como Comparative Neuroanatomy of the Nervous System of the Vertebrates, Including Man, de 1936, libro en el que los autores llevaron a cabo una ingente labor de síntesis de la información acumulada hasta el momento sobre la estructura del cerebro de los vertebrados. En este escrito se ahondaba en el examen de la progresión en tamaño y complejidad del cerebro en el curso de la escala filogenética. Sin embargo, la exhaustividad y «vastedad» de esta obra mostró no pocos efectos perniciosos para el cultivo de la neuroanatomía, pues muchos de sus lectores llegaron a pensar que no quedaba terreno alguno en la neuroanatomía comparada por investigar, por lo que prefirieron volcarse en explorar «espacios vírgenes» de la neurociencia, lo que supuso el descuido de esta rama tan relevante320. La publicación de obras más recientes como The Central Nervous System of Vertebrates, dirigida por el holandés Rudolf Nieuwenhuys, y, con anterioridad, la aparición de títulos como The Central Nervous System of Vertebrates, de Hartwig Kuhlenbeck (1967), constituyen pruebas fehacientes de que la neuroanatomía comparada todavía puede deparar resultados fecundos321. En 1925, el psiquiatra y neurólogo rumano Constantin Von Economo (1876-1931), en colaboración con Georg Koskinas, realizó una relevante contribución al estudio citoarquitectónico de la corteza cerebral: distinguió las distintas cortezas homotípicas sobre la base del número de células piramidales presentes. Ambos autores publicaron ese año en Berlín (Springer) la monumental obra Die Cytoarchitektonik der Hirnrinde des erwachsenen Menschen322. Influida por el trabajo previo de Brodmann, identificaba aún más áreas que las establecidas por el neuroanatomista alemán unos años antes. En los años 40, la denominada «escuela rusa» propuso una nueva fagmentación del córtex 87
cerebral323. Por su parte, el neurofisiólogo suizo Walter Rudolf Hess (1881-1973) efectuó importantes contribuciones al estudio de las áreas cerebrales, en especial a la exploración de las regiones del diencéfalo involucradas en el control de los órganos internos, trabajo por el que recibió el premio Nobel de medicina o fisiología en 1949324. Mención aparte merecen, dadas las agrias controversias que generaron con posterioridad a su descubrimiento, avances significativos en la neurocirugía como los protagonizados por el portugués António Egas Moniz (1874-1955), quien aplicó la técnica conocida como «leucotomía prefrontal» al tratamiento de determinadas psicosis. Moniz, nacido en Avança, formado en Coimbra, Burdeos y París, y profesor primero en Coimbra y después, y por muchos años, en la Universidad de Lisboa, desempeñó también labores diplomáticas al servicio de su país. ocupó, entre otros cargos, la embajada en España en 1918 y la cúpula del ministerio de asuntos exteriores entre 1918 y 1919, y encabezó la delegación portuguesa en la Conferencia de Paz de París de 1918325. Además de sus contribuciones a la neurocirugía, Egas Moniz desarrolló la técnica conocida como «angiografía cerebral», de notable importancia para el examen del flujo sanguíneo a través del cerebro y de relevantes consecuencias para el análisis de algunas enfermedades, como malformaciones arteriovenosas y aneurismas326. Sin embargo, Moniz obtuvo el premio Nobel de medicina o fisiología de 1949 (compartido con el ya citado Hess) por ser el primero en practicar con éxito la leucotomía prefrontal en un paciente humano en 1936327. Esta técnica psicoquirúrgica se empleó para «sanar» a esquizofrénicos, y gozó de gran difusión entre los años 40 y 50 en países como Brasil, Italia y Estados Unidos. La operación, también denominada «lobotomía», consistía en la destrucción de las conexiones entre la región prefrontal y otras áreas del cerebro. Es preciso advertir que en la época en que Moniz llevó a cabo sus investigaciones, prácticamente no existía otro modo de abordar con eficacia una enfermedad tan dolorosa y destructiva como la esquizofrenia. Los primeros fármacos neurolépticos comenzaron a producirse entrada la década de los 50, en 1952, y por aquel entonces se habían documentado ya los efectos nocivos sobre la personalidad que comportaba someterse a la leucotomía prefrontal. Aunque en no pocos casos se registraron mejoras en los pacientes, la evidencia de que podía manifestar resultados negativos suscitó, en los años 50, un movimiento de rechazo328. Las diversas clasificaciones de las áreas del córtex cerebral variaban significativamente en los detalles, en particular en lo referido al número de áreas y a su ubicación y configuración precisas. Pero todas ellas compartían como asunción fundamental la legitimidad de fraccionar el córtex cereberal en distintas regiones. Sin embargo, las tentativas de «parcelación» de la corteza cerebral en áreas se toparon con no pocos problemas. Investigadores como Percival Bailey y Gerhardt Von Bonin criticaron las deficiencias metodológicas del trabajo de Brodmann, al argüir que no era posible efectuar una diferenciación nítida entre la mayoría de las áreas reseñadas por el 88
alemán, décadas antes, sobre la base de criterios puramente citoarquitectónicos329. Abogaron por un enfoque isocortical. Otros autores justificaron sus críticas con la apelación a las reveladoras variaciones en las áreas corticales existentes entre individuos de una misma especie330, y algunos científicos subrayaron la escasez y las peculiaridades neurológicas de los cerebros que Brodmann había utilizado para elaborar su atlas citoarquitectónico331. Lo cierto es que estudios más recientes han coadyuvado a subsanar muchas de estas dificultades. La introducción, desde los años 80, de las modernas técnicas de neuroimagen en el estudio del cerebro ha puesto de relieve la vigencia de las áreas de Brodmann, hoy de uso común en la neurociencia. El éxito más notable de la aplicación de las técnicas de neuroimagen reside en su capacidad para vincular las unidades citoarquitectónicas definidas por Brodmann a principios del siglo XX con aspectos funcionales, pues registran la actividad de las diferentes áreas mientras el sujeto observado realiza una determinada tarea. El progreso en la comprensión neuroanatómica del cerebro se debió, en gran medida, a los avances en las técnicas de tinción celular. Hemos examinado ya la importancia de la técnica de tinción de Golgi en el trabajo pionero de Cajal. En 1904, Karl Weigert publicó la técnica de tinción homónima, o tinción de hematoxilina férrica. Combinaba otras técnicas ya existentes y probó ser especialmente útil para el análisis de las fibras elásticas332. En 1951, el destacado neuroanatomista holandés Walle Nauta (19161994)333 inventó una técnica revolucionaria que, sujeta a ulteriores refinamientos, servía para trazar conexiones en el sistema nervioso. El método de Nauta consistía en la impregnación con plata de axones degenerados del sistema nervioso central334. En los años 60, un avance dotado de gran importancia en la detección de características de índole neuroquímica fue el método de Falck-Hillarp, desarrollado por Bengt Falck (entonces docente en Lund) y Nils-Ake Hillarp (quien había sido el mentor de Falck)335, partícipes de una escuela neurohistológica sueca que realizó contribuciones relevantes a la neurociencia de la época. Se trataba de la primera técnica microscópica que permitía visualizar, con sensibilidad considerable, neurotransmisores en el seno de la célula, y su influencia se dejaría sentir hasta bien entrados los años 80, con la emergencia de los métodos inmunohistoquímicos. El método de Falck-Hillarp exponía los tejidos al vapor de formaldehído, lo que propiciaba que la dopamina y la noradrenalina se convirtieran en moléculas de isoquinolina, capaces de emitir fluorescencia de coloración amarillo-verdosa. La técnica experimentó perfeccionamientos posteriores, como el empleo del método del ácido glioxílico, que mejoraron tanto la sensibilidad como la precisión. En 1977, Marek-Marsel Mesulam y su equipo contribuyeron a la mejora de los métodos de visualización de los aferentes y eferentes neurales al descubrir un producto de reacción azul, no carcinogénico, que mostraba una sensibilidad superior a las técnicas existentes336. Se basaba en el cromógeno tetrametil bencidina (TMB), que genera un 89
producto de reacción azul en zonas con actividad peroxidásica de la planta Amoracia rusticana (la denominada «horseradish peroxidase», HRP). Mediante la aplicación de esta técnica a la parte caudal del lóbulo inferoparietal (área PG) del mono Rhesus, Mesulam fue capaz de marcar neuronas en distintas áreas corticales y subcorticales, lo que puso de relieve que cada área cortical exhibe un patrón laminar individual de células nerviosas teñidas. La visibilidad de las neuronas con esta técnica era mayor que si se usaban métodos previos como el de la diaminobenzidina. 6. Avances en el estudio del neurotrofismo La conjunción de neuroanatomía y biología molecular ha propiciado grandes avances en la comprensión de los procesos que conducen a la diversidad funcional, esto es, a cómo surge cada tipo de neurona (sensorial, motora...). Un descubrimiento de notable relevancia en este campo fue el realizado por Rita Levi-Montalcini y Stanley Cohen (galardonados conjuntamente con el premio Nobel de medicina o fisiología en 1986), quienes identificaron el factor de crecimiento neuronal337. Este hallazgo contribuyó a reforzar la denominada «hipótesis neurotrófica», enunciada por la propia LeviMontalcini y por Viktor Hamburger. Según ella, la supervivencia de las neuronas depende de una serie de factores tróficos suministrados, en cantidades limitadas, por las células del entorno circundante a la neurona en desarrollo. Parece claro, por otra parte, que los factores neurotróficos, en lugar de promover la supervivencia neuronal mediante la estimulación del metabolismo celular, se encargan de suprimir un programa latente de suicidio celular, que causa la muerte de las células nerviosas por apoptosis338. En las tres últimas décadas se ha avanzado significativamente en el estudio del desarrollo neuronal, por ejemplo de los mecanismos del crecimiento axonal. Se han identificado numerosas proteínas con roles selectivos en esta tarea, pero aún persisten vigorosos interrogantes sobre por qué toman ciertas rutas moleculares y no otras. En la actualidad, «una visión de consenso sostiene que tanto la determinación genética como un refinamiento de las conexiones que depende del uso contribuyen de modo importante a la organización de los circuitos maduros»339. Una hipótesis ampliamente barajada sugiere que los circuitos surgidos en etapas evolutivas más tempranas o en las fases iniciales del desarrollo responden, en menor medida, al influjo de la actividad340, mientras que los circuitos corticales más sofisticados, en particular los esenciales para los procesos de cognición, requieren de una validación funcional para establecer los patrones finales de conectividad. Sobre todo a raíz de los estudios sobre la función visual, a los que nos referiremos más adelante, se ha comprobado la centralidad que la actividad desempeña en la formación de las conexiones neuronales asociadas. La actividad se revela, así, clave en la génesis de los circuitos neuronales de ciertas regiones del sistema nervioso central, aunque el mecanismo preciso no se ha esclarecido adecuadamente. El enfoque reduccionista ha de complementarse con una aproximación holista que 90
permita integrar la información, a nivel molecular, sobre la conectividad de las neuronas y la formación de circuitos con una visión de conjunto de las diversas regiones implicadas, para así dilucidar cuestiones no sólo de carácter estructural, sino también de orden funcional341. Poseemos una notable cantidad de datos sobre los procesos que acontecen en el interior de la neurona y en las conexiones sinápticas, ofrecidos por una aproximación reduccionista que ha tratado de desentrañar la estructura y la funcionalidad de los componentes básicos del sistema nervioso y de examinar, «constructivamente», sus facultades de orden superior. La sinergia de las herramientas propias de la neuroanatomía y de la electrofisiología con los conocimientos de genética y biología molecular atesorados en las últimas décadas ha proporcionado un entendimiento preciso de la señalización neuronal y la plasticidad sináptica. Se ha avanzado de modo significativo en la exploración de la estructura y de la funcionalidad de los canales iónicos342. En lo que respecta a la interacción entre las distintas proteínas involucradas en la estructura y en el funcionamiento de los canales iónicos, así como a las diferentes rutas de señalización intracelular, nuestra comprensión adolece aún de carácter framentario, pero es de esperar que pronto logremos resolver las cuestiones latentes343. Así pues, a día de hoy, y en gran medida gracias a la implantación de un enfoque reduccionista en el estudio del cerebro, disponemos de un conocimiento creciente de la estructura del sistema nervioso y de cómo se comunican las neuronas entre sí. Los importantes avances experimentados en la comprensión de la estructura y del funcionamiento de las células nerviosas y de determinados sistemas neuronales han permitido también desterrar ciertos «dogmas» que parecían inalterables para la neurociencia. Por ejemplo, se pensaba, hasta hace pocas décadas, que el cerebro adulto de los mamíferos era incapaz de generar nuevas neuronas. Santiago Ramón y Cajal, en Degeneración y Regeneración del Sistema Nervioso, de 1913, había descartado la posibilidad de neurogénesis. La situación comenzó a cambiar en los años 60, gracias a la introducción de nuevas técnicas, como la autorradiografía de timidina tritiada, apta para incorporar esta sustancia al ADN de las células en proceso de división, lo que suministraba información valiosa sobre la progenie de las células. Joseph Altman (1925-...) aplicó esta técnica, de forma pionera, al estudio de la neurogénesis adulta, y en un artículo publicado en 1963 sugirió la posibilidad de que se generasen nuevas neuronas en el bulbo olfatorio y en el córtex cerebral (entre otras regiones) del cerebro de ratas y gatos adultos344, pero su trabajo no gozó de la suficiente repercusión. Algo similar sucedió con las investigaciones de Michael Kaplan (1952-...), quien en los años 70 mostró, mediante estudios de microscopía electrónica, que las células marcadas con timidina tritiada poseían una ultraestructura de carácter neuronal, con dendritas y sinapsis. por tanto, no podía tratarse de células gliales345. Entre las razones que podrían explicar la falta de reconocimiento de estos importantes hallazgos, destaca el hecho de que Pasko Rakic (1933-...), un prestigioso neurobiólogo de la Universidad de Yale especializado en el desarrollo del sistema nervioso, no había encontrado evidencias 91
de neurogénesis en monos Rhesus adultos al utilizar timidina tritiada. Todas las neuronas del cerebro de estos animales habían surgido en los períodos prenatal y postnatal temprano346. Sin embargo, en los años 80 se descubrió neurogénesis en neuronas involucradas en el proceso de aprendizaje de sonidos del cerebro de aves. El etólogo argentino Fernando Nottebohm (1940-...), al investigar las bases neurales del aprendizaje de canciones en canarios, advirtió que existía reemplazo neuronal en el cerebro del ave adulta, fenómeno que podía hallarse asociado al aprendizaje de nuevos comportamientos347 por parte de estos animales. La relación entre el aprendizaje y la neurogénesis había sido sugerida por Altman en 1967348. El campo de la neurogénesis ha experimentado notables progresos en los últimos tiempos, pero aún queda mucho por entender, especialmente cuando nos referimos al cerebro humano349. Para concluir nuestra exposición de los principales éxitos cosechados por el enfoque reduccionista en el estudio del sistema nervioso, es preciso mencionar que este planteamiento aún se enfrenta a grandes desafíos, como el esclarecimiento de las bases moleculares de enfermedades neurodegenerativas (por ejemplo, Alzheimer y Parkinson) y de trastornos psiquiátricos como la esquizofrenia y la depresión, sin olvidar el análisis de la neurobiología subyacente a la cognición. Parece que la aproximación reduccionista, a pesar de sus incontestables éxitos, ha de conjugarse con una perspectiva holista que incorpore los resultados de, entre otras disciplinas, la psicología cognitiva, la neurología y la psiquiatría350. 225 Cfr. E. Kandel, «The molecular biology of memory storage», en H. Jörnvall (ed.), Nobel Lectures. Physiology or Medicine 1996-2000, 392. 226 E. Kandel, Psiquiatría, Psicoanálisis y la Nueva Biología de la Mente, 351. 227 Ibíd. 228 Sobre Cajal, cfr. D. F. Cannon, Explorer of the Human Brain. The Life of Santiago Ramón y Cajal; G. Durán Muñoz y F. Alonso Burón, Cajal. I, Vida y Obra. 229 En palabras de Cajal, «puesto que la selva adulta resulta impenetrable e indefinible, ¿por qué no recurrir al estudio del bosque joven, como si dijéramos, en estado de vivero?» (Recuerdos de mi Vida, 403). 230 Ob. cit., 387. 231 Cfr. J. von Gerlach, «Über die Struktur der graven Substanz des menschlichen Grosshirns», 273-275. 232 Cfr. O. Deiters, Handbuch der Gewebelehre des Menschen, de 1867. 233 Cfr. C. Golgi, «Sulla struttura della grigia del cervello», 244-246. Sobre Golgi y la teoría reticular, cfr. S. Finger, Origins of Neuroscience, 53-54. Sobre la controversia entre Golgi y Cajal, cfr. AA. VV., Santiago Ramón y Cajal: un Nobel Complutense, 47-61. 234 Cfr. J. W. Lazar, «Acceptance of the neuron theory by clinical neurologists of the late-nineteenth century», 349-364. 235 Cfr. J. E. Purkinje, Opera selecta, Praga, 1837. 236 Cfr. G. G. Valentin, «Über den Verlauf und die letzten Enden der Nerven», 51-240. 237 Cfr. W. His, «Zur Geschichte des menschlichen Rückenmorkes und der Nervenwurzeln», 147-209, 477513. 238 Cfr. A. H. Forel, «Einige hirnanatomische Betrachtungen und Ergebnisse», 162-198.
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239 Para un estudio más detallado del desarrollo histórico de la doctrina de la neurona, cfr. H. van der Loos, «The history of the neuron», en H. Hyden (ed.), The Neuron; A. Meyer, Historical Aspects of Cerebral Anatomy; G. M. Shepherd, Foundations of the Neuron Doctrine. 240 Cfr. D. K. Binder, K. F. Rajneesh y D. J. Lee, «Robert Bentley Todd’s contribution to cell theory and the neuron doctrine», 123-134. 241 Cfr. S. Ramón y Cajal, «Estructura de los centros nerviosos de las aves», 1-10. 242 No hemos de olvidar que España era un país aislado de la vanguardia científica de la época, lo que no hace sino ensalzar el extraordinario mérito de Cajal. Nuestro hombre mostró una profunda inquietud por los problemas asociados al subdesarrollo científico de España (en el contexto de la denominada «controversia sobre la ciencia española»). Dedicó, de hecho, varias páginas a analizar las explicaciones posibles del retraso ibérico con respecto a las principales potencias europeas en su obra Reglas y Consejos para la Investigación Científica, y siempre se mantuvo sumamente crítico con el estado de las instituciones académicas españolas. Pero no sería justo olvidar su inquebrantable patriotismo. Como escribe Sir Charles Sherrington, quien lo invitó a pronunciar conferencias en Inglaterra (la única ocasión en que Cajal visitó tierras británicas) y autor que profesaba gran admiración por el científico español, «As for Cajal himself, love of and devotion to Spain radiated from him in his daily intercourse» («A memorial of Ramón y Cajal, 1949», en J. C. Eccles y W. C. Gibson, Sherrington. His Life and Thought, 205). 243 Cajal y Golgi no llegarían a conocerse personalmente hasta la recepción conjunta del premio Nobel de fisiología o medicina en Estocolmo en 1906. 244 Cfr. W. von Waldeyer-Hortz, «Über einigen neuere Forschungen im Gebiete der Anatomie des Centralnervensystems», en seis partes: 1213-1218; 1244-1246; 1267-1269; 1287-1289; 1331-1332; 1352-1356. 245 Cfr. S. Finger, Minds behind the Brain. A History of the Pioneers and their Discoveries, 211. 246 F. de Castro, Cajal y la Escuela Neurológica Española, 31-32. La traducción francesa, titulada Histologie du Système Nerveux de l’Homme et des Vertébres, publicada en París entre 1909 y 1911, compuesta por dos gruesos volúmenes, contenía ampliaciones significativas con respecto a la edición española, en las que Cajal incluyó los descubrimientos que había realizado con posterioridad a la publicación de su Textura del Sistema Nervioso del Hombre y de los Vertebrados. 247 Cfr. Th. P. Albright, Th. M. Jessell, E. R. Kandel y M. I. Posner, «Neural Science: A Century of Progress and the Mysteries that Remain», 2. 248 Cfr. E. G. Jones, «Golgi, Cajal and the Neuron Doctrine», 170-178. 249 Cfr. J. M. López Piñero, Pío del Río Hortega; C. Aguirre de Viani, Pío del Río Hortega. 250 Sobre la «Escuela histológica española», remitimos al trabajo, ya citado, de Fernando de Castro (uno de sus exponentes más distinguidos), así como a la obra de R. González Santander, La Escuela Histológica Española. 251 Cfr. F. de Castro, Cajal y la Escuela Neurológica Española, 49 y sigs. Las similitudes entre las trayectorias personales de Pavlov y Cajal saltan a la vista: ambos procedían de países «periféricos», gravemente atrasados con respecto a los centros más pujantes de producción científica en Europa; pese a esta aparente fatalidad, ambos coronaron éxitos rotundos en sus contribuciones al estudio del sistema nervioso y ganaron el premio Nobel con sólo dos años de diferencia (Pavlov en 1904 y Cajal en 1906). En cualquier caso, las metodologías de trabajo vigentes en ambas escuelas diferían de manera notable. Pavlov ejercía una influencia prácticamente «directa» sobre el trabajo de sus colaboradores, por lo que su huella se percibe en la mayor parte de las investigaciones publicadas por sus discípulos. Cajal, sin embargo, concedía una mayor libertad a sus investigadores. 252 Sobre la organización anatómica del sistema nervioso, cfr. W. Nauta y D. Feiertag, Fundamental Neuroanatomy; E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. M. Jessell, Principios de Neurociencia, 317-336. 253 E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. H. Jessell, Neurociencia y Conducta, 24. 254 Ob. cit., 25. 255 Sobre las neuronas sensoriales, cfr. S. A. Scout (ed.), Sensory Neurons. Diversity, Development, and Plasticity. Últimamente se han realizado esfuerzos notables para comprender estas neuronas en sus características individuales. Sobre los tipos de estas células nerviosas existentes, cfr. ob. cit., 25-59. 256 Sobre Sir Charles Sherrington, cfr. J. C. Eccles y W. C. Gibson, Sherrington: His Life and Thought.
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257 Cfr. Ch. S. Sherrington, Man on His Nature. 258 Cfr. J. N. Langley y Ch. S. Sherrington, «Secondary degeneration of nerve tracts following removal of the cortex of the cerebrum in the dog», 59-65. 259 Cfr. W. Erb, «Über Sehenreflexe bei Gesunden und Rückenmarkskranken», 792. Sobre las contribuciones de Erb a la neurociencia, cfr. L. Sarikcioglu y R. Y. Arican, «Wilhelm Heinrich Erb (1840-1921) and his contributions to neuroscience», 732. 260 Cfr. Ch. S. Sherrington, «Note on the knee-jerk», 145-147; «Note toward the localization of the knee-jerk», 545-654. 261 Cfr. Ch. S. Sherrington, «The muscular sense», en E. A. Schäfer (ed.), TextBook of Physiology, vol. II, 1002-1025. 262 Cfr. Ch. S. Sherrington, «Note on the arrangement of some motor fibres in the lumbosacral plexus», 621772. 263 Cfr. Ch. Bell, «On the nerves of the orbit», 289-703. 264 Cfr. M. Hall, Synopsis of the Diastaltic Nervous System, de 1850. 265 Cfr. Ch. S. Sherrington, «Decerebrate rigidity, and reflex coordination of movements», 319-332. 266 Sobre este importante trabajo de Sherrington, cfr. J. P. Swazey, «Sherrington’s concept of integrative action», 57-89; D. N. Levine, «Sherrington’s The Integrative Action of the Nervous System: A centennial appraisal», 1-6. 267 Cfr. E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. M. Jessell, Principios de Neurociencia, 207-228. 268 Cfr. R. Levi-Montalcini, La Galaxia Mente, 36. 269 A. Ferrús, «La sinapsis, una unión necesaria entre Cajal y Sherrington», en A. Gamundí y A. Ferrús (eds.), Santiago Ramón y Cajal Cien Años Después, 176-177. 270 Véase J. C. Eccles, The Neurophysiological Basis of Mind. The Principles of Neurophysiology; y del mismo autor, The Physiology of Synapses. 271 Cfr. E. D. Adrian, The Mechanism of Nervous Action: Electrical Studies of the Neuron. 272 Lucas publicó los resultados de sus investigaciones sobre la flexión muscular en 1905 en un importante artículo, «On the gradation of activity in a sekeletal muscle-fibre», 124-137, seguido por «The all-or-none contraction of the amphibian skeletal muscle-fibre», 113-133. 273 Cfr. E. D. Adrian, «On the conduction of subnormal disturbances in normal nerve», 389-412. 274 Cfr. E. D. Adrian, «The analysis of the nervous system», 993-998. 275 Cfr. J. Erlanger y H. S. Gasser, Electrical Signs of Nervous Activity. Para un repaso de los premios Nobel otorgados a neurocientíficos, cfr. T. L. Sourkes, «Introduction: neuroscience in the Nobel perspective», 306-317. 276 Cfr. E. D. Adrian y Y. Zotterman, «The impulses produced by sensory nerve endings. Part II: The response of a simple end-organ», 151-171. Para una exposición más detallada de los procedimientos empleados por Adrian en su estudio del potencial de acción, cfr. J. González, Breve Historia del Cerebro, 145-158. 277 Cfr. H. Berger, «Über das Elektrenkephalogramm des Menschen», 527-570. 278 Cfr. A. L. Hodgkin y A. F. Huxley, «Action potentials recorded from inside a nerve fiber», 710-711. Cfr. también A. L. Hodgkin y B. Katz, «The effect of sodium ions on the electrical activity of the giant axon of the squid», 37-77; A. L. Hodgkin, A. F. Huxley y B. Katz, «Measurement of current voltage relations in the membrane of the giant axon of Loligo», 424-448; A. L. Hodgkin, The Conduction of the Nervous Impulse. 279 Cfr. K. S. Cole y H. J. Curtis, «Electrical impedance measurements in the squid giant axon during activity», 649-670. 280 Sobre el potencial de membrana, cfr. E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. M. Jessell, Principios de Neurociencia, 125-139. 281 Cfr. Th. P. Albright, Th. M. Jessell, E. R. Kandel y M. I. Posner, «Neural Science: A Century of Progress and the Mysteries that Remain», 4.
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282 Para un resumen de sus trabajos sobre la estructura de los canales iónicos, cfr. B. Hille, C. M. Armstrong y R. McKinnon, «Ion channels: from ideas to reality», iii-vii. 283 Cfr. E. Neher y B. Sakmann, «Single channel membrane of denervated frog muscle fibers», 799-802. 284 Sobre el papel del calcio en el sistema nervioso, cfr. R. W. Davies y B. J. Morris (eds.), Molecular Biology of the Neuron, 249-269. 285 Cfr. C. Miller, «How ion channel proteins work», en L. K. Koezmarck e I. B. Levitan (eds.), Neuromodulation: the Biological Control of Neuronal Excitability, 39-63. 286 Cfr. E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. H. Jessell, Neurociencia y Conducta, 123. 287 Cfr. Th. P. Albright, Th. M. Jessell, E. R. Kandel y M. I. Posner, «Neural Science: A Century of Progress and the Mysteries that Remain», 5. 288 Cfr. J. Langley, «On nerve endings and on special excitable substances in cells», 170-194. 289 Cfr. H. Dale, «Pharmacology and nerve-endings», 319-332. 290 Cfr. É. Du Bois-Reymond, Gesammelte Abhandlungen zur Allgemeinen Muskel – und Nervenphysik, vol. II, 700. 291 Cfr. S. Finger, Minds Behind the Brain: A History of the Pioneers and Their Discoveries, 260. 292 Cfr. E. Kandel, In Search of Memory, 91. 293 Cfr. O. Loewi y E. Navratil, «Über humorale Übertragbarkeit der Herznervenwirkung. X Mitteilung über das Schicksal des Vagusstuffs», 678-688. 294 Cfr. T. R. Elliott, «On the action of adrenalin», de 1904, así como su artículo, de 1905, «The action of adrenalin». Cfr. J.-P. Changeux y S. Edelsten, Nicotinic Acetylcholine: From Molecular Biology to Cognition, 5-6. 295 Cfr. E. S. Valenstein, The War of the Soups and the Sparks. Cfr. también W. Feldberg, «The early history of synaptic and neuromuscular transmission by acetylcholine: reminiscences of an eye witness», en A. L. Hodgkin, A. F. Huxley, W. Feldberg, W. A. H. Rushton, R. A. Gregory y R. A. McCance (eds.), The Pursuit of Nature: Informal Essays on the History of Physiology, 65-83. 296 La idea subyacente al microscopio electrónico había sido alumbrada por el físico húngaro Leo Szilard (1898-1964; sobre Szilard, brillante científico que realizó aportaciones a multitud de campos de la física y de la teoría de sistemas, cfr. W. Lanouette, Genius in the Shadows: A Biography of Leo Szilard, the Mind behind the Bomb), quien, sin embargo, no lo construyó, gesta que protagonizarían, en 1933, el físico alemán Ernst Ruska (1906-1988; cfr. E. Ruska, Die frühe Entwicklung der Elektronenlinsen und der Elektronenmikroskopie), premiado con el Nobel de física en 1986, y el ingeniero germano Max Knoll (1897-1969). 297 Cfr. J. C. Eccles, «From electrical to chemical transmission in the central nervous system», 219-230. Sir John Eccles, además de sus importantes contribuciones a la ciencia, desarrolló una profunda reflexión filosófica sobre el problema mente-cerebro, cristalizada, en gran medida, en el libro que escribió conjuntamente con el filósofo de la ciencia Sir Karl Popper, The Self and Its Brain. En él aboga por una perspectiva que recuerda bastante al dualismo y, en ocasiones, al «trialismo» de Popper, la doctrina de los tres mundos: el mundo de los cuerpos físicos, el mundo mental o psicológico, y el mundo que comprende los productos de la vida humana (para un compendio de esta postura, véase K. R. Popper, Objective Knowledge). Sobre una síntesis de las ideas filosóficas de Sir John Eccles, remitimos a sus Gifford Lectures: The Human Mystery. Para una exposición de su propuesta de solución al problema mente-cerebro, consúltese J. C. Eccles, «A unitary hypothesis of mind-brain interaction in the cerebral cortex», 433-451, en la que formula una tesis netamente dualista (cuyas dificultades de cara a su aceptación científica son patentes; cfr. el excursus). Pese a ello, es de destacar que un neurofisiólogo de la altura de Sir John Eccles dedicase grandes esfuerzos a reflexionar (y a argumentar con hipótesis más o menos discutibles, pero propuestas razonadas, al fin y al cabo) sobre una temática tan acuciante y de tan hondo calado en la historia del pensamiento filosófico y científico como la del problema mente-cerebro. Basten, en cualquier caso, las siguientes citas para poner de relieve la posición de Eccles en defensa de la autonomía «sustancial» del espíritu: «I maintain that the human mystery is incredibly demeaned by scientific reductionism, with its claim in promissory materialism to account eventually for all of the spiritual world in terms of patterns of neuronal activity. This belief must be classed as a superstition... we have to recognize that we are spiritual beings with souls existing in a spiritual world as well as material beings with bodies and brains existing in a material world»
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(Evolution of the Brain, Creation of the Self, 241); «since materialist solutions fail to account for our experienced uniqueness, I am constrained to attribute the uniqueness of the Self or Soul to a supernatural spiritual creation. To give the explanation in theological terms: each Soul is a new Divine creation which is implanted into the growing foetus at some time between conception and birth» (ob. cit., 237); «we can regard the death of the body and brain as dissolution of our dualist existence. Hopefully, the liberated soul will find another future of even deeper meaning and more entrancing experiences, perhaps in some renewed embodied existence... in accord with traditional Christian teaching» (ob. cit., 242). 298 Cfr. E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. H. Jessell, Neurociencia y Conducta, 208. 299 Sobre la obra de Kuffler, cfr. J. G. Nicholls, «Stephen W. Kuffler (August 24, 1913-October 11, 1980)», 193-208. Para una trayectoria biográfica y científica más detallada, cfr. B. Katz, «Stephen W. Kuffler (August 24, 1913-October 11, 1980)», 224-259. Para una síntesis de los trabajos de Kuffler, cfr. S. W. Kuffler, J. G. Nicholls y A. R. Martin, From Neuron to Brain: A Cellular Approach to the Function of the Nervous System. 300 Cfr. P. Fatt y B. Katz, «Spontaneous subthreshold activity at motor nerve endings», 109-128; J. del Castillo y B. Katz, «Quantal components of the end-plate potential», 560-573; B. Katz y R. Miledi, Studies in Physiology. Sobre la liberación cuantizada del neurotransmisor, cfr. E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. M. Jessell, Principios de Neurociencia, 258-262. Para un estudio sistemático sobre la liberación de los neurotransmisores, cfr. R. W. Davies y B. J. Morris (eds.), Molecular Biology of the Neuron, 139-163. Sir Bernard Katz expone el proceso de descubrimiento de la liberación cuántica del neurotransmisor en su conferencia con motivo de la recepción del premio Nobel de medicina o fisiología de 1970, «On the quantal mechanism of neural transmitter release», en Nobel Lectures. Physiology or Medicine 1963-1970, Amsterdam, Elsevier, 1972. 301 Cfr. B. Katz, «The release of neural transmitter substances». 302 Cfr. G. Hertting y J. Axelrod, «Fate of tritiated noradrenaline at sympathetic nerve endings», 171-172. Cfr. E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. M. Jessell, Principios de Neurociencia, 264-270. 303 Cfr. E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. H. Jessell, Neurociencia y Conducta, 316. 304 Cfr., para un estudio detallado de esta temática, E. J. Nestler y P. Greengard, Protein Phosphorylation in the Nervous System. 305 Cfr. Th. P. Albright, Th. M. Jessell, E. R. Kandel y M. I. Posner, «Neural Science: A Century of Progress and the Mysteries that Remain», 9. Sobre los segundos mensajeros, cfr. Cfr. E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. H. Jessell, Neurociencia y Conducta, 261-287. 306 Sobre la historia de la exploración de la citoarquitectónica de la corteza cerebral en el siglo XX, cfr. C. U. M. Smith, «A century of cortical architectonics», 201-218. 307 Cfr. T. Meynert, Der Bau der Gross-Hirnrinde und seine örtlichen Verschiedenheiten, nebts einem pathologisch-anatomischen Corollarium, de 1868. 308 Cfr. V. Betz, «Anatomischer Nachweis zweier Gehirncentra», 578-580, 595-599. 309 A. W. Campbell, Histological Studies on the Localisation of Cerebral Function. 310 Cfr. G. E. Smith, «A new topographical survey of the human cerebral cortex, being an account of the distribution of the anatomically distinct cortical areas and their relationship to the cerebral sulci», 237-254. 311 Cfr. O. Foerster, «Über die Bedeutung und Reichweite des Lokalisationsprinzips im Nervensystem», 117211. 312 Cfr. K. Brodmann, Vergleichende Lokalisationslehre des Grosshirnrinde in ihren Principien dargestellt auf Grund des Zeelenbones, de1909. 313 Cfr. C. Vogt y O. Vogt, Allgemeine Ergebnisse unserer Hirnforschung. 314 Sobre la importancia de las áreas de Brodmann en la neurociencia del siglo XX, cfr. M. Strotzer, «One century of brain-mapping using Brodmann areas», 179-186. 315 Cfr. K. Zilles y K. Amunts, «Centenary of Brodmann’s map – conception and fate», 140. 316 Cfr. P. MacLean, A Triune Concept of the Brain and Behavior, 1973. 317 Para una semblanza de MacLean, cfr. K. G. Lambert, «The life and career of Paul MacLean: a journey toward neurobiological and social harmony», 343-349.
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318 Ambos mantuvieron, de hecho, una célebre disputa sobre la especificidad del cerebro humano, en el contexto de las agrias discusiones que siguieron a la publicación de El Origen de las Especies de Darwin en 1859. Estos debates poseían connotaciones no sólo científicas, sino también políticas, sociales y teológicas. Sobre el debate entre Owen y Huxley, así como en lo referente a sus respectivas contribuciones a la anatomía comparada, cfr. G. F. Striedter, Principles of Brain Evolution, 23-29. 319 Cfr. G. W. Bartelemez, «Charles Judson Herrick (1868-1960)», 77-107. 320 Cfr. G. Northcutt, «Brains trust», Nature, 392 (1998), 670-671. 321 R. Nieuwenhuys, H. J. ten Donkelaar y C. Nicholson, The Central Nervous System of Vertebrates. 322 Para una traducción inglesa, cfr. Atlas of Cytoarchitectonics of the Human Cerebral Cortex, reeditado por A. G. Karger en 2008. 323 Cfr. S. A. Sarkisov, I. N. Filimonoff y N. S. Preobrashenskaya, Cytoarchitecture of the Human Cortex Cerebri. 324 Para un compendio de los trabajos de W. R. Hess sobre la organización funcional del diencéfalo, cfr. Das Zwischenhirn: Syndrome, Lokalisationen, Funktionen. 325 Para una biografía de Moniz, cfr. J. Lobo Antunes, Egas Moniz: Uma Biografia. 326 Cfr. A. E. Moniz, L’Angiographie Cérébrale: ses Applications et Résultats en Anatomie, Physiologie et Clinique, de 1934. 327 Sobre las contribuciones de Moniz a la psicocirugía, cfr. su Tentatives Opératoires dans le Traitement de Certaines Psychoses. 328 Cfr. V. W. Swayze, «Frontal leukotomy and related psychosurgical procedures in the era before antipsychotics (1935-1954): A historical overview», 505-515. 329 Cfr. P. Bailey y G. von Bonin, The Isocortex of Man. 330 Cfr. K. S. Lashley y G. Clark, «The cytoarchitecture of the cerebral cortex of Ateles: a critical examination of architectonic studies», 223-305. 331 Cfr. K. Zilles y K. Amunts, «Centenary of Brodmann’s map – conception and fate», 142-145. 332 Cfr. P. Ehrlich, R. Krause et al., Ezyklopädie der mikroskopischen Technik, vol. 1, 231. 333 Para una semblanza de Nauta, una de las figuras clave de la neuroanatomía del siglo XX, durante muchos años Institute Professor en el MIT, cfr. E. G. Jones, «Walle J. H. Nauta 1916-1994. A biographical Memoir», National Academy of Sciences. 334 Cfr. W. Nauta y P. A. Gygax, «Silver impregnation of degenerating axon terminals in the central nervous system: (1) Technic (2) Chemical notes», 5-11; W. Nauta y L. F. Ryan, «Selective silver impregnation of degenerating axon in the central nervous system», 175-179; W. Nauta y J. V. Brady, «Subcortical mechanisms in emotional behavior: Affective changes following septal forebrain lesions», 339-346; W. Nauta y P. A. Gygax, «Silver impregnation of degenerating axons in the central nervous system: a modified technic», 91-93. 335 Cfr. A. Carlsson, B. Falck y N.-A. Hillarp, «Cellular localization of brain monoamines», 1-28. 336 Cfr. M.-M. Mesulam, G. W. Van Hoesen, D. N. Pandya y N. Geschwind, «Limbic and sensory connections of the inferior parietal lobule (area PG) in the rhesus monkey: a study with a new method for horseradish peroxidase histochemistry», 393-414; M.-M. Mesulam, «Tetramethyl benzidine for horseradish peroxidase neurohistochemistry: a non-carcinogenic blue reaction product with superior sensitivity for visualizing neural afferents and efferents», 106-117. 337 Cfr. R. Levi-Montalcini, «The nerve growth factor: its mode of action on sensory and sympathetic nerve cells», 217-259. Cfr. también R. Levi-Montalcini y P. Calissano, «The nerve-growth factor», 44-53. Sobre la estructura del factor de crecimiento neuronal, cfr. N. Q. McDonald, R. Lapatto, J. M. Rust, J. Gunning, A. Wlodawer y T. L. Blundell, «New protein fold revealed by a 2.3-A resolution crystal structure of nerve growth factor», 411-414. 338 Cfr. Th. P. Albright, Th. M. Jessell, E. R. Kandel y M. I. Posner, «Neural Science: A Century of Progress and the Mysteries that Remain», 20. Sobre los procesos metabólicos del sistema nervioso, cfr. L.R. Squire, D. Berg, F. L. Bloom, S. du Lac, A. Ghosh y N. C. Spitzer, Fundamental Neuroscience, 271-293.
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339 Th. P. Albright, Th. M. Jessell, E. R. Kandel y M. I. Posner, «Neural Science: A Century of Progress and the Mysteries that Remain», 23. 340 Un principio bastante plausible de la biología evolutiva es aquel que sostiene que las características más generales de un determinado grupo de animales (esto es, las notas compartidas por todos los miembros de ese grupo en cuestión) aparecieron antes en el curso de la evolución. Cfr. L. Wolpert, «What is evolutionary developmental biology?», en Novartis Foundation Symposium, Evolutionary Developmental Biology of the Cerebral Cortex, 2. 341 Cfr. ob. cit., 26. 342 Cfr. E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. M. Jessell, Principios de Neurociencia, 105-123. 343 Cfr. Th. P. Albright, Th. M. Jessell, E. R. Kandel y M. I. Posner, «Neural Science: A Century of Progress and the Mysteries that Remain», 15. 344 Cfr. J. Altman, «Autoradiographic investigation of cell proliferation in the brains of rats and cats», 573591. 345 Cfr. M. S. Kaplan y J. W. Hinds, «Neurogenesis in the adult rat: electron microscopic analysis of light radioautographs», 1092-1094. 346 Cfr. P. Rakic, «Limits of neurogenesis in primates», 1054-1055. 347 Cfr. F. Nottebohm, «Neuronal replacement in adulthood», 143-161. Cfr. también S. A. Goldman y F. Nottebohm, «Neuronal production, migration and differentiation in a vocal control nucleus of the adult female canary brain», 2390-2394. 348 Cfr. J. Altman, «Postnatal growth and differentiation of the mammalian brain, with implications for a morphological theory of memory», en G. C. Quarton, T. Melnechuk y F. O. Schmitt (eds.), The Neurosciences: A Study Program, 723-743. 349 P. S. Eriksson, E. Perfilieva, Th. Björk-Eriksson, A.-M. Alborn, C. Nordborg, D. A. Peterson y F. H. Gage, en su artículo «Neurogenesis in the adult human hippocampus», 1313-1317, sugieren la posibilidad de neurogénesis en el hipocampo humano adulto. 350 Cfr. Th. P. Albright, Th. M. Jessell, E. R. Kandel y M. I. Posner, «Neural Science: A Century of Progress and the Mysteries that Remain», 17.
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Capítulo 7
La aproximación holista al estudio científico de la mente 7.1. El nacimiento de la moderna neurociencia La ciencia ha abordado en profundidad no sólo el estudio de las neuronas a título individual y de las conexiones específicas que generan, sino también del ensamblaje de los circuitos neuronales. Las neuronas, de hecho, operan en grupos especializados o sistemas, cada uno con su funcionalidad propia. Pese a la similitud estructural entre las distintas neuronas, la extraordinaria capacidad de formación de conexiones específicas les confiere una variabilidad funcional cuya contribución a las distintas facultades mentales, en especial a aquellas dotadas de un mayor grado complejidad, sólo ha empezado a entenderse someramente. Para la exploración de esta temática, el examen inspirado en una metodología reduccionista ha tenido que complementarse con un enfoque holista que parte «de arriba abajo» en su indagación sobre el cerebro. A día de hoy, puede decirse que conocemos, con notable precisión, los mecanismos encargados de controlar el desarrollo de las conexiones neuronales, pero no disponemos de una comprensión pareja de los fenómenos subyacentes a la funcionalidad del cerebro como un todo. La moderna neurociencia de sistemas investiga el procesamiento de la información a gran escala en el cerebro, también de capacidades como la sensación, la percepción, el aprendizaje, la memoria y el lenguaje. En ella convergen numerosas ramas que, con anterioridad, habían llevado a cabo aportaciones destacables a la comprensión de estas dinámicas, pero cuyos enfoques sólo han comenzado a integrarse en las últimas décadas para obtener un entendimiento más cabal de las funciones mentales. Se trata de las siguientes disciplinas351: a) La neuropsicología, que desde el siglo XIX (principalmente con la frenología de Franz Joseph Gall) se había interesado en la elucidación de las regiones cerebrales involucradas en las funciones de orden superior. b) La neuroanatomía, destinada a estudiar la estructura de los componentes cerebrales, así como su conectividad. Clave en el progreso de este campo resultaron, como hemos visto, las aportaciones de Golgi (su método de tinción argéntica permitía visualizar al microscopio neuronas individuales) y las de Ramón y Cajal, quien supo emplear tal técnica para extraer las conclusiones adecuadas sobre la organización del sistema nervioso. c) La neurofisiología, rama que en su momento esclareció la electrofisiología de las neuronas individuales y, en los años 60, efectuó grandes avances en la comprensión de los sistemas somatosensorial (gracias, en gran medida, al trabajo de Mountcastle) y visual (Hubel y Wiesel). d) La psicofísica, que en el siglo XIX se propuso estudiar científicamente la relación entre el comportamiento y los procesos que tienen lugar, de modo concomitante, en el 99
sistema nervioso, con el fin de identificar los mecanismos neuronales subyacentes a la conducta. e) Las ciencias computacionales, que han cobrado gran vigor en los últimos años por su capacidad de análisis sobre las distintas redes neuronales. El surgimiento de la moderna neurociencia representa un importante hito en la interdisciplinariedad. Ejemplifica la extraordinaria fecundidad alcanzable si las distintas ramas que abordan, directa o directamente, un mismo objeto de estudio se conjugan con pertinencia, como forma de encontrar los instrumentos teóricos y técnicos apropiados para ofrecer respuesta a determinados interrogantes, muchos de ellos aún no resueltos. Conviene, por ello, que nos detengamos a examinar este fenómeno con mayor detalle. Algunos autores sitúan el nacimiento de las neurociencia moderna en 1962, año en que se creó el «Neuroscience Research Program» (NRP) en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. En este acontecimiento desempeñó un papel fundamental la labor de Francis O. Schmitt (1903-1985), quien reunió a científicos interesados en comprender la base cerebral del comportamiento y de las facultades superiores de la mente. Forjó, así, un grupo de investigación que englobaba a físicos, biólogos, médicos, psicólogos, etc. de gran nivel, cuyas publicaciones y reuniones se revelarían esenciales para el incipiente campo de la neurociencia352. Schmitt fue jefe del departamento de biología del MIT entre 1942 y 1964, donde alcanzó la prestigiosa distinción de «Institute Professor». Se había doctorado en 1927 bajo la supervisión del fisiólogo y premio Nobel Joseph Erlanger en la Universidad de Washington en Saint Louis, con una tesis sobre la conducción del impulso nervioso, precisamente en una época en la que Edgar Adrian había realizado, en Inglaterra, una serie de influyentes experimentos que contribuirían a esclarecer la naturaleza del potencial de acción. Posteriormente trabajó en el campo del metabolismo de las células nerviosas. Para ello acudió a las universidades de Berlín, donde colaboró con Otto Warburg, premio Nobel de fisiología o medicina en 1931 por sus hallazgos sobre la enzima respiratoria, y Heidelberg, donde investigó junto a Otto Meyerhof, premio Nobel de fisiología o medicina en 1922 por sus descubrimientos sobre el metabolismo del ácido láctico en los músculos. Berlín y Heidelberg figuraban entre los centros más relevantes para la fisiología de la época. En 1941, invitado por el presidente del MIT, Schmitt se trasladó a Cambridge, Massachusetts, donde se especializó en el uso del microscopio electrónico. Schmitt profesaba una fe profunda en la importancia de adoptar una perspectiva transversal en la resolución de los problemas biológicos. De hecho, participó activamente no sólo en el nacimiento de la neurociencia, sino también en la creación de la biofísica como disciplina académica, y se convirtió en el primer director de la «Biophysics Study Section» de los National Institutes of Health en 1955. Con este cometido, organizó una conferencia de cuatro semanas de duración en el verano de 1958 en la Universidad de Colorado en Boulder, titulada «Biophysical Science: A Study Program», que «proporcionó el fundamento conceptual y la agenda de investigación 100
para el nuevo campo»353. Inspirado en el éxito del esfuerzo interdisciplinar que desembocó en la biofísica, Schmitt se aventuró a aplicar una aproximación similar al estudio de la mente. Al percatarse de que la complejidad de las cuestiones más trascendentales de la biología precisaba conjugar las aportaciones de los estudios físicos, químicos y estructurales del cerebro con los datos procurados por ramas como la psicología y la psiquiatría, Schmitt congregó a un número significativo de destacados científicos en Nueva York en febrero de 1962. Fue así como se creó el «Neuroscience Research Project» (auspiciado por la American Academy of Arts and Sciences), que devendría en el embrión de la actual Society for Neuroscience. De hecho, de los doce primeros presidentes de esta última institución, diez habían sido miembros de la junta de gobierno del Neuroscience Research Project. Al albur de los logros coronados en la biología molecular, sobre todo del descubrimiento de la estructura del ADN en 1953, la neurociencia se afanaba en obtener un nivel similar de comprensión de las funciones cerebrales superiores al que la genética había conquistado. Esta aspiración la albergó también Sir Francis Crick, quien no sólo contribuyó de manera determinante a la elucidación de la doble hélice del ADN, sino que consagró las últimas décadas de su brillante y dilatada carrera científica a abordar lo que para él constituía «el problema más importante, aún no resuelto, de la biología»354. Prosperó, por tanto, una convicción aleccionadora entre algunas de las grandes mentes de la época: así como la ciencia había sido capaz de hallar la clave de la vida y de alcanzar un nivel de comprensión sobresaliente sobre el almacenamiento y la transmisión de la información genética, en un futuro no muy lejano desvelaría los mecanismos biológicos rectores de las facultades más elevadas de la mente. Para satisfacer el ambicioso objetivo de entender cómo opera el cerebro era necesario contar con especialistas procedentes del mayor número de campos posible relacionados con esta temática, lo que incluía a físicos, químicos, neurólogos y profesionales de ramas más cercanas a la filosofía, como la psicología cognitiva, pues todos coadyuvarían al correcto planteamiento de las preguntas pertinentes. En principio, la psiquiatría clínica sólo estaría presente en las reuniones del NRP si sus hallazgos ayudaban a esclarecer la ciencia básica implicada en las enfermedades que caían en su campo de estudio. Más tarde, esta distinción tan pronunciada entre ciencia básica y aplicada, que hoy nos resulta tan violenta355, se relajó notablemente. El presupuesto fundamental de esta iniciativa interdisciplinar en el estudio del cerebro ha sido gráficamente expuesto por Adelman: si reúnes a científicos dotados de gran talento y motivación (con independencia de su afiliación disciplinar formal) para que planteen preguntas sobre el cerebro y la mente, y les permites que se informen entre sí, parece más que probable que se propicien hipótesis consistentes, nuevas teorías e incluso una comprensión real de los mecanismos subyacentes356.
Por otra parte, no hemos de olvidar que el MIT, en los años 60, había desempeñado un papel protagonista en la emergencia de las ciencias cognitivas y en el desarrollo de la gramática generativa, con Noam Chomsky como principal exponente de esta tendencia, 101
quien en 1959 había publicado una influyente crítica del programa conductista de Skinner357. Entre los expertos que participaron en los programas del NRP cabe destacar a Walle Nauta (eminente neuroanatomista holandés), Manfred Eigen (premio Nobel de química, especialista en reacciones que se desarrollan a gran velocidad) y Theodor Bullock (reconocido zoólogo y neuroetólogo)358. El término «neurociencia» se prefirió a otros como «neurobiología» porque respondía mejor a la exigencia de una menor «especificidad», para así estimular la incorporación al proyecto de profesionales de disciplinas no estrictamente biológicas, pero interesados también en el estudio de la mente. Además de contar con los miembros más experimentados, el NRP invitó a una serie de «junior scientists», nombrados por un período de entre seis meses y dos y tres años, con el cometido de investigar qué temáticas eran las más apropiadas para abordarse en las diferentes reuniones. Pronto se llegó a la conclusión de que era demasiado prematuro plantear explícitamente las «grandes preguntas» de la neurociencia, sobre todo las referidas a la conciencia, y se optó por centrarse en cuestiones más concretas, debatidas en sesiones de trabajo de entre dos y tres días. También se inició la publicación del Neurosciences Research Program Bulletin, colección de monografías de entre cien y ciento cincuenta páginas con las ideas discutidas en las sesiones de trabajo. Se editaron más de ochenta de estas monografías. Entre las cuestiones sondeadas en el período comprendido entre 1964 y 1966 destacan, por ejemplo, las referidas a las membranas neuronales, a las estructuras cerebrales asociadas a la memoria, al condicionamiento y el aprendizaje, a los interrogantes vinculados al sueño… Como se puede ver, los temas tratados combinaban amplitud y especificidad, así como una gama de órdenes intermedios en lo que respecta al alcance del campo examinado. Se exploró la práctica totalidad de los niveles de la neurociencia: el molecular, el celular, el neurofisiológico, el conductual (movimiento, emoción, cognición, aprendizaje, memoria)… Ocasionalmente intervinieron científicos de excepcional talla no especializados en el sistema nervioso, como los premios Nobel Severo Ochoa y Marshall Nirenberg, animados, de nuevo, por la idea de que las sugerencias procedentes de otros campos podrían resultar enormemente útiles para los objetivos de la neurociencia. El NRP «culmina» con la publicación, en 1969, de la obra The Neurosciences: A Study Program, basado en la conferencia de cuatro semanas organizada por Francis O. Schmitt en la Universidad de Colorado, a imitación de las que había convocado anteriormente en el área de la biofísica. Este libro constituía una especie de «acta fundacional» de la neurociencia. Abordaba casi todos los aspectos de interés para la neurociencia, desde la genética molecular hasta la memoria. Fue en 1969 cuando se fundó, precisamente, la Society for Neuroscience, «heredera» del NRP. El NRP, por su parte, abandonó el MIT en 1982, fecha en la que Gerald Edelman, notable inmunólogo galardonado con el premio Nobel de medicina o fisiología en 1972 que también había consagrado su carrera al estudio del cerebro, se trasladó a la Rockefeller University y, posteriormente (en 1986), a La Jolla, donde creó The Neurosciences Institute, todavía en 102
activo. 7.2. La convergencia entre reduccionismo y holismo Nos hemos detenido en el desarrollo histórico del Neuroscience Research Program en los años 60 por su influencia decisiva en la adopción de un enfoque decididamente interdisciplinar en el estudio del cerebro, sin el que no se comprende la importancia de la aproximación «holista» a la función mental. El impacto de NRP late, más que en las aportaciones específicas realizadas, en haber propiciado un intercambio de ideas al más alto nivel entre las diferentes disciplinas interesadas en el estudio del cerebro. Este proyecto afianzó la convicción de que el entendimiento preciso de los mecanismos imperantes en la mente exigía fundir las aportaciones de una serie de ramas que, pese a sus divergencias, habían demostrado gran capacidad de penetración teórica y experimental en sus respectivas áreas científicas359. La «diversidad disciplinar», lejos de alentar una cierta «dispersión» en detrimento de avances efectivos, como los conseguidos desde una óptica reduccionista, satisfacía las demandas planteadas por la inexorable complejidad del propio objeto investigado, la mente. En la anhelada unificación de los enfoques reduccionista y holista, una temática sobre la que se ha acumulado un conocimiento bastante minucioso es la referida a la visión. Este fenómeno, analizado científicamente en el siglo XIX por, entre otros, Wundt y Helmholtz en sus intentos de crear una psicofísica cuantitativa, se localiza funcionalmente en la región del lóbulo occipital del córtex. En el siglo XX, los avances en el conocimiento de la electrofisiología del sistema nervioso han propiciado no sólo una identificación detallada sobre dónde se localiza la función visual en el encéfalo, sino también un entendimiento prolijo de cómo opera el sistema visual. Lo exploraremos en el próximo capítulo, cuando abordemos la historia del estudio neurocientífico de la percepción visual. El conocimiento disponible sobre el funcionamiento del sistema visual revela que, en la percepción del estímulo, prima la forma de la imagen como un todo sobre las partes individualizadas que la componen. Sabemos que el contexto de la imagen resulta también clave en la representación visual (por ejemplo, en el contraste entre áreas lumínicas y zonas oscuras). Determinadas regiones del cerebro se han especializado en el reconocimiento de patrones visuales, no tanto de estímulos concretos. En cualquier caso, persiste el interrogante de cómo acontece el tránsito de la sensación a la percepción, esto es, de cómo el estímulo visual concreto me permite percibir el mundo de tal o cual manera. Los progresos indudables coronados en el entendimiento de cómo se procesa la información indican lo siguiente: grupos neuronales especializados que actúan en paralelo confluyen en una representación final; el sujeto, gracias a una conjunción de genética y experiencia, la transforma en una percepción «suya». La sinergia entre los acercamientos reduccionistas y los enfoques holistas sobre el funcionamiento del sistema visual como un todo resultará clave para contestar a una importante pregunta aún no resuelta: la del «binding problem», el enigma de cómo se 103
integran exactamente todas las funciones especializadas para configurar una representación unificada que percibo como mía. ¿Cómo se convierte la información visual procesada en una percepción subjetiva y unitaria? ¿Cómo se sincronizan las distintas neuronas? ¿Comparece una especie de «neurona pontificia» (por tomar la expresión de Sir Charles Sherrington) que gobierne el proceso como un todo?360 Y aunque este aspecto responda a una interpelación aún más ambiciosa, no hemos de olvidar que todo lo esclarecido en torno al sistema visual deberá fusionarse con la información disponible sobre los restantes sistemas cerebrales, para eventualmente adquirir una comprensión de la mente como un todo. Las modernas técnicas de neuroimagen aportan una información valiosísima sobre las áreas cerebrales que se activan al ejecutar determinadas tareas. Sin embargo, hemos de conjugar estos datos con una aproximación reduccionista que desentrañe los mecanismos moleculares y celulares precisos asociados a dicha activación. Las técnicas de neuroimagen, por así decirlo, permiten «no perder de vista» el todo del funcionamiento del sistema cerebral ante determinados estímulos y en el desempeño de ciertas actividades, pero sin una comprensión más profunda de la biología que yace en la base de esos procesos difícilmente avanzaremos en la comprensión de las facultades superiores de la mente humana. Parece claro que, como escribe Kandel, «la síntesis de la neurobiología, la psicología cognitiva, la neurología y la psiquiatría (…) es muy prometedora. La psicología cognitiva moderna ha demostrado que el cerebro almacena una representación interna del mundo, mientras que la neurobiología nos ha revelado que esta representación puede ser entendida en términos de neuronas individuales y las conexiones entre ellas»361. 7.3. Hacia una síntesis entre los enfoques reduccionista y holista De manera sucinta, proponemos distinguir los siguientes niveles de análisis en el estudio científico del cerebro: 1) Atómico-molecular (por ejemplo, el estudio de la síntesis de neurotransmisores en el seno de las células nerviosas) 2) Celular (la estructura y funcionalidad de la neurona o célula nerviosa). 3) Sináptico (los distintos tipos de sinapsis, la especificidad de las conexiones, etc.) 4) Grupos neuronales sencillos (como pueden ser las distintas columnas especializadas del córtex visual primario) 5) Redes neuronales complejas. 6) Áreas cerebrales (por ejemplo, el área de Broca, el área de Wernicke…) 7) Sistemas funcionales; muchos de ellos involucran distintas áreas cerebrales (por ejemplo, el sistema visual incluye áreas de los lóbulos occipital, parietal, temporal y, en cierta medida, frontal). 8) Funcionamiento del cerebro como un todo. 9) Funcionamiento del sistema nervioso como un todo. 104
10) ¿Subjetividad? Subsiste un hondo hiato entre los niveles examinados, con excepcional precisión, por el enfoque reduccionista (sobre todo el molecular, el celular y el sináptico) y los cubiertos por la aproximación holista. Nuestro conocimiento actual sobre los primeros ha alcanzado una precisión elevadísima, en gran medida propiciada por la aplicación de la biología celular y molecular al estudio del cerebro, cuya potencia teórica y experimental ha permitido esclarecer los procesos que subyacen a la transmisión del impulso nervioso, a la formación de sinapsis eléctricas o químicas, etc. La perspectiva holista revela una importante cantidad de información sobre la especialización de las áreas cerebrales. Cabe esperar que, en un futuro, lo haga también sobre el funcionamiento del sistema nervioso como un todo. Sin embargo, explica poco, en términos fisicoquímicos, sobre los mecanismos neuronales vinculados a la funcionalidad de las distintas áreas del córtex. Así, y gracias a una óptica holista que se ha beneficiado de los numerosos avances conseguidos en la comprensión reduccionista del sistema nervioso, sabemos que los cuatro lóbulos del córtex cerebral se hallan funcionalmente especializados: El lóbulo frontal alberga gran parte del circuito neural que gobierna los juicios sociales, la planificación y organización de actividades, determinados aspectos del lenguaje, el control motor y un tipo de memoria a corto plazo denominada «memoria de trabajo» («working memory»). a) El lóbulo frontal alberga gran parte del circuito neural que gobierna los juicios sociales, la planificación y organización de actividades, determinados aspectos del lenguaje, el control motor y un tipo de memoria a corto plazo denominada «memoria de trabajo» («working memory»). b) El lóbulo parietal recibe principalmente la información sensorial sobre el tacto, la presión y el espacio circundante al cuerpo, y contribuye a integrarla para configurar una percepción coherente y unificada. La unión temporo-parietal parece desempeñar un papel importante en procesos cognitivos enormemente complejos. c) El lóbulo occipital se encarga, sobre todo, del procesamiento del sistema visual. d) El lóbulo temporal se encuentra asociado a la audición y a ciertos aspectos del lenguaje y de la memoria. Sólo un entendimiento más profundo de cómo se forman y de qué manera exacta interactúan los grupos neuronales sencillos y las redes neuronales más complejas permitirá superar paulatinamente la brecha entre los niveles escrutados por la aproximación reduccionista y los datos suministrados por un enfoque holista. Como escribe Kandel, el límite entre la psicología cognitiva y la neurociencia es arbitrario, y siempre cambiante; se ha impuesto y no por los límites naturales de las disciplinas, sino por la falta de conocimiento. A medida que nuestro conocimiento se amplíe, las disciplinas biológicas y comportamentales se fundirán progresivamente en ciertos puntos (…). La fusión de la biología y de la psicología cognitiva es algo más que la participación en los métodos y conceptos. La articulación de estas dos disciplinas representa la emergente convicción de que
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las descripciones científicas de la mente, en varios niveles diferentes, contribuirán, eventualmente, a una comprensión biológica y unificada de la conducta362.
Parece neurálgico para la labor científica procurar una explicación en términos de causas y de efectos sobre los fenómenos observados. Este objetivo exige, en el caso de la neurociencia, un refinamiento de los métodos de análisis reduccionistas. Su desarrollo deberá extender la comprensión de los procesos moleculares y celulares a redes neuronales más complejas y, eventualmente, al cerebro como un todo. Sólo así se auspiciará, por otra parte, una convergencia con los niveles de análisis actualmente cultivados por las ciencias cognitivas, cuyo desafío más apremiante desemboca en la conciencia humana. Por ello, y aunque no pocos autores363 insistan en la necesidad imperiosa de articular una síntesis entre la aproximación reduccionista y la holista, esta complementación no ha de concebirse, a nuestro juicio, como una mera yuxtaposición de las conclusiones jalonadas por cada uno de los dos grandes enfoques, sino como una estrategia funcional. Debe basarse en criterios prácticos y no en una supuesta «emergencia» ex novo de los niveles superiores, hipótesis que trasluciría un sonoro fracaso para la explicación científica mediante causas y efectos. Lógicamente, esta consideración no implica excluir, en aras de una búsqueda de exactitud cuasi «mecanicista», los elementos de indeterminación que, aun no aprehensibles causalmente, contribuyen a gestar los órdenes más elevados de complejidad. Las denominadas «propiedades emergentes» no pueden interpretarse como «saltos en el vacío» en la evolución de la vida, ni, en el seno de los sistemas que integran el organismo humano, como el surgimiento súbito e incomprensible de niveles funcionales no explicables desde los elementos de partida. El todo en un sistema es más que la suma de las partes, pero no en virtud de fuerzas esotéricas y de sortilegios inasequibles a la intelección científica, sino por incluir las interacciones entre sus constituyentes, cuyo dinamismo suscita, en ocasiones, principios epistemológicamente nuevos que quizás no rijan en los niveles inferiores. La empresa científica no puede limitarse a constatar esta evidencia: en los niveles de complejidad creciente comparecen funciones nuevas. Ha de afanarse en explicar de qué modo esas interacciones posibilitan el ejercicio de semejantes facultades. Cuando un químico escribe las ecuaciones de una reacción, supone ya las fórmulas para las interacciones entre, por ejemplo, la totalidad de los electrones implicados, pero por razones de simplificación asume toda la complejidad, casi inabarcable, que subyace a la estructura de una determinada molécula: la «condensa» en una serie de categorías364. Sin embargo, es consciente de la capacidad de la ciencia para trazar el recorrido prolijo que vincula sus partículas elementales con su estructura global; labor, en cualquier caso, de una complejidad descomunal y con frecuencia esquiva, sazonada de incertidumbre en los niveles cuánticos fundamentales. Análogamente, cabe entender la aproximación holista como una abstracción de la complejidad que existe en la infraestructura del cerebro, para así centrarse en las operaciones desplegadas por las distintas regiones encefálicas, sin atender, de manera imperativa, a sus componentes individuales. 106
351 Th. P. Albright, Th. M. Jessell, E. R. Kandel y M. I. Posner, «Neural Science: A Century of Progress and the Mysteries that Remain», 27-28. 352 Cfr. G. Adelman, «The Neuroscience Research Program at MIT and the Beginning of the Modern Field of Neuroscience», 15-23. 353 Cfr. ob. cit., 16. 354 «Consciousness is the major unsolved problem in biology», en el prólogo a Ch. Koch, The Quest for Consciousness. A Neurobiological Approach. 355 Conscientes, como somos, de que uno de los grandes desafíos del estudio del cerebro no estriba sólo en la comprensión de las facultades superiores de la mente, como la conciencia, sino también en la posibilidad de encontrar remedios para un gran número de enfermedades cuyas dolorosas consecuencias apelan, clamorosamente, al mayor esfuerzo científico posible. 356 Cfr. G. Adelman, «The Neuroscience Research Program at MIT and the Beginning of the Modern Field of Neuroscience», 16-17. Es interesante comprobar cómo una fe análoga en el valor inconmensurable del diálogo interdisciplinar, incluso entre expertos pertenecientes a ramas muy alejadas, se halla también presente en numerosas instituciones revestidas de gran prestigio intelectual en el seno de las universidades anglosajonas, como la Harvard Society of Fellows. Desde su creación por Abbot Lowell en los años 30, la Society of Fellows reúne a «senior fellows» (elegidos entre los profesores más renombrados de Harvard) y a «junior fellows» (jóvenes recién doctorados con una carrera prometedora), quienes se congregan en cenas y almuerzos semanales. Tanto los miembros de mayor edad como los jóvenes pertenecen a disciplinas académicas distintas, pues Lowell pensaba que las conversaciones que mantuvieran, aun informalmente, podrían ser de gran utilidad para sus respectivas investigaciones. Una «prueba» de lo fructífero de semejante confianza en el diálogo interdisciplinar vendría dada por el amplio elenco de eminencias académicas que han sido «junior fellows»: Quine, Chomsky, Kuhn... Seguramente, la atmósfera interdisciplinar de la que fueron partícipes durante sus años en la Society influyó de forma positiva en la forja de algunas de sus más notables ideas. Chomsky, de hecho, escribió Syntactic Structures en ese período. El diálogo interdisciplinar, si se plantea adecuadamente (esto es, si se respeta la autonomía y el objeto de estudio de cada ciencia), puede resultar de gran valor para los campos del conocimiento que en él se embarcan, porque las distintas ramas involucradas quizás se nutran de las ideas y propuestas aportadas por otras áreas, para así encontrar inspiración de cara a la resolución de sus respectivos problemas. 357 Cfr. N. Chomsky, «A review of B. F. Skinner’s Verbal Behavior», 26-58. Remitimos también al capítulo 14, «El lenguaje». 358 Para un estudio de las importantes aportaciones de Bullock al estudio del sistema nervioso, sobre todo en clave comparada, cfr. L. R. Squire (ed.), The History of Neuroscience in Autobiography, vol. 1, 100-157. 359 Cfr. G. Adelman, «The Neuroscience Research Program at MIT and the Beginning of the Modern Field of Neuroscience», 23. 360 Cfr. ob. cit., 36. 361 Cfr. E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. M. Jessell, Principios de Neurociencia, 1277. 362 Cfr. E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. H. Jessell, Neurociencia y Conducta, 744. 363 Cfr. W. Bechtel y A. Abrahamsen, «From reduction back to higher levels», 559-564. 364 De hecho, y como escribe Bunge, «no ha sido posible escribir, y mucho menos resolver, la ecuación de Schrödinger para una biomolécula, ni siquiera para una neurona, ni, mucho menos, para un sistema neuronal» (El Problema Mente-Cerebro. Un Enfoque Psicobiológico, 225-228).
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Segunda parte PERCEPCIÓN Y NEUROCIENCIA
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Capítulo 8
La parte y el todo Uno de los grandes retos de la neurociencia estriba en lograr una comprensión cabal del fenómeno de la percepción. Se han realizado importantes avances a este respecto, pero aún queda mucho por hacer, sobre todo si nos proponemos dar un paso más allá para, desde la temática de la percepción, abordar la conciencia humana. La dificultad de emprender el estudio de la percepción desde una aproximación exclusivamente reduccionista tiene mucho que ver con el conocimiento disponible sobre cómo opera la mente humana. Sabemos, en la línea de las observaciones de la escuela psicológica de la Gestalt en los años 20, que el sujeto humano percibe totalidades, no meros agregados de elementos constituyentes. El enfoque reduccionista, por su propia naturaleza, es propenso a «descomponer» la percepción en sus partes integradoras, al tratar de explicar cómo se procesa, en el sistema nervioso, la información relativa a cada «pieza» y cómo se «construye», sobre esas bases, el resultado final de lo que el sujeto percibe. Sin embargo, esta perspectiva es insuficiente. Sólo una combinación de los acercamientos reduccionista y holista podrá contribuir al esclarecimiento del fenómeno de la percepción y de sus raíces neurobiológicas. El modo en que percibimos la realidad no puede desligarse de la configuración total, o Gestalt, de lo percibido, intrínsecamente irreductible a la suma de sus partes, porque el modo en que se organizan los elementos afecta radicalmente a la forma adoptada por el sistema como un todo. El todo es más que la suma de las partes, pero no porque existan elementos emergentes ex nihilo, como generados espontáneamente, sino en virtud de la disposición de esas mismas partes de cara a constituir una determinada estructura, cuyos componentes se vinculan mutuamente de un modo concreto. El todo es más que la suma de las partes a causa del cúmulo de interacciones que se producen entre sus componentes. La forma adoptada, y no la materia que constituye el todo en cuestión, es lo que le permite «ser más que la suma de sus partes». La forma no puede explicarse desde la agregación de sus elementos materiales, sino que es preciso tener en cuenta cómo interactúan los elementos materiales entre sí. La formalidad del conjunto provoca que, con la sola consideración de la suma de las partes no logremos identificar esa entidad en su dimensión única. No asistimos, en consecuencia, a un plus cuantitativo, sino a una determinación cualitativa que se refiere a la disposición específica tomada por las partes en su inexorable interacción365. Este fenómeno, cuyas características remiten a la idea de «relación» como categoría que «trasciende» un conjunto material dado, no es separable de los elementos materiales. La Gestalt no esboza una entidad inasible que goce de autonomía con respecto a los elementos materiales, al modo de un principio oculto. Confiere, sí, un resorte externo a los constituyentes materiales, pues su sentido en cuanto que «objetos de percepción» sólo puede dilucidarse desde su disposición global, desde su «formalidad», lo que obliga a recurrir a una instancia epistemológica «distinta» a la materialidad del objeto. Pero este 109
hecho no responde a un incremento «cuantitativo» en el orden material. La forma no modifica lo real «en su materialidad», sino en cuanto objeto epistemológico. Estas consideraciones, que atañen al núcleo, siempre problemático, de la relación entre lo ontológico y lo epistemológico en el plano filosófico, y entre lo objetivo y lo subjetivo en el científico, quizás despierten suspicacias por las dificultades que plantean para una correcta fundamentación científica. En último término, no hacen sino remitir al epicentro mismo del problema «mente-cerebro»366. La pregunta podría formularse del siguiente modo: ¿es la forma un requisito del sujeto que percibe el mundo, pero no una categoría que posea una base «real»? ¿Llegará a ser soslayable en algún momento la distinción entre materia y forma y, por tanto, entre objeto y sujeto? Este interrogante podría extrapolarse, sin embargo, a todo acto formalizador de la inteligencia humana. La propia intelección científica del universo, que opera mediante conceptos como espacio, tiempo, materia y energía, ciertamente cuantificables, pero siempre «ideas totalizadoras» que no experimentamos directamente, podría generar dudas análogas. En la década de los 20, tres psicólogos alemanes, Kurt Koffka (1886-1941), Max Wertheimer (1880-1943)367 y Wolfgang Köhler (1887-1967), publicaron una serie de trabajos en los que criticaban las tesis tradicionales sobre la percepción, de índole empirista368. El asociacionismo, característico del sensismo anglosajón, atribuía una determinada percepción a la suma de los distintos elementos sensoriales a cuyos estímulos se había visto sometido el sujeto. Uno de sus principales exponentes fue el obispo George Berkeley (1685-1753), autor de Ensayo de una Nueva Teoría de la Visión, cuya primera edición apareció en Dublín en 1709369. Contra la influyente propuesta de Berkeley alzaría su voz, a finales del siglo XIX, el también filósofo británico Francis Herbert Bradley (1846-1924). Bradley, figura clave del idealismo británico, en quien se palpa con claridad la influencia de la filosofía de Hegel, argumentaba contra el empirismo que existía una primacía del juicio sobre la sensación370. Frente a las ópticas empiristas y asociacionistas, las investigaciones de Koffka, Wertheimer y Köhler inauguraron un horizonte sumamente novedoso para la comprensión científica de la mente humana, al percatarse de la inexorabilidad de prestar atención al todo, no sólo a las partes, y de asumir, por ende, un enfoque holista. Frente a la inercia que muchas veces guía la labor científica, frente al afán de «descomponer» el todo en sus partes para escrutar, analíticamente, una determinada estructura, la escuela psicológica de la Gestalt introdujo una importante novedad: el procedimiento analítico, por sí solo, era incapaz de agotar la comprensión del fenómeno de la percepción, porque era aún imprescindible examinar el todo de lo percibido como tal, no como un agregado de partes identificables sensorialmente. Como escribe Köhler, siendo el análisis uno de los métodos fundamentales de las ciencias naturales, el psicólogo, al enfrentar un campo complejo de la visión, tiende, naturalmente, a analizarlo en sus elementos más pequeños y más simples, y estudia sus propiedades con mayor facilidad y con la esperanza de que habrá de obtener resultados más claros que procediendo a una consideración inmediada del campo total371.
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El análisis del campo como tal es imprescindible, y es preciso hacerlo «sin disolverlo teórica y arbitrariamente en diminutos elementos locales que nadie verá jamás»372, porque la formación de nuestros grupos o unidades no puede ciertamente deducirse de la consideración de las condiciones en un punto, luego, independientemente, las del próximo, etc. Sólo un tratamiento que tenga en cuenta en qué forma las condiciones locales para el campo total se relacionan una con otra abre la posibilidad de aproximarse a una comprensión de estos hechos373.
En efecto: en la formación de unidades concretas resultan esenciales aspectos como la distancia relativa y las propiedades cualitativas del conjunto, algo que sólo se percibe en el proceso total del campo. Que percibamos una figura como si fuera una realidad tridimensional, a pesar de ser bidimensional, según las leyes de la perspectiva (empleadas de modo tan fecundo en la pintura por los grandes artistas del Renacimiento), no puede justificarse desde el análisis simple de los elementos que componen la figura en cuestión, sino que, como escribe Koffka, «nuestra percepción espacial de las tres dimensiones es el resultado de la actividad cerebral organizada», y no de «meras correlaciones geométricas de sensaciones-estímulos»374. Las consideraciones que plantea Köhler conducen a una pregunta de gran relevancia. Su teoría de la Gestalt pone de relieve que no se puede reducir el todo a la suma de sus partes sin violentar el todo tal y como lo percibimos. Sin embargo, y si tenemos en cuenta que la ciencia no puede renunciar por completo a un enfoque analítico, clave de sus numerosos éxitos en la explicación, según patrones de causa-efecto, de los fenómenos que acontecen en el universo, es legítimo inquirir cuál es, por así decirlo, «el límite de violencia» que permite «reducir» el todo a sus partes constituyentes sin que esta acción impida comprenderlo adecuadamente. Como los psicólogos de la Gestalt han mostrado, la reducción del todo de lo percibido a sus partes integrantes, como pretenden las posturas empiristas, violenta tan gravemente la comprensión de lo percibido que compromete la empresa científica. Algo similar podría afirmarse a propósito del conductismo: en su afán de «reducir» el comportamiento humano a elementos susceptibles de un análisis científico excluye, en realidad, aspectos fundamentales que, como han puesto de manifiesto los científicos cognitivos, no pueden subestimarse. El «punto crítico» entre percibir una forma y no hacerlo no responde tanto a una mera asociación de estímulos como a una estructuración previa, «apriorística», indudablemente plástica y modelada por la experiencia social, pero cuya base nos viene dada, en gran medida, por la constitución de nuestro sistema nervioso. La necesidad de prestar atención a la forma, esto es, a la disposición de las partes como un todo, en virtud de un patrón determinado que nos hace percibirlas de una u otra manera, puede tener un fundamento neurobiológico identificable. Hubel y Wiesel descubrieron que nuestro sistema visual se organiza de tal modo que existen neuronas en el córtex visual primario especializadas en la detección de determinados ángulos y formas. Esta constatación podría responder a una estrategia evolutiva: frente a la multiplicidad de estímulos, el cerebro desarrolla la capacidad de identificar «patrones» concretos en los que subsume 111
su variabilidad potencial. Los psicólogos de la Gestalt, amparados en la evidencia primaria de que la percepción del todo no es reducible a la percepción agregada de las partes que lo componen, llegaron a la formulación de una serie de leyes que trataban de sistematizar las condiciones en que se producían esas relaciones indisociables entre las partes y el todo. Wertheimer condensó dichas leyes de la siguiente manera375: 1) Ley de la proximidad (tendencia a concebir como unidad los elementos que se hallan próximos entre sí). 2) Ley de la similitud (tendencia a concebir como un todo unitario los elementos similares entre sí). 3) Ley de la continuidad en el contorno. 4) Ley de la uniformidad de la dirección. 5) Ley de la tendencia a «delimitar» áreas. 6) Ley de la tendencia a identificar unidades sugeridas por la experiencia. La psicología de la Gestalt coincide también con un importante cambio en el Zeitgeist de la cultura europea de la época. Las investigaciones de Sigmund Freud sobre el inconsciente humano, cuyo eco resonaba ampliamente desde la publicación de La Interpretación de los Sueños en 1900, habían puesto de relieve que la ciencia no podía centrarse unilateralmente en el estudio de la conciencia, como había hecho desde la consolidación de la psicología experimental con Wilhelm Wundt (1832-1920)376, sino que era preciso comprender también cómo operan nuestros mecanismos inconscientes. Por otra parte, tampoco bastaba con el planteamiento de Edmund Husserl (1859-1938) y de su fenomenología, al existir dos importantes factores transfenoménicos: «la totalidad de la experiencia de la vida [Erlebnisganzheit] y la organización estructural de las partes en el todo [Gestaltetheit von Teilganzen] en la corriente de la experiencia en todo momento»377. Es interesante advertir que la referencia a la necesidad de tomar en consideración la totalidad de la experiencia de la vida guarda una estrecha relación con la filosofía de Wilhelm Dilthey (1833-1911), para quien el sentido de la vida individual sólo puede esclarecerse desde el final, si se «mira» en retrospectiva al pasado desde el entero curso vital378. En cualquier caso, la advertencia de que resulta esencial aludir a la dimensión sintética de la experiencia remite a la filosofía de Kant y a la idea de la actividad creadora del sujeto cognoscente, que aprehende la multiplicidad del orden fenoménico desde sus categorías internas. El «ich denke» unifica esa diversidad según unos patrones de inteligibilidad que él mismo «pone». Como escribe Sander, «toda construcción de formas se experimenta como la satisfacción de una exigencia íntima, pues la conciencia total está urgida por la necesidad de formar lo informe, de dar significado a lo que no lo tiene»379. Autores como Hamlyn han apuntado también a la existencia de similitudes bastante 112
nítidas entre el concepto de Gestalt y el de sustancia en la metafísica de Aristóteles380. Hamlyn aprecia asimismo una cercanía significativa entre la tesis de la psicología de la Gestalt de que se da una tendencia, no mediada necesariamente por la experiencia del sujeto, a percibir totalidades y la pretensión de la fenomenología de Husserl de llegar a la «experiencia pura» de la conciencia a través de una epoché o «reducción fenomenológica» que relativice, en una especie de «paréntesis», el rol de la costumbre y del contexto381. Sin embargo, y como acabamos de notar, hay una diferencia de suma relevancia entre el enfoque gestáltico y el fenomenológico, porque en la psicología de la Gestalt se apela a aspectos transfenoménicos que difícilmente se armonizarían con una fenomenología pura. Lo cierto es que la fenomenología incoaba ya algunas ideas esenciales para la teoría gestáltica. Esta constatación se pone de manifiesto en el caso de sus precursores más notables, como Franz Clemens Brentano (1838-1917), a quien se le atribuye la revitalización de la idea de «intencionalidad» en la filosofía contemporánea382, y Alexius Meinong (1853-1920), pensador austríaco y padre de la escuela psicológica de Graz, quien desarrolló la idea de «contenido psicológico [psychologischer Inhalt]»383. Una obra clave para la comprensión de la noción de intencionalidad en el pensamiento de Brentano es su Psychologie vom empirischen Standpunkt. Para Brentano, todo fenómeno mental posee «intencionalidad», esto es, una referencia a un contenido en forma de «objetividad inmanente». Existe, por tanto, una nítida distinción entre los fenómenos físicos y los de índole mental. La idea de intencionalidad, de indudable valor en el estudio de la mente, suscita sin embargo no pocos interrogantes, porque establece una barrera prácticamente infranqueable entre mi experiencia del mundo, el mundo y las experiencias ajenas del mundo. En palabras del propio Brentano: todo fenómeno psíquico está caracterizado por lo que los escolásticos de la Edad Media han llamado la inexistencia intencional (o mental) de un objeto, y que nosotros llamaríamos, si bien con expresiones no enteramente inequívocas, la referencia a un contenido, la dirección hacia un objeto (por el cual no hay que entender aquí una realidad) o la objetividad inmanente. Todo fenómeno psíquico contiene en sí algo como su objeto, si bien no todos del mismo modo. En la representación hay algo representado; en el juicio hay algo admitido o rechazado; en el amor, amado; en el odio, odiado; en el apetito, apetecido, etc. Esta inexistencia [in-existencia: existir en] intencional es exclusivamente propia de los fenómenos psíquicos. Ningún fenómeno físico ofrece nada semejante. Con lo cual podemos definir los fenómenos psíquicos diciendo que son aquellos fenómenos que contienen en sí, intencionalmente, un objeto384.
En cualquier caso, el concepto de intencionalidad remite al núcleo mismo del problema mente-cerebro385, y aún hoy despierta intensos debates, entre otras razones porque no están claros ni el significado del término (muchas veces envuelto en toda clase de confusiones semánticas, subsidiarias del enfoque filosófico que se adopte), ni su pertinencia para describir el funcionamiento de la mente humana. Christian von Ehrenfels (1859-1932), psicólogo austríaco, propuso una distinción entre los elementos básicos de la experiencia, como las sensaciones, y los «producidos» a partir de ellos. Insistió, así, en las «Gestaltenqualitäten», esto es, en los patrones de 113
cualidades formados por los distintos elementos que gozan, sin embargo, de una autonomía perceptual con respecto a las partes constituyentes386. Vittorio Benussi (1878-1927), italiano que estudió en Graz con Meinong, examinó la formación de experiencias de orden superior a partir de las de índole inferior: cómo adquieren estas últimas una determinada estructura que define el modo en que las percibimos387. La teoría de la Gestalt, a pesar de la indudable importancia que ostenta su afirmación fundamental de que la percepción humana no puede descomponerse en sus elementos, sino que ha de abordarse como totalidad dada y cualitativamente distinta del agregado cuantitativo de sus partes, parecía abocar a una cierta situación de «impasse», porque, más allá de proponer esta tesis tan relevante, se mostraba incapaz de encontrar una fundamentación neurobiológica para sus hallazgos. Un intento notable de síntesis de las conclusiones proporcionadas por la psicología gestáltica de la percepción con los conocimientos experimentales atesorados fue una obra del psicólogo canadiense Donald Olding Hebb (1904-1985), The Organization of Behavior388. Hebb postulaba la existencia de tres propiedades o características de los objetos de la percepción389: 1) La unidad primitiva, determinada sensorialmente. 2) La unidad no sensorial, que se ve afectada por la experiencia. 3) La identidad (afectada, también, por la experiencia) de la figura percibida. El problema de la división tripartita propuesta por Hebb para las propiedades que definen todo objeto potencial de la percepción es claro: se nos antoja demasiado arbitraria y responde, en último término, a criterios de índole analítica y epistemológica, pues nosotros siempre percibimos figuras en su inmediatez. No disponemos de pruebas de que «sintamos» esas unidades primitivas a las que hace referencia Hebb, porque toda sensación, tal y como se le muestra a la mente, es ya una percepción. En consecuencia, la distinción hebbiana entre los tres aspectos de la percepción puede valer únicamente con fines funcionales, pero no se ha demostrado que posea una base real. Al percibir, por ejemplo, algo como negro, no advierto primero una hipotética unidad sensorial primitiva a la que después «añada» una unidad cualitativa no sensorial para, en síntesis, llegar a una identidad entre lo sensorial y lo mental en la figura (tal y como finalmente la aprehendo), sino que lo percibido es ya una identidad cuantitativo-cualitativa, un estímulo sensorial categorizado por mi mente. La descomposición del proceso de la percepción en partes diversas puede resultar interesante, lo reiteramos, para una exposición didáctica, pero no esclarece cómo opera en realidad la mente humana. La idea kantiana de la «unidad de la apercepción» expresa esta integración indisoluble de lo sensorial y lo apriorístico en el objeto percibido. No constituye una mera especulación filosófica, sino que, además de manifestar una extraordinaria profundidad teórica, goza de una sólida base neurocientífica, aunque Kant no pudiera conocerla en su época. En efecto, a día de hoy sabemos que el cerebro procesa las sensaciones recibidas, por lo que los estímulos nunca comparecen en una supuesta «forma pura». Se da, de hecho, un procesamiento jerárquico en las diferentes 114
áreas corticales, y este fenómeno implica que nunca llegan a nosotros sensaciones en estado límpido. Las consideraciones anteriores ponen de relieve que resulta imprescindible integrar el enfoque de la psicología de la Gestalt (que ha influido en las ciencias cognitivas contemporáneas)390 con el de la neurobiología de la percepción, artífice de avances muy significativos en las últimas décadas. En ellos trataremos de detenernos a continuación. El interrogante sobre cómo los distintos estímulos sensoriales se transforman en percepciones exige abordar, al menos, dos cuestiones preliminares. La primera concierne a la naturaleza de los estímulos sensoriales específicos, y la segunda al mecanismo de transducción que los convierte en percepciones de las que se «apropia» el sujeto, para sentirlas como suyas. Hemos de tener en cuenta que la clave de la percepción reside en la capacidad que posee el sistema nervioso para integrar estímulos de distinta naturaleza y generar una respuesta única. Cuando contemplamos un paisaje, no apreciamos formas, colores, tamaños, sonidos, olores y demás por separado, sino que todo se nos muestra desde el púltipo de una percepción unitaria. Como vimos a propósito de la obra de Sir Charles Sherrington, la gran aportación de este neurofisiólogo inglés radica en haberse percatado de que la característica más notoria del sistema nervioso dimana de su función integradora: el sistema nervioso se halla facultado para discriminar, entre los estímulos aferentes que recibe, cuál ha de ser la respuesta a la situación en que se encuentra. Esta «discriminación selectiva» del sistema nervioso como un todo es análoga a la que acontece en el terreno de la percepción. La mente no replica sin más la información que recibe del mundo exterior, sino que procesa oportunamente, mediante la «abstracción», aquellas características que le resultan relevantes para producir una respuesta unitaria, esto es, una percepción única, aun entre la asombrosa multiplicidad de estímulos que la asaltan. 365 Como escribe Aristóteles a propósito de la cualidad, esta es «en primer lugar, la diferencia que distingue la esencia» (Metafísica, V, 14). Así, la estructura cualitativa es capaz de fundamentar una distinción que los elementos cuantitativos no reflejan por sí solos. 366 En términos similares se expresa el filósofo norteamericano John Searle cuando escribe: «El problema de los qualia no es sólo un aspecto del problema de la conciencia; es el problema de la conciencia» (The Mystery of Consciousness, 28-29). 367 Wertheimer había nacido en Praga, pero ejercía la docencia en la Universidad de Frankfurt cuando expuso sus teorías sobre la psicología de la Gestalt. Como Koffka y Köhler, Wertheimer emigraría más tarde a los Estados Unidos. 368 Para una introducción a la psicología de la Gestalt, cfr. M. Wertheimer, «Untersuchungen zur Lehre von der Gestalt», 301-350; W. Köhler, «Komplextheorie und Gestalttheorie», 358-416; W. Köhler, The Task of Gestalt Psychology; M. R. Bennett y P. M. S. Hacker, History of Cognitive Neuroscience, 10-11. Cfr. también Th. P. Albright, Th. M. Jessell, E. R. Kandel y M. I. Posner, «Neural Science: A Century of Progress and the Mysteries that Remain», 34. 369 Una clara muestra del asociacionismo de Berkeley la encontramos en el siguiente fragmento de su ensayo sobre la visión: «the ideas of space, outness, and things placed at a distance are not, strictly speaking, the object of sight. They are no otherwise perceived by the eye, than by the ear (...). It is nevertheless certain that ideas intromitted by each sense are widely different, and distinct from each other; but having been observed constantly to go together, they are spoken of as one and the same thing» (An Essay towards a New Theory of Vision, XLVI).
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370 Para una exposición de las teorías de Bradley, cfr. su obra Appearance and Reality. 371 W. Köhler, K. Koffka y F. Sander, Psicología de la Forma, 14. 372 Ob. cit., 15. 373 Ob. cit., 17. 374 Ob. cit., 90. 375 Cfr. W. D. Ellis, A Source Book of Gestalt Psychology, 71 y sigs. 376 Las obras más importantes de Wundt son los Grundzüge der physiologischen Psychologie, publicados en dos volúmenes entre 1873 y 1874, y Völkerpsychologie. Eine Untersuchung der Entwicklungsgesetze von Sprache, Mythus und Sitte, en diez volúmenes, publicados entre 1900 y 1909. 377 W. Köhler, K. Koffka y F. Sander, Psicología de la Forma, 99. 378 Cfr. W. Dilthey, Der Aufbau der geschichtlichen Welt in den Geisteswissenschaften, en Gesammelte Schriften, vol. VII, 233 379 W. Köhler, K. Koffka y F. Sander, Psicología de la Forma, 107. 380 Cfr. D. W. Hamlyn, The Psychology of Perception. A Philosophical Examination of Gestalt Theory and Derivative Theories of Perception, 45. 381 Cfr. ob. cit., 46. Sin embargo, la fenomenología no cree en la posibilidad de desterrar completamente los condicionantes previos de la experiencia, pues el método fenomenológico concluye que no existen «experiencias atómicas», absolutamente básicas e irreductibles, porque siempre llegamos a «totalidades-objeto». La teoría de la Gestalt preserva la exigencia fenomenológica de dejar de lado, al menos temporalmente, los preconceptos para llegar a la experiencia de lo percibido en cuanto tal, pero también la idea de que nunca alcanzamos sensaciones puras, sino que estas siempre se nos presentan como totalidades o Gestalten. Cfr. ob. cit., 43. Desde la perspectiva del principio de circularidad hermenéutica de Gadamer en Verdad y Método, es interesante advertir que la toma de conciencia de la imposibilidad de eludir por completo los prejuicios o precomprensiones es, precisamente, una herramienta esencial para «depurar» nuestra propia comprensión. Aunque nos percatemos de que no podemos evadir los prejuicios incorporados a nuestra comprensión del mundo, conseguimos plantear una distinción legítima entre los prejuicios presentes y los prejuicios en cuanto tales. Globalmente, nunca cesamos de atesorar prejuicios que influyen de modo determinante en nuestro acercamiento a la realidad, pero esta evidencia no implica que seamos incapaces de vencer prejuicios concretos en un momento dado. Se trata, claro está, de un proceso potencialmente infinito, en el que los prejuicios se cancelan, nacen o reaparecen, pero sin diferenciar adecuadamente entre prejuicios y prejuicios concretos se corre el riesgo de diluirlo todo en una sutil confusión, cuya enrevesada madeja nos impide reconocer los avances efectivos que se han producido en la lucha contra determinados prejuicios (supersticiones, atavismos...) a lo largo de la historia. 382 En palabras de Edmund Husserl, Brentano «dio por primera vez un impulso decisivo mediante el gran hallazgo que yacía en su revalorización del concepto escolástico de intencionalidad como un rasgo esencial de los “fenómenos psíquicos”» (El artículo de la «Encyclopaedia Britannica», 26). 383 Cfr. A. Meinong, «Über Gegenstände höherer Ordnung und deren Verhältnis zur inneren Wahrnehmung», 182-272. Meinong influyó en el pensamiento de Bertrand Russell, quien, sin embargo, se mostró crítico con algunos aspectos de su filosofía, en especial con su idea de «objetos carentes de ser». Cfr. B. Russell, «On Denoting», 479-493; «Review of Meinong and Others, Untersuchungen zur Gegenstandstheorie und Psychologie», 530-538; «Review of A. Meinong’s Ueber die Stellung der Gegenstandstheorie im System der Wissenschaften», 436-439. 384 Psicología, 27-29. 385 Véase «Excursus». Para una panorámica general sobre el problema mente-cerebro en la neurociencia contemporánea, cfr. J. M. Giménez-Amaya y J. I. Murillo, «Mente y cerebro en la Neurociencia contemporánea. Una aproximación a su estudio interdisciplinar», 607-635; C. Diosdado, F. Rodríguez Valls y J. Arana, Neurofilosofía: Perspectivas Contemporáneas. 386 Cfr. Ch. Von Ehrenfels, «Über “Gestaltqualitäten”», 249-292. 387 Para una exposición del pensamiento de Benussi sobre la teoría de la percepción, cfr. sus Psychologie der Zeitauffassung, así como E. Funari, N. Stucchi y D. Varin (eds.), Forma ed Esperienza: Antologia di Classici
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della Percezione. Scritti di V. Benussi... et al. 388 El capítulo fundamental del libro de Hebb ha sido incluido en R. Cummins y D. D. Cummins (eds.), Minds, Brains, and Computers. The Foundation of Cognitive Science. An Anthology, 323-332. 389 Cfr. D. O. Hebb, The Organization of Behavior: A Neuropsychological Theory, 19 y sigs. Esta obra desempeñó un papel fundamental en la discusión en torno a la primacía del dinamismo de los circuitos neuronales o de la facilitación sináptica como mecanismos neurobiológicos subyacentes a los procesos de memoria y de aprendizaje. La obra de Hebb era favorable a la primera opción (la mera actividad coincidente de los elementos pre y postsinápticos fortalece la sinapsis), mientras que los conocimientos actuales sobre adquisición de determinados comportamientos en el ámbito del aprendizaje y de la memoria parecen apoyar, como han mostrado las investigaciones de, entre otros autores, Kandel, la segunda posibilidad. Más adelante nos detendremos en este aspecto. 390 Sobre la relación entre la psicología de la Gestalt y la denominada «revolución cognitiva», cfr. D. J. Murray, Gestalt Psychology and the Cogntive Revolution.
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Capítulo 9
Los elementos básicos de la sensación La filosofía griega clásica había sistematizado una reflexión cuyo fundamento más profundo presenta hoy copiosos enigmas: la existencia de cinco sentidos externos en el ser humano y en los mamíferos superiores, a saber, la vista, el tacto, el olfato, la audición y el gusto391. Estos sentidos actuarían como «ventanas» del alma hacia el mundo. Hoy sabemos el «tacto» exhibe cuatro submodalidades que, si bien ostentan propiedades comunes, no pueden identificarse entre sí: el tacto propiamente dicho, la propiocepción, el sentido del dolor y el de la temperatura. Cada sentido, por su parte, se halla asociado a un receptor específico, sensible a una u otra forma de energía (luz, calor, energía mecánica...): la visión a fotorreceptores, la audición a mecanorreceptores, el gusto y el olfato a quimiorreceptores y el tacto a mecanorreceptores (tacto propiamente dicho), termorreceptores (en lo que respecta a la percepción térmica), nociceptores (receptores del dolor) y mecanorreceptores para el equilibrio (sentido de la propiocepción o sistema vestibular)392. Posteriormente examinaremos cada uno de ellos. Con el nacimiento de las modernas psicofísica y fisiología sensorial se hizo patente la necesidad de encontrar la base neurobiológica por la que operaba cada uno de los cinco sentidos. En la década de 1830, el alemán Johannes Peter Müller (1801-1858), una de las grandes autoridades en la fisiología decimonónica (maestro de, entre otros, Émil du Bois-Reymond y Hermann von Helmholtz), formuló la denominada «ley de las energías específicas de los sentidos». Según ella, la modalidad de cada sentido es una propiedad de la fibra sensorial nerviosa, por lo que cada una de ellas activa un tipo de estímulo específico393. Así, las sensaciones somáticas asociadas al dolor no activan las fibras nerviosas vinculadas a la percepción de la temperatura o a la propiocepción de los miembros corporales. Cada sentido percibe el mundo exterior de una manera específica, por lo que si actuamos sobre la vista con un estímulo no lumínico (mecánico, por ejemplo), este sentido producirá percepciones visuales, no mecánicas. La ley de Müller no hacía sino dar forma neurocientífica a un constatación tomada desde antiguo: no existe un único modo de sentir el mundo exterior, sino que los distintos órganos se han especializado en recibir estímulos específicos (visuales, olfativos, auditivos, etc.) que se codifican, eso sí, sobre la base de un lenguaje electrofisiológico compartido (el potencial de acción). Según la ley de Müller, la mente no disfruta de un acceso directo al mundo y a los distintos objetos que lo conforman, sino que percibe el cosmos circundante de manera indirecta, a través de los nervios y de sus «energías específicas», esto es, de su capacidad para procesar tal o cual estímulo de modo que genere una u otra cualidad en la mente. De lo que somos directamente conscientes es de la información proporcionada por nuestros nervios, no del mundo exterior394. Sin embargo, la multiplicidad de los estímulos, que se manifiesta en la presencia de 118
distintas vías nerviosas de procesamiento, es inseparable del hecho de que todo estímulo, además de la cualidad o modalidad que le es distintiva, posee una serie de características comunes que facilitan su procesamiento por parte del sistema nervioso. Son las siguientes: 1) La intensidad: es, por así decirlo, la «cantidad» de sensación que un determinado estímulo suscita, proporcional a su fuerza. Existe, con todo, un umbral sensorial de detección, por debajo de cuyos límites no se percibe el estímulo. La ley de Weber, formulada por el anatomista y fisiólogo alemán Ernst Heinrich Weber (1795-1878), cuantifica la percepción del cambio en un determinado estímulo, al establecer que la alteración perceptible en un estímulo es proporcional al estímulo original. Así, la diferencia apenas perceptible entre un estímulo de referencia E y un segundo estímulo E1 es proporcional a la cantidad del estímulo original: = K, donde K es una constante. Weber llegó a estas conclusiones gracias a la experimentación con el levantamiento de pesos, y publicó su trabajo en 1834395. Fue su discípulo, Gustave Theodor Fechner (1801-1887), quien extendió los resultados de su maestro a la medición de la sensación en general396. Propuso la siguiente ecuación logarítmica: I = KlogE/E0, donde I es la intensidad de la sensación experimentada, K una constante y E0, la amplitud umbral del estímulo. En 1953, Stanley Stevens397 planteó una función exponencial como una aproximación más certera al valor de la intensidad de la sensación: I = K (S – S0)n. En determinados casos, como la sensación de presión en una mano, el exponente n es equivalente a la unidad, por lo que se establece una relación lineal como la sugerida inicialmente por Weber. En cualquier caso, esta ley apunta a un hecho nítido: percibimos contrastes, valores relativos más que absolutos. 2) La duración: la persistencia de la sensación de un determinado estímulo es función de su intensidad y de su tiempo de «acción». Sin embargo, si el estímulo se prolonga bastante, el órgano receptor terminará por adaptarse a él, y su intensidad tenderá a decrecer, para caer incluso por debajo del umbral sensorial. 3) La localización específica del estímulo en el espacio, de manera que los distintos sentidos puedan ubicar su fuente. De manera sintética, el esquema general que describe el proceso de transformación de los estímulos en percepciones es el siguiente: el estímulo llega al receptor sensorial especializado en su detección. Este órgano opera en un campo receptor específico, es decir, dentro de los márgenes de un área de localización definida, donde un estímulo activa cada receptor sensorial y cada neurona sensorial. Así, las distintas formas de energía asociadas a los diferentes estímulos se transducen en una única forma energética, la electroquímica, y se logra un medio de señalización común. De la multiplicidad fenoménica se llega, por tanto, a un notable grado de simplicidad, que le permite al sistema nervioso procesar la información que recibe del mundo exterior mediante una vía única. Como observamos a propósito de la transmisión del impulso nervioso, el 119
código de la información es el mismo para todas las señales, con independencia del estímulo que procesen. Su «descodificación», esto es, su interpretación como información relativa a uno u otro estímulo, no es función del tipo de señal, sino del área específica del sistema nervioso que se encargue de procesarla. Como vimos, fue Lord Adrian quien descubrió que el potencial de acción era el mecanismo utilizado por la práctica totalidad de las neuronas para enviar señales en el seno de la célula. Las características de los estímulos vienen representadas por los patrones de descarga de la actividad neural, no por el código de señal, que es común a todos ellos. La intensidad y la duración del estímulo se reflejarán en los patrones de descarga del potencial de acción, porque es el mismo en todo el sistema nervioso, independientemente de que responda a estímulos de naturaleza mecánica o lumínica. Una mayor tasa de descarga de los potenciales de acción significará que el estímulo ha sido más intenso. Aunque este código de frecuencia se enfrente a un límite, fijado por la fibra sensorial primaria, como el estímulo suele activar varios receptores simultáneamente, según el tamaño de la población de neuronas receptoras, se permite que, incluso con una restricción semejante, el sistema sensorial logre registrar intensidades muy elevadas. Mediante la conjugación de ambos códigos, de frecuencia y de población, se transmite la información relativa a la intensidad del estímulo. La información relativa a la modalidad del estímulo la proporciona el receptor específico afectado, y la concerniente a la localización del estímulo depende de los mapas neurales, en virtud de la organización «tópica» de varios sistemas sensoriales. Así, la localización del estímulo se codifica por la distribución espacial de determinadas neuronas en el córtex. La organización de los distintos sistemas en mapas neurales permite que se preserven las relaciones espaciales de los receptores periféricos: el sistema somatosensorial se organiza somatotópicamente398, el visual retinotópicamente y el auditivo tonotópicamente. Esta disposición no rige, sin embargo, en los sistemas olfativo y gustativo. La energía del estímulo se transduce en energía electroquímica gracias a la despolarización o hiperpolarización local de la membrana de la célula receptora, lo que genera un código neural. Así, la energía del estímulo evoca un cambio en el potencial de membrana de la neurona sensorial primaria. Esta dinámica produce un potencial receptor que, al alcanzar el cono axónico, induce un potencial de acción siempre y cuando su amplitud exceda la del umbral de excitación de la célula en cuestión. El potencial de acción se transmite a través del axón hasta una neurona del sistema central. Esta señal neural suscita la descarga de un potencial de acción capaz de representar parámetros informativos sobre la intensidad o la duración del estímulo. La modalidad depende de la vía nerviosa específica por la que se procese el estímulo y de la localización de los mapas neurales. Una neurona (o una determinada población de células nerviosas) se encarga de transmitir la información relativa al estímulo a los distintos sistemas cerebrales. En el caso de los sistemas olfativo y somatosensorial, el receptor es una neurona sensorial primaria que envía potenciales al sistema nervioso central. Así, en el sistema 120
olfativo, la información se transmite directamente desde el primer núcleo de relevo hasta el córtex primitivo del lóbulo temporal medial. En los sistemas gustativo, visual, auditivo y vestibular (asociado a la percepción del equilibrio), los procesos de transducción y codificación neural se hallan separados, porque existen células epiteliales receptoras que se comunican con una neurona sensorial primaria. La neurona sensorial primaria, a su vez, transmite esa información a sucesivas neuronas mediante un proceso de proyección, en el que unas células nerviosas relevan a otras. Además de activar las células de relevo, las fibras sensoriales activan interneuronas excitadoras o inhibidoras que contribuyen al procesamiento de la información sensorial. La importancia de las células de relevo se pone de relieve en el hecho de que «los núcleos de relevo juegan un papel en la transformación de la información sensorial a medida que viaja a través del encéfalo»399. Así, los patrones de descarga en las células de proyección cambian con respecto a las fibras sensoriales primarias. Los sistemas sensoriales procesan en paralelo y de modo jerárquico, a través de células de relevo, por lo que «cada componente de una vía tiene una función en el procesamiento de la información sensorial desde la periferia hasta centros cerebrales superiores»400. Cada una de las vías involucradas en la transmisión de la información sensorial procede de manera serial, pero el sistema sensorial opera en paralelo. La neurociencia contemporánea ha logrado desvelar, como veremos más adelante, que en el sistema visual existen vías distintas para el procesamiento de la información relacionada con la forma, el color y el movimiento. Sin embargo, estas vías paralelas convergen en el córtex cerebral para proporcionar una percepción visual unificada, en la que se integra la información sobre estas tres características (forma, color y movimiento). Cómo se consigue esta armonización, es decir, cómo son capaces las vías procesadas en paralelo de producir una percepción unificada, constituye, a día de hoy, un profundo enigma401. 391 Cfr. Aristóteles, De Anima, III, 1. 392 Estos receptores no son los únicos que encontramos en el reino animal. Las serpientes, por ejemplo, poseen un sistema de detectores del infrarrojo. Cfr. E. O. Gracheva, N. T. Ingolia, Y. M. Kelly, J. F. Cordero-Morales, G. Hollopeter, A. T. Chesler, E. E. Sánchez, J. C. Perez, J. S. Weissman y D. Julius, «Molecular basis of infrared detection by snakes», 1006-1011. 393 Cfr. J. P. Müller, Handbuch der Physiologie des Menschen für Vorlesungen, publicado entre 1833 y 1838. 394 Para una discusión sobre las implicaciones filosóficas de la ley de Müller, cfr. H. Rachlin, «What Müller’s law of specific nerve energies says about the mind», 41-54. 395 Cfr. E. H. Weber, De Pulsu, Resorptione, Auditu et Tactu. Annotationes Anatomicae et Physiologicae, de 1834. 396 Cfr. G. T. Fechner, Elemente der Psychophysik, de 1860. 397 Cfr. S. S. Stevens, «On the brightness of lights and the loudness of sounds», 576. 398 Como ya vimos, John Hughlings Jackson se había percatado de la organización somatotópica en la segunda mitad del siglo XIX. 399 E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. H. Jessell, Neurociencia y Conducta, 401. 400 Ob. cit., 402. 401 Cfr., entre otros, A. L. Roskies, «The binding problem», 7-9; A. Treisman, «Solutions to the binding
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problem: progress through controversy and convergence», 105-125.
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Capítulo 10
Sistemas sensoriales A continuación expondremos, de manera imperiosamente breve, algunos de los hitos más notables en la comprensión científica del funcionamiento de cada uno de los sistemas sensoriales. 10.1. Sistema auditivo Un impulso fundamental al estudio científico de la audición vino dado por el trabajo de Helmholtz, quien en 1863 publicó Die Lehre von den Tonempfindungen, libro en el que aplicó los métodos propios de la fisiología y de la psicofísica al examen de este sistema sensorial. Helmholtz postuló que la frecuencia de las ondas sonoras determina la localización del estímulo en la membrana basilar. El gran científico germano se percató de que la membrana basilar, en lugar de sintetizar un sentido complejo, lo descompone: cada tono se limita a un segmento concreto de la membrana. Desgraciadamente, las aportaciones pioneras de Helmholtz no gozaron de la necesaria continuidad en las décadas sucesivas, y hubo que esperar hasta bien entrado el siglo XX para asistir a progresos sustanciales en la comprensión del funcionamiento del sistema auditivo, a pesar de los extraordinarios avances que la física había experimentado a finales del siglo XIX y principios del XX402. Un hallazgo fundamental sobre el funcionamiento del sistema auditivo de los mamíferos fue protagonizado por el científico húngaro Georg von Békesy (1899-1972), quien descubrió el mecanismo de estimulación física en la cóclea, gesta por la que obtuvo el premio Nobel de fisiología o medicina en 1961403. La anatomía de finales del siglo XIX, en especial gracias al trabajo de autores como Alfonso Corti (1822-1876)404, Albert von Kölliker405 y Gustav Retzius (18421919)406, había aportado información minuciosa sobre la estructura del órgano auditivo y sobre la centralidad de la membrana basilar, ubicada en el interior de la cóclea y a algunas de cuyas células arriban las terminales nerviosas. La anatomía del oído interno se conocía con tanta profundidad que, como admite Von Békesy, «el problema de cómo oímos quedó prácticamente reducido a una cuestión mecánica: ¿de qué manera vibra la membrana basilar cuando el tímpano se expone a una presión sonora sinusoidal?»407 Von Békesy, gracias a la mejora en las técnicas de amplificación y al empleo de la microdisección de las estructuras anatómicas involucradas en el proceso, desarrollos que le permitieron efectuar mediciones afinadas de las vibraciones sonoras en el sistema auditivo, fue capaz de esclarecer el mecanismo preciso por el que opera el sistema auditivo de los mamíferos. Así, logró dilucidar los patrones de vibración del tímpano. Descubrió que los movimientos del estribo evocan una onda compleja en la membrana 123
basilar, apta para alcanzar el ápice de la cóclea. La cresta de la onda más larga aumenta inicialmente para después decrecer de manera rápida, y la posición de la amplitud máxima depende de la frecuencia de las ondas sonoras del estímulo, de tal modo que la cresta más elevada de la onda aparece junto al ápice de la cóclea en tonos de baja frecuencia, mientras que en la base de la cóclea lo hace en tonos de alta frecuencia. La cóclea actúa, así, como una especie de «analizador de frecuencias». La energía sonora se amplifica mecánicamente en el caracol, como sugieren las mediciones, con interferómetros láser, del movimiento de la membrana basilar. Desde las células ciliadas del caracol, la información llega hasta neuronas cuyos cuerpos celulares se encuentran ubicados en el ganglio coclear. La frecuencia y la intensidad del estímulo sonoro son codificadas por las fibras del nervio coclear. Por vía auditiva ascendente, la información sobre el estímulo sonoro alcanza, primero, el núcleo geniculado medial del tálamo, para terminar en la corteza cerebral. Es en el lóbulo temporal donde se sitúan las distintas áreas auditivas. La corteza auditiva primaria (A1, que coincide con las áreas 41 y 42 de Brodmann) contiene una representación tonotópica de frecuencias características. La organización «tópica» del sistema auditivo exhibe, por tanto, una interesante analogía con la que existe, por ejemplo, a nivel somatotópico408. 10.2. Sistema olfativo El sistema olfativo de muchos mamíferos posee una capacidad asombrosa: la de detectar un número muy elevado de moléculas odoríferas, cuyas composiciones químicas pueden variar enormemente entre sí. Los ratones cuentan con aproximadamente mil receptores olfatorios distintos (número superior al de los seres humanos), mientras que los peces tienen sólo unos pocos. En la historia del estudio neurocientífico del sistema olfativo, es preciso mencionar las contribuciones de Ramón y Cajal, quien lo examinó, junto con su hermano Pedro409, a finales del siglo XIX. Con anterioridad, grandes figuras de la anatomía y de la histología como Kölliker, Retzius y Golgi también lo habían explorado. En sus trabajos sobre el bulbo olfativo de 1889-1890410, Cajal pretendía esclarecer la dirección del impulso nervioso411. Sin embargo, y contra el criterio de Lowenthal412, Cajal postuló una proyección directa entre el lóbulo olfatorio y el bulbo olfativo, conclusión corregida por la ciencia posterior413. Un descubrimiento capital para nuestra comprensión contemporánea del funcionamiento del sistema olfativo de los mamíferos ha sido el llevado a cabo por los científicos norteamericanos Richard Axel (1946-...) y Linda Buck (1947-...). Su trabajo sobre los receptores odorantes y la organización del sistema olfativo les valió el premio Nobel de fisiología o medicina en 2004. En un importante artículo publicado en 1991414, Axel y Buck lograron clonar y caracterizar dieciocho miembros de una vasta familia multigénica que codifica siete 124
proteínas, únicamente expresadas en el epitelio olfativo. Para percatarnos adecuadamente de la complejidad del sistema olfativo de los mamíferos, es preciso notar que esta familia, cuya extensión comprende más de mil genes distintos, da lugar a un número similar de tipos de receptores olfatorios, ubicados en un área muy pequeña de la parte superior del epitelio nasal. Estos receptores, pertenecientes a la familia de «receptores acoplados a la proteína G» («G protein-coupled receptors» —GPCR por sus siglas inglesas—), se encargan de detectar las moléculas odorantes que les llegan. Las células de los distintos receptores olfatorios han alcanzado un extraordinario nivel de especialización, y son capaces de detectar, aisladamente, un número limitado de olores. De hecho, cada receptor olfatorio expresa únicamente un gen de receptor odorante. El proceso exacto, descrito por Axel y Buck, es el siguiente. La sustancia odorífera activa un receptor odoroso y, mediante un proceso de transducción, la señal química aferente se transforma en un impulso eléctrico que, en último término, llega al cerebro. Cada receptor odoroso activa primero una proteína G a la que se halla acoplado. La proteína G, por su parte, induce la formación de AMP cíclico, mensajero molecular que activa los canales iónicos. Las señales nerviosas enviadas tienen como destino los glomérulos del bulbo olfatorio, el área olfatoria primaria en el cerebro, para después generar patrones de olores en regiones específicas del córtex. La mayoría de los olores se componen de diferentes moléculas odorantes, y cada una de ellas activa distintos receptores odorantes. El «patrón odorante» combinado que resulta nos permite reconocer, y en muchos casos retener, unos diez mil olores distintos. El nivel de sofisticación de los receptores para el olor en determinadas especies animales es fascinante. Si el ser humano posee unos quinientos receptores distintos, codificados por aproximadamente el 3 por 100 del número total de genes de que constan los individuos de nuestra especie, esta cifra se eleva hasta 1.300 receptores en el caso de los ratones, codificados por en torno al 5 por 100 de sus genes (con un genoma de cerca de 20.000 genes). Sorprende, incluso en especies mucho menos desarrolladas, contemplar el refinamiento de su sistema olfatorio. Así, la mosca del vinagre (Drosophila melanogaster) posee unos 80 genes de receptores odorantes, y el invertebrado C. elegans, que sólo tiene 302 neuronas (dieciséis de ellas son neuronas sensoriales olfatorias), expresa unos mil genes de receptores odorantes415. 10.3. Sistema gustativo El sentido del gusto, como el del olfato, se halla mediado por una serie de quimiorreceptores selectivos para los distintos sabores. Las investigaciones más recientes han puesto de relieve que, además de los cuatro sabores primarios tradicionales (ácido, salado, dulce y amargo), en el sentido humano del gusto existe un quinto: el «umami», de gran importancia en la cocina oriental, sobre todo en la japonesa. En las últimas décadas se han realizado progresos sustanciales en el descubrimiento y caracterización estructural y funcional de quimiorreceptores para el sabor pertenecientes 125
a las familias T1R y T2R, implicados en el reconocimiento de los sabores amargo, dulce y umami, pero todavía falta mucho por esclarecer sobre los sabores salado y ácido, así como en torno a un posible sexto sabor, que estaría vinculado a sustancias grasas416. En los mamíferos, el sistema gustativo está integrado por células receptoras del sabor (las denominadas «taste receptor cells») que se agrupan en «botones» ubicados en las papilas gustativas. Estos órganos se clasifican mayoritariamente en una de las siguientes categorías: fungiformes, foliadas y caliciformes, localizadas, todas ellas, en la lengua. Los estímulos gustativos se unen a las células receptoras del sabor a modo de ligandos, y esta interacción química genera señales que se transmiten al cerebro a través de las ramas de tres nervios craneales, el VII (facial), el IX (glosofaríngeo) y el X (vago)417. A través del tálamo, la información gustativa llega a la corteza cerebral. La sensación gustativa resulta de la combinación de aferencias gustativas, olfatorias y somatosensitivas418. Se cree que los receptores para el sabor forman parte de las membranas de las células receptoras del sabor. Las familias de receptores T1R y T2R pertenecerían a la familia más amplia de receptores acoplados a la proteína G. Gran parte del trabajo actual tiene como objetivo discernir, con precisión, las proteínas que funcionarían como receptores para el sabor419. Los receptores T1R de los mamíferos se identificaron en los años 70, gracias al estudio de la base genética subyacente a la preferencia por la sacarina en ratones420. Se comprobó la existencia de un genotipo, el Sac, que influía sobre las respuestas aferentes de los nervios gustativos a la dulzura, evidencia de que el gen Sac podía participar en la codificación de un receptor para este sabor. A finales de los 90 se encontró que el Sac correspondía en realidad a un gen nuevo, el Tas1r3, y se mostró que la transducción del sabor dulce involucraba un mecanismo acoplado a una proteína G421. Los genes que codifican los receptores T2R, asociados a la detección del sabor amargo, se discernieron en el año 2000. En este logro se reveló clave la secuenciación del genoma humano, llevada a cabo poco tiempo antes422. 10.4. Sistema visual El sistema sensorial mejor conocido a nivel neurocientífico es el visual. Estos éxitos resultan de la aplicación de la física y de la fisiología al estudio de la visión, empresa que, en las últimas décadas, se ha beneficiado inconmensurablemente de la biología molecular en el esclarecimiento de los mecanismos precisos de la transducción de la energía lumínica en señal nerviosa, así como de las estructuras moleculares y celulares subyacentes a este proceso. Un pionero en la neurofisiología de la visión fue el gran científico alemán Hermann von Helmholtz, cuyas contribuciones al estudio del sistema nervioso y de la fisiología de la percepción son de tal envergadura que prácticamente aparecen, de modo cuasi ubicuo, 126
en multitud de campos concretos: sistema auditivo, sistema visual, medición de la velocidad del impulso nervioso. Helmholtz publicó, en 1856, el primer volumen de su Handbuch der physiologischen Optik (el tercero saldría a la luz en 1867)423, una obra clave en el desarrollo de la psicofísica de la percepción visual424. Las investigaciones de Helmholtz constituían una tentativa de dotar el estudio de la percepción de solidez experimental. Sin embargo, el propósito de Helmholtz venía revestido de hondas implicaciones filosóficas. Uno de sus propósitos consistía en refutar la estética trascendental de la Crítica de la Razón Pura de Kant (1781), escrito donde el filósofo de Königsberg interpretaba espacio y el tiempo como formas apriorísticas de la sensibilidad que poseeríamos de manera innata, ajenas a un origen empírico. La percepción espacial, a cuyo examen Helmholtz consagró grandes energías, estribaría en el desarrollo de hipótesis inconscientes basadas en inferencias inductivas a partir de las sensaciones experimentadas. Así, en toda percepción convergerían, para Helmholtz, elementos conscientes e inconscientes. Este fenómeno explicaría, por ejemplo, numerosas ilusiones ópticas en las que el sujeto cree contemplar determinados patrones que en realidad no existen425. El espacio, lejos de ser un concepto inherente a nuestra mente, lo aprenderíamos gracias a nuestra interacción con el mundo exterior. Helmholtz, quien también realizó importantes contribuciones al estudio matemático de las geometrías no-euclidianas, se mostró crítico con el espacio tridimensional kantiano426. En 1802, el físico, médico, lingüista y egiptólogo inglés Thomas Young (1773-1829), célebre por, entre otras notables contribuciones al conocimiento, su teoría ondulatoria de la luz427, había postulado la existencia de tres receptores de la luz, cada uno sensible a una parte distinta del espectro luminoso (el rojo, el verde y el azul)428. Hermann von Helmholtz apoyó decisivamente, basado en su propio trabajo experimental, la teoría de Young (llamada, por lo general, «teoría tricromática de Young-Helmholtz»). Según ella, un estímulo lumínico evocará respuestas en cada uno de los tres receptores, cuyo patrón será el responsable de la cualidad (el color que finalmente percibimos) de la sensación. El estudio de los fotorreceptores retinales recibió un impulso fundamental con el trabajo del científico estadounidense de origen austriaco Selig Hecht (1892-1947)429, quien extendió la teoría de Young-Helmholtz sobre la visión. El oftalmólogo sueco Allvar Gullstrand (1862-1930), por su parte, efectuó notorias contribuciones al estudio de la formación de la imagen en la retina, trabajo por el que recibió el premio Nobel de medicina o fisiología en 1911430. Hoy sabemos que la luz, en el ojo humano, es absorbida por tres tipos de conos retinales, cada uno con distintos pigmentos visuales especializados en la detección de los diferentes rangos del espectro electromagnético a los que es sensible nuestro ojo. El pigmento A es sensible a longitudes de onda cortas, por lo que contribuye a la percepción del color azul; el pigmento V lo es a longitudes de onda medias (que percibimos como verde); el pigmento R, a las longitudes de onda largas (el rojo). Esta 127
evidencia concuerda con el modelo propuesto por Young y Helmholtz. La teoría de la trivarianza no explica, sin embargo, tres importantes aspectos431: 1) La existencia de colores que nunca se perciben de manera combinada, como por ejemplo el verde rojizo. Por ello, el fisiólogo alemán Ewald Hering (1834-1918) propuso una teoría alternativa a la de Young-Helmholtz432, la «teoría de los procesos oponentes»: el color posee seis cualidades primarias que se procesan por pares antagónicos, rojo-verde, amarillo-azul y blanco-negro. En los años 50, Dorothea Jameson (1920-1998) y Leo Hurvich (1910-2009) ofrecieron pruebas de la existencia de mecanismos que combinan, de distinta forma, las señales procedentes de los conos433. Con posterioridad, los trabajos de investigadores como De Valois434, Hubel y Wiesel435 pusieron de relieve que las células del núcleo geniculado lateral reciben señales aferentes opuestas. De Valois y su equipo analizaron las respuestas características de células individuales del núcleo geniculado lateral del macaco, con la finalidad de entender cómo procesan la información visual. Amparados en las respuestas ofrecidas, clasificaron las células en dos grandes grupos: células «no oponentes» a nivel espectral, que responden a todas las longitudes de onda a través de un incremento o de un descenso en la tasa de disparo, y células «oponentes» a nivel espectral, que responden en ciertas partes del espectro con un incremento en la tasa de disparo, mientras que en otras la disminuyen. Identificaron cuatro tipos de células oponentes: rojo-excitadoras y verde-inhibidoras (+ R-G); verde-excitadoras y roja-inhibidoras (+ G-R); amarilloexcitadoras y azul-inhibidoras (+ Y-B); azul-excitadoras y amarillo-inhibidoras (+ B-Y). Además, sus estudios indicaron que las células «no oponentes» transmiten información relacionada con la brillantez del estímulo, mientras que las oponentes se encargan de la información sobre el color. En los años 70, el destacado estudioso del sistema visual Semir Zeki descubrió que el área V4 del córtex visual contiene numerosas células selectivas al color del estímulo visual. Sus trabajos han contribuido a mostrar la especialización de las distintas zonas visuales del córtex para aspectos del estímulo como el color, el movimiento y la profundidad436. 2) El contraste de color simultáneo, esto es, el hecho de que colores opuestos emanen de puntos del espacio vecinos. 3) La constancia del color: a pesar de los cambios en la composición de la luz espectral, somos capaces de percibir el color de un objeto de una manera relativamente firme. Tres nombres a destacar en la neurofisiología de la visión del siglo XX son los de Ragnar Granit (1900-1991), Haldane Keffer Hartline (1903-1983) y George Wald (19061997), quienes compartieron el premio Nobel de fisiología o medicina en 1967. El estadounidense George Wald realizó aportaciones fundamentales al esclarecimiento de la estructura de los pigmentos visuales. Así, descubrió que la rodopsina, pigmento de los bastones, consta de opsina, sustancia que no absorbe luz de por sí, y de retinal 128
(derivado de la vitamina A), que sí lo hace. Los cuantos lumínicos cambian la configuración espacial del retinal de II-cis a todo-trans, lo que provoca que el retinal no encaje en su lugar de unión con la opsina. La opsina se ve obligada a adquirir una configuración semiestable: la metarrodopsina II, que acaba por dividirse en opsina y todo-trans-retinal. Este proceso comparecería en todo el reino animal437. El finlandés Ragnar Granit descubrió la existencia de elementos en la retina que poseen sensibilidades espectrales diferenciales, para llegar a la conclusión de que hay distintos tipos de conos que representan tres sensibilidades espectrales características438. Las investigaciones del estadounidense Keffer Hartline sobre las respuestas eléctricas generadas en la retina del cangrejo herradura (Limulus polyphemus) le permitieron descubrir el mecanismo fisiológico en virtud del cual el contraste de patrones lumínicos subyace a la percepción de la forma y del movimiento439. En los años 30, Hartline constató que las neuronas responden a los estímulos lumínicos únicamente dentro de una región concreta del espacio visual, el denominado «campo receptivo» («receptive field»). Advirtió asimismo que las respuestas visuales a la luz dependen del contraste con la oscuridad. Por ejemplo, si en una región adyacente no incide luz, la amplitud de la respuesta neuronal al estímulo lumínico de la otra área es mayor, por cuanto se produce una diferenciación más nítida entre la luz y la oscuridad. Se infiere, por tanto, que el patrón espacial definido por el estímulo visual ha de desempeñar un papel importante en el sistema visual: las neuronas reconocen determinados patrones y, basadas en ello, actúan de uno u otro modo. Estos hallazgos pioneros fueron la antesala de una serie de brillantes experimentos llevados a cabo por el canadiense David Hubel (1926-...) y el sueco Torsten Wiesel (1924-...) en los años 60, cuyas importantes aportaciones al conocimiento de la función visual les valieron el premio Nobel en 1981. Hubel y Wiesel trabajaron con gatos y monos, y descubrieron que, en virtud de la forma del estímulo visual (ya fuese una línea, una barra, un rectángulo...), se activaban determinados grupos de neuronas. Investigaciones posteriores con macacos elaboradas por autores como Roger Tootell apuntan también en esta dirección440. El córtex necesita un gran número de neuronas porque parece haberse especializado, regionalmente, en tratar estímulos visuales específicos. Por ejemplo, el área MT («middle temporal visual area»), colindante con la juntura de los lóbulos occipitales, parietales y temporales, se encarga de procesar las trayectorias de los estímulos visuales móviles441. Otros estudios han detectado que las células ganglionares de la retina de la rana responden de modo óptimo a patrones de luz que se asemejan a la silueta de un insecto442. La selección natural habría favorecido una especialización visual tan prolija, capaz de obtener un alto grado de rendimiento a la hora de reconocer características concretas del estímulo visual. A día de hoy, conocemos que el sistema visual443 posee un conjunto de propiedades de gran relevancia, claves en el desarrollo de su funcionalidad444: 129
a) Se organiza jerárquicamente, esto es, sobre la base de unas etapas de procesamiento definidas que satisfacen mayores grados de «abstracción» del contenido inherente al estímulo visual. Así, por ejemplo, primero se abstrae la intensidad de la luz, aspecto en el que resulta esencial el contraste lumínico, para luego procesar el contorno orientado de la imagen, hasta finalmente reconocer objetos de mayor complejidad. Este mecanismo aún no se ha esclarecido por entero, pero parece ofrecer sugerencias prometedoras de cara a la comprensión del fenómeno de la conciencia humana. b) Por otra parte, el sistema visual se dispone en corrientes paralelas, no seriales, de procesamiento, por lo que unas áreas procesan información relativa a la ubicación, otras a la forma, etc. El sistema visual parece haber optado decididamente por una estrategia de separación, una especie de «divide y vencerás», y un reto importante de la neurociencia actual radica en entender, con precisión, cómo esas corrientes paralelas logran converger en una representación unificada del estímulo visual. c) Muchas etapas del procesamiento visual se organizan topográficamente, esto es, los grupos de neuronas con campos receptivos espaciales adyacentes se sitúan contiguamente los unos a los otros en el cerebro. d) El córtex visual se organiza en columnas verticales. De esta evidencia ya se habían percatado Cajal, Lorente del Nó y Mountcastle. e) Por último, el sistema visual es sensible a la experiencia, sobre todo en las fases del desarrollo postnatal temprano. Existe, de hecho, un período crítico postnatal, de unas cuantas semanas, y la experiencia visual en las primeras etapas de la vida resulta neurálgica para el correcto funcionamiento del sistema visual adulto. Así, las investigaciones de Hubel y Wiesel con gatos y monos recién nacidos sometidos a privación sensorial temprana mostraron que se puede alterar el desarrollo perceptivo. Si se sutura el párpado del mono hasta los seis meses, el mamífero perderá para siempre la visión útil de ese globo ocular, no a causa del deterioro de las células ganglionares retinianas y del núcleo geniculado lateral, sino de las células de las neuronas del córtex visual. En un adulto, sin embargo, no se llega a una situación tan extrema. Este fenómeno se debe a que, al poco de nacer, las columnas no se han establecido de modo completo, por lo que si se priva de visión a un ojo, sus terminales axónicas quedan en desventaja y se retraen, de manera que se ensanchan las columnas del ojo que no ha sido objeto de esta intervención445. Con todo, otros hallazgos sugieren que la plasticidad del sistema visual se prolongaría hasta la vida adulta446, por lo que tendrían lugar procesos de «renormalización» para compensar daños, deterioros o nuevos requisitos a los que eventualmente haya de enfrentarse la función visual del individuo. No se sabe bien, sin embargo, cómo se genera dicha plasticidad: ¿mediante cambios en las conexiones sinápticas, similares a los descubiertos en ciertos tipos de aprendizaje y de almacenamiento de la información en la Aplysia, o por un proceso de neurogénesis? El descubrimiento de Hubel y Wiesel de que determinados conjuntos de células en el córtex visual primario responden selectivamente a estímulos concretos supuso un avance capital en la comprensión del sistema visual447. Hubel y Wiesel identificaron, en la capa 130
4 del córtex visual primario, una serie de células simples que reciben estímulos dotados de una orientación óptima y ocupan una posición específica448. Así, cada célula simple está afinada para detectar estímulos con orientaciones en el rango de aproximadamente diez grados. Las distintas células corticales que reciben estímulos desde un mismo punto de la retina tienen campos receptores similares, pero con ejes de orientación diferentes. Las células complejas, por su parte, son también neuronas de naturaleza piramidal (esto es, de gran tamaño), mas se hallan a mayor distancia de la subcapa 4C del córtex visual primario, y muchas se ubican también en las capas 2,3,5 y 6. Sus campos receptores son mayores que en el caso de las células simples. Ambos tipos de células reaccionan, más que a pequeños puntos de luz, a estímulos lineales con una orientación determinada. No son sensibles, sin embargo, al interior del objeto, pues se han especializado en el análisis de los contornos449. El procesamiento de la información visual acontece, según desvelaron Hubel y Wiesel, de manera jerárquica: cada célula compleja controla la actividad de un grupo de células simples, que a su vez lo hace sobre la de un conjunto de células estrelladas (llamadas así por su forma característica, son de menor tamaño que las neuronas piramidales) en la capa 4C; estas últimas sobre las células ganglionares, y así sucesivamente hasta llegar a los fotorreceptores de la retina. En cada nivel aumenta, por así decirlo, la capacidad de abstracción de información del estímulo visual. La abstracción viene dada, de este modo, por la especialización de los distintos grupos neuronales del sistema visual en la detección de determinadas características del estímulo450. En el córtex visual primario, las células con propiedades de respuesta similares se organizan en columnas. Así, algunas neuronas sólo responden a estímulos orientados horizontalmente. La imagen visual se descompone en segmentos lineales de distintas orientaciones. Se sabe que las columnas de orientación (de entre 30 y 100 micrómetros de grosor) se encuentran «interrumpidas» de modo regular por «blobs», entidades encargadas de la detección del color y carentes de sensibilidad para los ejes de orientación. El conjunto compuesto por la secuencia completa de columnas de dominancia ocular izquierda y derecha, de columnas de orientación que representan los 360 grados del eje de rotación y de los distintos blobs constituye la hipercolumna de aproximadamente un milímetro cuadrado. Las hipercolumnas se repiten con cierta periodicidad a lo largo del córtex visual primario. De manera sumamente esquemática, los conocimientos anteriormente reseñados nos permiten inferir que la percepción visual acontece del siguiente modo: el estímulo lumínico llega a la retina. En este órgano, y a través de los axones de sus células ganglionares, la información visual pasa al nervio óptico, que la proyecta hasta el núcleo geniculado lateral del tálamo. Dese allí, alcanza el córtex visual primario ipsilateral (el área V1) en el córtex estriado. En esta región se encuentra un mapa retinotópico. En la retina existen dos tipos de células ganglionares: las grandes (denominadas «magnocelulares» o M) y las pequeñas («parvocelulares» o P). Los axones de las células 131
ganglionares M proyectan a capas magnocelulares del núcleo geniculado lateral, mientras que los de las células ganglionares P lo hacen a capas parvocelulares. Se han identificado tres vías principales: dos proceden desde las capas parvocelulares y una desde la magnocelular del núcleo geniculado lateral. Las tres vías irradian la información sobre el estímulo visual desde el núcleo geniculado lateral hasta el área V1 (el córtex visual primario, en el córtex estriado), y de ahí al área V2 y a otras regiones corticales extraestriadas. La primera vía parvocelular («vía parvocelular-blob») se halla involucrada en la percepción del color; la segunda vía parvocelular («vía parvocelular interblob»), en la percepción de la forma; la tercera vía, la magnocelular, detecta movimiento y relaciones espaciales, y contribuye a la percepción de la profundidad. Asistimos, en consecuencia, a un procesamiento en paralelo de la información aportada por el estímulo visual, y todavía queda mucho por precisar sobre el funcionamiento exacto de estas tres vías y, en especial, sobre su interacción. Nos hallamos, nuevamente, ante un caso de especialización en el procesamiento de la información, fenómeno que permite reducir la multiplicidad potencial del estímulo a una serie de elementos primarios. La importancia del concepto de «procesamiento en paralelo» de la información visual se pone de relieve no sólo en sus derivaciones teóricas, sino también en sus implicaciones clínicas. En 1891, Sigmund Freud introdujo el término, de origen griego, «agnosia», con la intención de describir la incapacidad de algunos de sus pacientes para reconocer rasgos específicos. Se percató de que esta patología respondía a un déficil cortical más que a carencias estrictamente sensoriales451. Por ejemplo, el tipo de agnosia conocido como «estereoagnosia» se traduce en dificultades para apreciar la profundidad o el grosor de los objetos, mientras que, en el caso de la prosopagnosia, el problema se refiere a la detección de rostros452. Por tanto, en la percepción de la forma se halla involucrado el sistema parvocelular interblob. En la capa V4, las células nerviosas se disponen retinotópicamente, y muchas de ellas son sensibles a la detección de la forma (otras a la del color). De la capa V4, la información viaja al córtex inferotemporal, donde se produce una discriminación finísima de la forma. Algunas células son sumamente selectivas a imágenes específicas (por ejemplo, de semblantes o de manos), y las lesiones en el córtex inferotemporal pueden traducirse en patologías como la prosopagnosia, que, aunque afecte a la percepción de los rostros, no supone déficit alguno en la detección del color o del movimiento. La información sobre el movimiento se procesa primero a través de las células retinianas de tipo M, y desde allí llega al córtex visual, a la capa V1, para posteriormente alcanzar el área temporal medial y el área temporal superior medial. Más tarde franquea el área visomotora del lóbulo parietal, donde los patrones neuronales reflejan la velocidad y la dirección del movimiento de los objetos en el campo visual. La retina es un órgano que forma parte del sistema nervioso central, porque se desarrolla directamente a partir del ectodermo neural. Consta de cinco grandes capas de neuronas con un intrincado patrón de conexiones. La luz enfocada por la córnea y el cristalino atraviesa el humor vítreo hasta llegar a los fotorreceptores de la retina. La 132
retina humana contiene dos tipos de fotorreceptores: los conos, vinculados a la visión diurna, que median también en la visión del color, y los bastones, implicados en la visión nocturna y de la oscuridad en general, sumamente sensibles a la luz. Los bastones amplifican las señales luminosas gracias a constituir un sistema convergente, mientras que los conos, al no converger tanto como los bastones, proporcionan una mayor resolución, tanto espacial como temporal. Ambos tipos de fotorreceptores comparten una estructura similar, consistente en un segmento externo en la superficie distal de la retina (con pigmentos visuales cuyas moléculas son capaces de absorber la luz), un segmento interno en el que se ubica el núcleo celular y una terminal sináptica. En ellos tiene lugar el proceso de fototransducción: la energía lumínica absorbida induce la activación de una serie de moléculas que estimulan la enzima fosfodiesterasa-GMP cíclico, proteína encargada de promover la disminución de la concentración de GMP cíclico (guanosina 3’-5’monofosfato cíclico) en el citoplasma, lo que provoca el cierre de los canales activados por este nucleótido e hiperpolariza el fotorreceptor. La información procesada en la retina se transporta por células ganglionares, que ya no operan mediante cambios graduados en el potencial de membrana, sino con descargas de potenciales de acción que proyectan la señal desde el nervio óptico hasta el encéfalo. Las células ganglionares poseen un campo receptor, esto es, el área de la retina controlada por ellas controlada. Se trata de campos receptores circulares que suelen dividirse en dos partes: una zona circular central (el centro del campo receptor) y una periferia. Las células ganglionares de centro-on se excitan si la luz incide en el centro del campo receptor, al contrario que las de centro-off, que se inhiben si la luz incide en el centro y se excitan si lo hace en la periferia. Existen, de esta manera, dos vías paralelas de células ganglionares para el procesamiento de la información visual, por lo que dentro de cada clase de células ganglionares en los primates (M o P, a las que nos referimos anteriormente) ha de tenerse en cuenta la distinción entre células de centro-on y de centro-off453. Las técnicas de neuroimagen, en auge en las dos últimas décadas, han perfeccionado nuestra comprensión del sistema visual. Su uso sistemático ha permitido esclarecer el papel que desempeñan determinadas áreas visuales454. Sin embargo, los enigmas aún latentes son inmensos. El principal quizás se refiera al problema de cómo se unifican las diversas vías de procesamiento en paralelo de la información visual para generar una percepción. Para ello será necesario estudiar a fondo cómo se sincronizan los diferentes grupos neuronales involucrados. Se ha comprobado, por ejemplo, la sincronización de los patrones de emisión de grupos variados de células nerviosas cuando divisamos una imagen «en condiciones de ser percibida»455. ¿El sujeto ve imagénes del mundo u observa directamente el cosmos?456 En todo caso, el problema estribará en explicar cómo es posible que se contemple el mundo de tal o cual manera. La imagen es el propio mundo en cuanto que procesado por el sistema nervioso para producir una percepción de la que yo soy consciente. Si postulásemos la 133
intermediación de una imagen entre el mundo y el sujeto que percibe, caeríamos en un círculo vicioso: ¿quién «ve» esa imagen? ¿Y quién ve, a su vez, la imagen vista? El interrogante se prolongaría ad infinitum, y remitiría a la «falacia del homúnculo», denunciada por filósofos como Wittgenstein, Ryle y Kenny457. Pese a que esta apreciación resulta válida, al menos en sus términos generales, no hemos de olvidar que el misterio no radica en elucidar cómo se forman hipotéticas imágenes visuales: la imagen visual es el propio mundo. Además, y a partir de la evidencia de que no nos limitamos a replicar el mundo, pues tanto la neurobiología del sistema nervioso como las ciencias psicofísicas muestran que el cerebro humano no calca, sin más, el orbe circundante, sino que extrae selectivamente ciertas características y opera desde patrones perceptuales, la idea de una mera «imagen» o copia del mundo carece de sentido. El enigma reside entonces en desentrañar los mecanismos que permiten procesar la información visual de tal modo que genere en nosotros determinadas percepciones. Es decir, ¿por qué vemos el mundo como lo vemos? ¿Y por qué la información proporcionada por el estímulo visual, aunque se procese a través de distintas vías, converge en una percepción unificada? 10.5. Sistema somatosensorial El sistema somatosensorial comprende, como hemos indicado, cuatro submodalidades: la sensibilidad táctil, la sensibilidad térmica, la nocicepción (sensibilidad para el dolor) y la propiocepción (sensibilidad postural y para el movimiento de las propias extremidades y del resto del cuerpo sin necesidad de emplear la vista). Sus receptores poseen particularidades morfológicas y moleculares que los distinguen mutuamente, pero las cuatro submodalidades involucran una neurona sensitiva del ganglio de la raíz dorsal. Examinemos sucintamente la historia de su exploración neurocientífica. Un acontecimiento clave en la historia del examen neurocientífico del sistema somatosensorial tuvo lugar en 1925, cuando Edgar Adrian y su estudiante Yngve Zotterman registraron el potencial de acción en el nervio sensitivo que inerva el receptor del huso muscular. Como pudimos comentar en su momento, este importante descubrimiento protagonizado por Adrian y Zotterman subyace a la identificación del potencial de acción como el «lenguaje» que difunde el impulso nervioso en el seno de la célula. Zotterman prosiguió con sus trabajos en esta dirección en los años inmediatamente posteriores al notable hallazgo realizado junto a su maestro Adrian, y en los años 30 llevó a cabo una serie de investigaciones sobre la sensación del dolor que le permitieron atribuir la nocicepción no a un receptor cutáneo general, sino a un receptor específico (lo que hoy conocemos como «nociceptor»)458. Se inauguraba, así, el fértil campo de las indagaciones sobre los distintos receptores para las diferentes submodalidades sensoriales. En lo concerniente al análisis de la organización somatotópica del córtex cerebral, un avance fundamental se produjo en los años 50, cuando el norteamericano Vernon 134
Mountcastle (1918-...) desarrolló un conjunto de técnicas para estudiar la fisiología de la corteza cerebral a nivel celular459. Mediante microelectrodos extracelulares, él y su equipo fueron capaces de registrar las respuestas eléctricas de neuronas individuales460, así como de elucidar la organización del córtex somatosensorial461. A día de hoy, sabemos que la sensibilidad táctil depende de los mecanorreceptores de la piel. La resolución espacial de los estímulos que inciden sobre la superficie cutánea varía significativamente de una parte a otra del cuerpo, al cambiar la densidad de los mecanorreceptores. Las características espaciales de los objetos que estimulan la sensibilidad táctil se transmiten a través de grupos de mecanorreceptores. En lo que respecta a la sensibilidad térmica, el estudio de los termorreceptores ha avanzado notablemente en las últimas décadas. Se han estudiado, en particular, los umbrales de sensibilidad y los puntos críticos. La nocicepción, esto es, la sensibilidad para el dolor, viene mediada en el ser humano por sustancias químicas, tales como la histamina, la bradicinina, la sustancia P y los péptidos relacionados. Existen tres clases de nociceptores, según el tipo de estímulo que los excite: nociceptores mecánicos (sensibles a estímulos táctiles intensos), nociceptores térmicos (estimulados por temperaturas extremas —ya sean temperaturas altas nocivas, mayores de 45°C, o temperaturas bajas nocivas, menores de 5°C—, así como por fuertes estímulos mecánicos) y nociceptores polimodulares (aptos para responder a diferentes estímulos mecánicos, térmicos y químicos muy nocivos para el organismo). El dolor constituye una percepción compleja en la que influyen tanto el estado emocional como la experiencia acumulada. El procesamiento cortical del dolor no lo efectúa únicamente el tálamo, sino que lo realizan también neuronas de varias regiones de la corteza cerebral. Así lo han indicado técnicas de neuroimagen como el PET462. La propiocepción opera a través de mecanorreceptores del músculo esquelético y de la cápsula articular, y se refiere a la sensibilidad postural estacionaria de las extremidades y a la sensibilidad del movimiento de las extremidades (la «cinestesia corporal»)463. 402 Cfr. G. von Békesy, «Concerning the pleasures of observing, and the mechanics of the inner ear», en Nobel Lectures. Physiology or Medicine 1942-1962, 722. 403 Para una síntesis del trabajo de Georg von Békesy sobre el sistema auditivo, cfr. su libro Experiments in Hearing. 404 Cfr. A. Corti, «Recherches sur l’organe de l’ouïe des mammifères». 405 Cfr. A. von Kölliker, Mikroskopische Anatomie oder Gewebelehre des Menschen, de 1852. Nos referimos anteriormente a von Kölliker, al ser uno de los primeros científicos de prestigio en reconocer el valor de las investigaciones de Santiago Ramón y Cajal sobre el sistema nervioso. 406 Cfr. G. M. Retzius, Das Gehörorgan der Wirbeltiere, de 1884. 407 G. von Békesy, «Concerning the pleasures of observing, and the mechanics of the inner ear», en Nobel Lectures. Physiology or Medicine 1942-1962, 733. 408 Cfr. E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. M. Jessell, Principios de Neurociencia, 599 y sigs. Sobre la fisiología del sistema auditivo, cfr. J. O. Pickles, An Introduction to the Physiology of Hearing. 409 Cfr. P. Ramón y Cajal, «Estructura de los bulbos olfatorios de las aves», de 1890. 410 Cfr. S. Ramón y Cajal, «Origen y terminación de las fibras nerviosas y olfatorias», 1-21. Cfr. también S.
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Ramón y Cajal, «Estructura de la corteza olfativa del hombre y mamíferos», 1-141. 411 Cfr. L. López-Mascaraque, «La vía olfatoria: el error de Cajal», en A. Gamundí y A. Ferrús (eds.), Santiago Ramón y Cajal Cien Años Después, 215. 412 Cfr. N. Lowenthal, «Über das Riechhirn des Säugetiere», de 1897. 413 Cfr. ob. cit., 228. 414 R. Axel y L. Buck, «A novel multigene family may encode odorant receptors: a molecular basis for odor recognition», 175-187. 415 Cfr. R. Axel, «Scents and sensibility: a molecular logic of olfactory perception», en T. Frängsmyr (ed.), Les Prix Nobel. The Nobel Prizes 2004, 237. 416 Cfr. A. A. Bachmanov y G. K. Beauchamp, «Taste receptor genes», 389-414. 417 Sobre la anatomía de las papilas gustativas, cfr. M. Witt, K. Reutter e I. J. Miller, «Morphology of peripheral taste system», en R. L. Doty (ed.), Handbook of Olfaction and Gustation, 1072-1118. 418 Cfr. E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. M. Jessell, Principios de Neurociencia, 637 y sigs. 419 Cfr. A. A. Bachmanov y G. K. Beauchamp, «Taste receptor genes», 391. 420 Cfr. J. L. Fuller, «Single-locus control of saccharin preference in mice», 33-36. 421 A. A. Bachmanov, X. Li, D. R. Reed, J. D. Ohmen, S. Li, Z. Chen, M. G. Tordoff, P. J. de Jong, C. Wu, D. B. West, A. Chatterjee, D. A. Ross y G. K. Beauchamp, «Positional cloning of the mouse saccharin preference (Sac) locus», 925-933. 422 E. Adler, M. A. Hoon, K. L. Mueller, J. Chandrashekar, N. J. Ryba y C. S. Zuker, «A novel family of mammalian taste receptors», 693-702; H. Matsunami, J. P. Montmayeur y L. B. Buck, «A family of candidate taste receptors in human and mouse», 601-604. 423 Cfr. H. von Helmholtz, Handbuch der physiologischen Optik, de 1867. 424 Cfr. R. M. Warren y R. P. Warren, Helmholtz on Perception: Its Physiology and Development. 425 Sobre las ilusiones ópticas y los elementos inconscientes de la percepción, cfr. I. Glynn, An Anatomy of Thought, 195. 426 Sobre la teoría de la visión de Helmholtz, cfr. D. Cahan (ed.), Hermann von Helmholtz and the Foundations of Nineteenth-Century Science, 109-153 (154-204 para sus ideas sobre la percepción del espacio). 427 Cfr. Th. Young, «Experiments and Calculations Relative to Physical Optics», 1-16. 428 Cfr. Th. Young, «On the theory of light and colours», 12-48. 429 Sobre las contribuciones de Hecht al estudio del sistema visual, cfr. G. Wald, «Selig Hecht (1892-1947). Biographical memoir». 430 Cfr., entre otras obras de A. Gullstrand, su Einführung in die Methoden der Dioptrik: des Auges des Menschen, de 1911. 431 Cfr. E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. H. Jessell, Neurociencia y Conducta, 489-490. 432 Sobre la controversia entre Helmholtz y Hering, cfr. R. M. Turner, In the Eye’s Mind: Vision and the Helmholtz-Hering Controversy. Las discrepancias entre Helmholtz y Hering no se limitaban a la teoría de la visión (trivariante u oponente), sino a las fuentes de la percepción espacial. Mientras que Helmholtz, como hemos visto, abogaba por un enfoque claramente empirista que negaba que la idea de espacio le viniera dada de modo inherente a la mente humana, Hering se inclinó por una perspectiva innatista, en la línea kantiana. Cfr. D. Cahan (ed.), Hermann von Helmholtz and the Foundations of Nineteenth-Century Science, 7. 433 Cfr. L. Hurvich y D. Jameson, «An opponent-process theory of color vision», 384-404. 434 Cfr. R. L. De Valois, I. Abramov y G. Jacobs, «Analysis of response patterns of LGN cells», 966-977. 435 Cfr. D. Hubel y T. Wiesel, «Receptive fields and functional architecture of monkey’s striate cortex», 219. 436 Cfr. S. M. Zeki, «Functional specialisation in the visual cortex of the Rhesus monkey», 423-428. Para una síntesis de las aportaciones de Zeki a la comprensión neurocientífica de la visión, cfr. su A Vision of the Brain.
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437 Para una síntesis de los trabajos de Wald, cfr. su conferencia con motivo de la recepción del premio Nobel, «The molecular basis of visual excitation», en Nobel Lectures: Physiology or Medicine 1963-1970, 292-315. 438 Cfr. R. Granit, Receptors and Sensory Perception. 439 Una síntesis de los descubrimientos de Hartline la encontramos en su conferencia con motivo de la recepción del premio Nobel de medicina o fisiología de 1967, «Visual receptors and retinal interaction», Nobel Lectures: Physiology or Medicine 1963-1970, 269-288. 440 Cfr. R. B. Tootell, E. Switkes, M. S. Silverman y S. L. Hamilton, «Functional anatomy of macaque striate cortex. II. Retinotopic organization». 441 Para una panorámica sobre los relevantes descubrimientos de Hubel y Wiesel, cfr. su artículo «Early exploration of the visual cortex», 401-412. Sus descubrimientos se recogen en artículos clásicos como «Receptive fields, binocular interaction and functional architecture in the cat’s visual cortex», 106-154; «Receptive fields and functional architecture in two nonstriate visual areas (18 and 19) of the cat», 229-289. 442 Cfr. H. B. Barlow, «Summation and inhibition in the frog’s retina», 69-88; J. Y. Lettvin, H. R. Maturana, W. S. McCulloch y W. H. Pitts, «What the frog’s eyes tells the frog’s brain», 1940-1951. 443 Para un estudio más sistemático de la neurociencia asociada al sistema visual, cfr. E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. M. Jessell, Principios de Neurociencia, 492-547. 444 Cfr. Th. P. Albright, Th. M. Jessell, E. R. Kandel y M. I. Posner, «Neural Science: A Century of Progress and the Mysteries that Remain», 31-32. 445 Cfr. E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. H. Jessell, Neurociencia y Conducta, 505. 446 Cfr. D. V. Buonomano y M. Merzenich, «Cortical plasticity: from synapses to maps», 149-186. 447 David Marr habla de «módulos independientes de percepción» en el procesamiento de la información visual. Cfr. D. Marr, Vision, a Computational Investigation into the Human Representation and Processing of Visual Information, 10. Se han identificado más de treinta de estos módulos. Cfr. D. J. Felleman y D. C. Van Essen, «Distributed hierarchical processing in the primate cerebral cortex», 1-47. 448 Cfr. D. Hubel y T. Wiesel, «Receptive fields and functional architecture of monkey’s striate cortex», 219. 449 Cfr. D. Hubel, Eye, Brain, and Vision, 87. 450 Horace Barlow habla, en el contexto del procesamiento jerárquico de la información visual descubierto por Hubel y Wiesel, de «neuronas cardinales», que disparan potenciales de acción de manera óptima cuando se encuentran ante estímulos específicos, como pueden ser las caras. Cfr. H. B. Barlow, «Single units and sensation: a neuron doctrine in perception», en M. S. Gazzaniga (ed.), The New Cognitive Neurosciences, cap. 26. 451 Cfr. S. Freud, Zur Auffassung der Aphasien. 452 Cfr. E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. H. Jessell, Neurociencia y Conducta, 425. 453 Para una descripción más detallada, cfr. E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. H. Jessell, Neurociencia y Conducta, 435-453. 454 Cfr. S. M. Kosslyn y K. N. Orchsner, «In search of occipital activation during visual mental imagery», 290292. 455 Cfr. E. Rodríguez, N. George, J. P. Lachaux, J. Martineric, B. Renault y F. J. Varela, «Perception’s shadow: long-distance synchronization of human brain activity», 430-433. 456 Cfr. M. R. Bennett y P. M. S. Hacker, History of Cognitive Neuroscience, 43. 457 Cfr. A. Kenny, «The homunculus fallacy», en M. Grene (ed.), Interpretation of Life and Mind. Essays around the Problem of Reduction. 458 Cfr. Y. Zotterman, «Studies in the peripheral nervous mechanisms of pain», 185-242. 459 Cfr. V. Mountcastle, «Modality and topographic properties of single neurons of cat’s somatic sensory cortex», 408-434. Cfr. también E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. H. Jessell, Neurociencia y Conducta, Madrid, Prentice Hall, 1997, 359-364. 460 Cfr. V. B. Mountcastle y T. P. Powell, «Neural mechanisms subserving cutaneous sensibility, with special reference to the role of afferent inhibition in sensory perception and discrimination», 201-232. Cfr. también V. B.
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Mountcastle, «Neural mechanisms in somesthesia», 1372-1423. 461 Cfr. V. B. Mountcastle, «The columnar organization of the neocortex», 701-722. 462 Cfr. E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. M. Jessell, Principios de Neurociencia, 481. 463 Como caso clínico extraordinario, dotado de un valor inmenso para el estudio del sistema somatosensorial, cabe destacar la desafortunada pérdida de propiocepción sufrida por el británico Ian Watermman, quien, a causa de una infección viríca padecida a los diecinueve años de edad, se ha visto privado de su capacidad de «sentir» en aquellas zonas ubicadas debajo del cuello. Waterman no ha logrado recuperar la sensación de poseer «un cuerpo», y se muestra incapaz de controlar sus miembros si no es mediante otros sentidos (por ejemplo, la visión, que él ha desarrollado notablemente, como mecanismo de compensación para la práctica ausencia de sensibilidad somatosensorial). Encontramos un vívido relato de la compleja vida de Waterman en el libro Pride and a Daily Marathon, escrito por su médico, Jonathan Cole.
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Tercera parte LA MEMORIA Y EL APREDIZAJE, LAS EMOCIONES, EL LENGUAJE Y LA CONCIENCIA: NEUROBIOLOGÍA Y PSICOLOGÍA COGNITIVA
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Capítulo 11
La memoria y el aprendizaje 11.1. La memoria antes de Ebbinghaus La memoria desempeña un papel neurálgico en la forja de nuestra identidad individual. A gran escala, la «memoria de la humanidad» es su historia, cuyos testimonios proceden de etapas relativamente tardías en la evolución. Sólo con el surgimiento del Homo sapiens sapiens tenemos constancia de la producción de determinados objetos, en especial de obras de naturaleza artística, que aspiran a adquirir una cierta permanencia. Así, las pinturas rupestres de las cuevas de Altamira, en España, y Lascaux, en Francia, reflejan el anhelo de nuestros ancestros del Paleolítico superior (ya fueran obra de miembros de nuestra especie o de hombres de Neanderthal)464 de «objetivar» sus vivencias internas en un marco externo que las rescatara de la perentoria fugacidad a la que se hallan sometidas las existencias de los distintos individuos. La capacidad de «registrar» una memoria colectiva se hizo patente con la invención de la escritura, probablemente en Sumeria o Egipto (otras teorías, que gozan de menor grado de aceptación, hablan de India y China) a finales del cuarto milenio antes de Cristo465. Proporcionó, por primera vez, una herramienta de gran eficacia para consignar lingüísticamente experiencias de índole muy diversa. En el plano individual, lo que hemos vivido influye decisivamente en nuestra identidad, y se plasma en la memoria que cada uno de nosotros atesora. Esta evidencia no implica que la memoria de nuestro pasado determine de manera ineluctable el curso de nuestra vida futura. La propia ciencia demuestra, como veremos a continuación, que nuestra estructura biológica exhibe un elevado nivel de plasticidad, y es, por tanto, susceptible de modificación por la experiencia del mundo externo. El aprendizaje se traduce en memorias apiladas, que alteran la intensidad de las conexiones sinápticas interneuronales e incluso desencadenan procesos en el núcleo de las células nerviosas que involucran la creación de nuevas sinapsis. Nacemos con una carga genética dada, pero su expresión depende en gran medida de nuestra exposición al ambiente, esto es, de nuestras experiencias individuales. Lo cierto, en cualquier caso, es que sin memoria difícilmente logramos tomar conciencia de quiénes somos. Sin un conocimiento de nuestro pasado como especie no podemos entendernos a nosotros mismos, ni comprender por qué nos encontramos en la situación actual, aunque este esclarecimiento no aporte necesariamente luz sobre nuestra dirección futura. De forma análoga, sin retrotraer a la mente las memorias de nuestra vida pasada no podemos concebirnos como seres dotados de una determinada identidad individual que nos distingue de otros. La tragedia de enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer radica en la escisión abrupta que provocan entre el presente y el pasado de la persona afectada. Quien padece de Alzheimer no consolida memorias a largo plazo, y todo se le representa como un cúmulo de experiencias efímeras no 140
sedimentadas en identidad alguna, sino en acciones pasajeros sin punto focal. Esta falta de unidad experiencial causa una progresiva pérdida de conocimiento de uno mismo y del mundo circundante. La «mismidad» del individuo se desvanece de modo dramático, y paulatinamente se produce el olvido del entorno más íntimo (familiares, allegados...), hasta llegar a la práctica elisión de todo lo que tiene que ver con la propia personalidad. Es verdad que nunca sabemos por completo quiénes somos, pues este conocimiento tan esquivo se encuentra estrechamente asociado a la pregunta sobre lo que podemos ser en el tiempo venidero, pero resulta innegable que la posesión de una memoria vigorosa sobre nuestro pasado ofrece la clave para elaborar una comprensión, aun vulnerable, de nosotros mismos. Existen procesos que no controlamos conscientemente, y nos vemos sometidos a toda clase de estímulos que no siempre dependen de nuestra voluntad. Nos insertamos en el seno de una cultura y de una etapa histórica que incide en nuestra individualidad y la moldea profundamente, pero nunca agotamos un «plus» sobre toda determinación (genética o ambiental), correlato de lo que llamamos subjetividad. La subjetividad nunca se reduce a la mera suma aditiva de los condicionamientos genéticos y ambientales, porque nuestra biografía, esto es, nuestra experiencia del mundo, nos modifica constantemente. Somos enormemente plásticos a nuestra vivencia del mundo, a nuestra historia, a nuestra memoria, y por ello somos capaces de aprender, individual y colectivamente, y de coronar las extraordinarias cimas científicas y artísticas que hemos conquistado. Este indeterminismo se restringe severamente cuando flaquea nuestra memoria (forzosamente distinta de la ajena) y nos sentimos desprovistos del poder de establecer una identidad, pues con una facilidad desconcertante sucumbimos a las circunstancias y, en una fragilidad inhóspita, vemos lastradas nuestras capacidades para adquirir independencia con respecto al mundo externo. Una buena memoria de nosotros mismos nos permite, por el contrario, concienciarnos de nuestro origen y de nuestras virtualidades. El interrogante sobre los mecanismos biológicos de la memoria constituye una temática fascinante, que la ciencia sólo ha comenzado a abordar, de modo sistemático, en el último siglo y, con especial intensidad, en las últimas décadas466, pero cuyas implicaciones han constituido una materia de notable importancia en la historia de la filosofía occidental. Así, Aristóteles, en el siglo IV a.C., propuso la distinción entre mneme (memoria conservada) y anamnesis (memoria evocada). La mneme sería atribuible a numerosas especies animales, mientras que la anamnesis pertenecería en exclusiva al ser humano, pues su ejercicio requiere del concurso de la conciencia467. La anamnesis entraña advertir, reflexivamente, lo que recuerdo, para percatarme de que se trata de algo pasado, que no se produce en el momento presente. Aristóteles estudió también la relación entre memoria y asociación, aspecto que recuperaría, casi veinte siglos más tarde, el filósofo inglés John Locke (1632-1704)468. El Estagirita supuso que las emociones podían ayudar a «fijar» las ideas en la mente469. La memoria se ha concebido, en la mayoría de los casos, como una de las potencias 141
del alma. En el orbe clásico se le atribuía un carácter propio y autónomo con respecto a otras facultades de la mente, como la inteligencia y la voluntad. En la teoría ventricular de Nemesio, como hemos visto anteriormente, la memoria se alojaba en una de las cavidades posteriores del cerebro. San Agustín, por su parte, distingue entre memoria, intellectus y voluntas470. La diferenciación, por tanto, entre la memoria y las restantes capacidades mentales data de antiguo. Sin embargo, sólo en décadas recientes hemos sido capaces de fundamentar, en términos estrictamente neurocientíficos, la peculiaridad de la memoria como facultad independiente de la psicología humana, basados en consideraciones de índole estructural y funcional. Sólo ahora empezamos a comprender los mecanismos moleculares subyacentes a esta notable capacidad, presente ya en animales poco evolucionados y dotada de unas virtualidades excepcionales en el caso de la especie humana. Encontrar una definición precisa de aprendizaje no es sencillo. Cabe hablar del aprendizaje, sin ulteriores matizaciones, como del «proceso de adquisición de nueva información», y de la memoria como «la persistencia del aprendizaje en un estado que puede revelarse en cualquier momento dado»471. Lógicamente, estas caracterizaciones son demasiado genéricas y suelen presuponer lo que se intenta definir (¿qué es, en efecto, la «adquisición de información»?), pero la problemática sería aún mayor si ofreciéramos definiciones restrictivas472. Por ejemplo, aludir al aprendizaje como un tipo de adaptación nos mantiene sumidos en la vaguedad terminológica. Prácticamente todo en la esfera biológica es susceptible de interpretarse como fruto de una adaptación o de una «exaptación»473, e invocar estas nociones para definir facultades tan complejas como el aprendizaje, la memoria y la inteligencia se muestra poco iluminador. Por ello, parece conveniente detenerse en el examen de los distintos tipos de aprendizaje y de memoria que la ciencia ha esclarecido progresivamente. En perspectiva histórica, puede afirmarse que el gran salto conceptual en el estudio de la neurobiología de la memoria como una función mental localizada en el córtex cerebral se produjo en el siglo XIX. La frenología, pese a proponer tesis carentes de contraste empírico, acertó al localizar en el córtex cerebral las facultades afectivas e intelectuales de la mente humana. Sin embargo, sólo con los trabajos de Broca y Wernicke sobre los cerebros de los pacientes aquejados de determinados tipos de afasia, y con los experimentos de Fritsch, Hitzig, Jackson y Ferrier sobre estimulación eléctrica de distintas regiones corticales, obtendría la ciencia evidencias concluyentes de la localización de las funciones mentales en las distintas áreas del córtex. El descubrimiento de Broca de que un tipo concreto de afasia estaba inextricablemente vinculado a la lesión en una región específica del hemisferio cerebral izquierdo marca el inicio de la neuropsicología474. Esta disciplina avanzó enormemente con el trabajo de Wilder Penfield (1891-1976) sobre el mapa de la localización de las funciones mentales en el córtex cerebral. En lo que concierne a la facultad de la memoria, el mismo Penfield fue uno de los primeros en sugerir que se almacena en el lóbulo temporal475. 142
Con todo, el estudio científico de esta facultad mental había recibido un impulso fundamental a finales del siglo XIX con una serie de importantes trabajos en el ámbito de la psiquiatría y de la psicología. El psicólogo y filósofo francés Théodule Ribot (1839-1916), creador del primer laboratorio de psicología experimental en su país y presidente del I Congreso Internacional de Psicología que tuvo lugar en París en 1889, llevó a cabo influyentes estudios sobre amnesias de distinta índole, sistematizados en su libro Les Maladies de la Mémoire, de 1881476. Al estudio de los desórdenes asociados a la memoria realizó notables aportaciones Sergei Korsakoff (1854-1900). Este psiquiatra ruso proporcionó descripciones científicas pioneras sobre una serie de síndromes amnésicos, como el denominado «síndrome de Korsakoff», caracterizado principalmente por déficit memorísticos y por polineuropatía477. En el siglo XIX se realizaron también numerosos estudios sobre fenómenos relacionados con la memoria, como el «déjà vu» y la paramnesis478. Continuó el debate en torno al asociacionismo del empirismo británico, perspectiva que aún predominaba en el ámbito anglosajón479. Sin embargo, las dificultades del esquema asociacionista para explicar el «reconocimiento» (la anamnesis de Aristóteles) indujeron a otros investigadores a atribuir una mayor centralidad a la parte «activa» y consciente de la memoria, como en el caso del filósofo francés Víctor Cousin (1792-1867)480. 11.2. El moderno estudio científico de la memoria Los avances protagonizados en el terreno de la neuropsiquiatría coincidieron con la publicación de una serie de trabajos en el campo de la psicología destinados a revolucionar esta disciplina. En 1890, el estadounidense William James (1842-1910) editó en Nueva York en dos volúmenes sus The Principles of Psychology, obra que planteaba una distinción, de hondas repercusiones (en cuyas derivaciones nos detendremos más adelante), entre memoria primaria y secundaria. Unos años antes, el alemán Hermann Ebbinghaus (1850-1909), inspirado en las investigaciones de Helmholtz sobre la naturaleza de la percepción481, se había propuesto aplicar el mismo grado de rigor y de sistematicidad de las ciencias experimentales al examen de la memoria, para implementar una metodología «cuantitativa», que contrastaba con las observaciones de naturaleza clínica y «cualitativa» que se habían efectuado con anterioridad. Ebbinghaus se marcó como objetivo analizar el modo en que las personas forman nuevas asociaciones,. Para ello, retuvo palabras carentes de sentido, a fin de evitar que comparecieran reminiscencias previas y asociaciones ya aprendidas. Se obligó a sí mismo, en una bohardilla de París, a memorizar vocablos que no significaban nada (del estilo RAX, RAF, WUX...), formados mediante combinaciones aleatorias y distribuidos en listas de entre siete y treinta y seis términos. Ebbinghaus memorizó cada lista, que leyó en alto al ritmo de unas cincuenta palabras por minuto. De ello extrajo dos importantes conclusiones, que publicó en 1885 143
en su obra Über das Gedächtnis482: 1) La memoria obedece a un principio de gradualidad. Por tanto, se perfecciona con la práctica. 2) Las listas que constan de más de seis o siete objetos requieren de varias presentaciones para que la mente las retenga, mientras que las que poseen un menor número pueden ser memorizadas de inmediato. La primera de las tesis de Ebbinghaus responde, en efecto, a la experiencia ordinaria. Sin embargo, el estudio de Ebbinghaus condujo a una constatación de enorme relevancia para la comprensión científica de la memoria: existe una curva de olvido, al igual que hay una curva de aprendizaje. Exhibe, al menos, dos fases fundamentales: una de caída muy pronunciada, que acaece una hora después del aprendizaje, y otra de declive gradual, que puede prolongarse durante casi un mes. El auge de la neuropsicología durante el siglo XX, resultado de la fusión entre la psicología y el estudio neurobiológico del cerebro, se pone de manifiesto en la creación de laboratorios consagrados al estudio empírico de esta materia, como el establecido por el estadounidense Karl Lashley (1890-1958) en los años 30 en la Universidad de Harvard. En paralelo, es preciso resaltar la influencia del psicoanálisis de Freud en la reflexión sobre la naturaleza de la memoria, en particular de los recuerdos reprimidos inconscientemente483. De gran influencia en el desarrollo de la neuropsicología fue también el ya citado libro de Donald Hebb The Organization of Behavior. A Neuropsychological Theory, de 1949484. En la actualidad, en el estudio de la memoria concurren especialistas en disciplinas como la psicología, la neurología, la biología, la matemática y las ciencias computacionales, lo que ha generado una tendencia hacia la sobreespecialización y una relativa carencia de enfoques integradores. Sin embargo, en los últimos años se han realizado importantes esfuerzos en la unificación de los resultados procedentes de las diversas áreas, a fin de lograr una visión científicamente más completa sobre la naturaleza y el funcionamiento de la memoria485. La pregunta que surge a raíz de las investigaciones de Ebbinghaus se refiere a los mecanismos de consolidación de la memoria. El hecho de que los recuerdos puedan o no «sedimentar», aspecto que posee una base neurobiológica comprobable, lo pusieron de relieve Carl Duncan en 1949486 y Louis Flexner487 en los años 60, y se confirmó definitivamente con el trabajo de Brenda Milner (1918-...), quien reveló que existe un mecanismo de transformación de la memoria a corto plazo en memoria a largo plazo independiente de la preservación de la memoria a largo plazo ya apilada. Nuestro actual entendimiento sobre la naturaleza de la memoria le debe mucho a Milner y a sus pormenorizados análisis de un paciente conocido por la comunidad científica bajo las siglas «H.M.» (a día de hoy, es de información pública que se trataba de Henry Gustav Molaison —1926-2008—), quien a los nueve años había sufrido una 144
grave lesión que lo convirtió, eventualmente, en epiléptico. El cirujano William Scoville retiró tanto la superficie interna del lóbulo temporal medial en ambos lados del cerebro como el hipocampo. H.M. no volvió a experimentar ataques epilépticos, pero se vio afectado por una pérdida severa de la memoria que lo incapacitaba para almacenar recuerdos de modo permanente. Milner se percató de que H.M. preservaba una memoria sumamente puntual y de corta duración, del orden de unos cuantos minutos, que denominó «memoria de trabajo» («working memory»). Esta memoria tan fugaz le permitía mantener conversaciones breves. Milner comprobó que esta clase de memoria estaba asociada al córtex prefrontal, no extirpado en la operación quirúrgica a la que Scoville había sometido a H.M. Por otra parte, H.M. conservaba la memoria a largo plazo para los recuerdos apilados con anterioridad a esa intervención, si bien no lograba transformar las nuevas experiencias en memorias consolidadas a largo plazo. Al parecer, en cuanto H.M. desplazaba su foco de atención a un objeto distinto, olvidaba inmediatamente lo que había vivido en los momentos previos488. Esta profunda inhabilidad para trocar, tras la cirugía a la que se había visto expuesto, la memoria a corto plazo en memoria a largo plazo era tan patente que H.M. nunca pudo reconocer a Milner, quien lo visitó con regularidad durante casi treinta años489. A raíz de sus investigaciones, Milner publicó una serie de influyentes artículos490, cuyas tesis fundamentales se sintetizaban en las siguientes conclusiones: 1) La memoria constituye una función mental distinta de la percepción, las habilidades motoras o las cognitivas. H.M. no había perdido esas otras facultades: si bien no lograba convertir memorias a corto plazo en memorias a largo plazo, su carácter y su inteligencia no habían sufrido modificaciones sustanciales. La diferenciación de la memoria con respecto a otras capacidades psicológicas data de antiguo, pero los trabajos de Milner proporcionaron evidencias claras de la base neurocientífica de esta apreciación. 2) Por otra parte, es necesario distinguir entre la memoria a corto plazo y la memoria a largo plazo. Ambas se almacenan separadamente. 3) Las nuevas memorias a largo plazo se relacionan con el lóbulo temporal medial491 y con el hipocampo. H.M. preservaba memorias a largo plazo previas a la intervención quirúrgica a la que fue sometido, lo que indica que estas dos regiones se asocian a la conversión de nuevas memorias en recuerdos a largo plazo, no a la memoria a largo plazo en cuanto tal. Milner, por tanto, aportó dos relevantes descubrimientos a la neurociencia: en primer lugar, la constatación de que la memoria representa una facultad autónoma de la mente, tanto estructural (por la región cortical en la que se almacena) como funcionalmente; en segundo lugar, una distinción bien fundada entre los diferentes tipos de memoria. Milner advirtió, sin embargo, que no bastaba con apelar a dos clases de memoria (a corto plazo —«short-term memory» —y a largo plazo— «long-term memory», anticipada ya por William James con su distinción entre «primary memory» y «secondary memory» en sus The Principles of Psychology), sino que se precisaba de una ulterior diferenciación entre 145
memoria consciente, vinculada al hipocampo, y memoria inconsciente, situada fuera del hipocampo y del lóbulo temporal medial. Esta consideración permitía explicar por qué H.M., aun incapaz de transformar las nuevas experiencias en memorias consolidadas a largo plazo, sí podía retener habilidades de las que no parecía ser consciente. Milner observó que H.M. conseguía aprender memorias a largo plazo que no involucraban el lóbulo temporal medial ni el hipocampo, como se ponía de relieve, por ejemplo, en la adquisición de hábitos motores que le ayudaban a trazar la silueta de una estrella en un espejo. H.M. nunca recordaba que el día anterior había dibujado ese objeto, pero conforme practicaba, su destreza aumentaba notablemente492. Los estudios posteriores de Larry Squire y Daniel Schacter afianzaron la legitimidad de la distinción entre «memoria explícita» (o «declarativa») y «memoria implícita» (o «no declarativa»)493. La primera alude a lo que normalmente entendemos por memoria: la capacidad de retrotraer al presente recuerdos ya apilados. La segunda se refiere, por el contrario, al aprendizaje procedimental, como en ciertos tipos de habilidades perceptivas y motoras que realizamos sin vernos obligados a detenernos, conscientemente, a pensar sobre lo que hacemos en ese momento. La diferenciación entre memoria explícita e implícita guarda una estrecha relación con la barajada por el filósofo Gilbert Ryle (19001976) entre «know how» (conocimiento de habilidades o destrezas) y «know that» (conocimiento propositivo y factual)494. El primero raramente se explicita. De hecho, tratar de expresarlo en un lenguaje articulado es una tarea de extrema complejidad: intentar exponer la secuencia de actos requerida para llevar a cabo acciones tan cotidianas como el aseo personal supone una empresa no sólo impráctica, sino enormemente dificultosa. Simplemente lo hacemos, sin necesidad de reparar conscientemente en su ejecución. Por el contrario, el conocimiento «proposicional» del mundo (acontecimientos, ideas...) exige una articulación consciente495. En la comprensión científica de los procesos de aprendizaje y de memorización es necesario detenerse en las aportaciones del conductismo (o «behaviorism» en la literatura anglosajona). Esta tendencia, en auge hasta el triunfo de la revolución cognitiva en los años 60, pese a haber errado al no reconocer la dimensión «constructiva» de la mente y al desdeñar, por teóricamente anticientíficos, aspectos tales como la conciencia, la atención y el pensamiento (lo que se traduce inevitablemente en una inocultable pobreza analítica), inspiró la búsqueda de una metodología rigurosa en el estudio del comportamiento humano, cuyos desarrollos han producido frutos notables496. El conductismo clásico, gracias a los trabajos del ruso Ivan Pavlov (18491936), premio Nobel de medicina o fisiología en 1904, había examinado con notable profundidad el aprendizaje no reflexivo en los animales. Lo abordó en sus tres grandes tipos: la habituación, la sensibilización y el condicionamiento clásico. En el primero de los casos, el animal se ve sometido a estímulos inocuos, a los que finalmente se acostumbra, hasta ignorarlos; en la sensibilización, el animal aprende a reaccionar ante un estímulo significativo que lo obliga a alterar su comportamiento; en el condicionamiento clásico, el animal logra asociar dos estímulos, uno condicionado y 146
otro incondicionado, para adquirir un aprendizaje de naturaleza más compleja que en la habituación y en la sensibilización. Por su parte, el conductista norteamericano Edward Thorndike (1879-1949)497 descubrió el denominado «condicionamiento instrumental»: el animal aprende a asociar una respuesta conductual con sus consecuencias, aptas para modificar el comportamiento. El programa conductista propició, por tanto, avances importantes en el estudio científico de determinados comportamientos asociados a facultades mentales complejas. Un debate concomitante, de gran envergadura neurobiológica, se refiere al mecanismo neuronal subyacente a los distintos tipos de aprendizaje, que sólo en las últimas décadas ha recibido una solución satisfactoria. Si nos preguntamos por los procesos asociados a la adquisición de las diferentes formas de aprendizaje, caben dos respuestas principales: la primera apela a la plasticidad de las conexiones sinápticas entre las neuronas (su debilitamiento o reforzamiento, así como la generación de nuevas sinapsis), mientras que la segunda toma, como punto de partida, no los cambios de naturaleza estructural que puedan tener lugar en las conexiones sinápticas, sino la actividad eléctrica sostenida en determinados circuitos eléctricos. La hipótesis sobre el papel central de la plasticidad neuronal en el aprendizaje había sido anticipada por Cajal en 1894498 (y, en la misma época, por Eugenio Tanzi499 y Ernesto Lugaro)500. El científico español consideraba que el ejercicio mental favorecía los cambios de naturaleza plástica en la fuerza de las conexiones sinápticas entre las neuronas501. En efecto, ¿cómo explicar los procesos de aprendizaje y memorización, si, en virtud del principio de «especificidad conectiva» (que él mismo había introducido), una neurona sólo se conecta con un número limitado de células nerviosas? Indudablemente, el aprendizaje y la memoria deberían afectar a esas conexiones, ya fuese por la vía de su incremento (para aumentar su número, de tal manera que una neurona se conectara con otras nuevas) o del reforzamiento (o debilitamiento) de las ya existentes. La plasticidad de la corteza cerebral habría permitido la adaptación a la creciente complejidad de las situaciones que encara el individuo. En palabras del propio Cajal, semejante plasticidad de las expansiones celulares varía, probablemente, en las diversas edades: grande en el joven, disminuye en el adulto y desaparece, casi del todo, en el anciano. Esto da razón de lo frecuente que es ver al joven reaccionar sobre el sistema inoculado por la autoridad de padres y maestros, y lo raro que en los viejos es un cambio de opinión. Del mismo modo podría explicarse el misoneísmo, tan excepcional en el joven, como general en el viejo. Esta lentitud en la atrofia de las comunicaciones intracorticales, cuando han sido cimentadas por la rutina y por multitud de sugestiones convergentes, da cuenta de un fenómeno bien conocido, a saber: que cuando, a fuerza de razones contrarias y de solicitaciones de nuestra voluntad, abandonamos una convicción arraigada, transcurre algún tiempo sin que adoptemos otra; diríase que es necesario esperar la atrofia de ciertos enlaces y la creación de otros que sirvan de carril a las nuevas combinaciones ideales502.
Para Cajal, el dinamismo cerebral depende verosímilmente (a parte de otras condiciones que hoy por hoy no cabe puntualizar), de dos factores: primero, de la herencia, en cuya virtud recibimos un cierto número de células
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cerebrales con determinada propensión a asociarse y constituir lo que podríamos llamar la personalidad natural; segundo de la influencia del medio (padres, maestros, libros, consejos, ambiente físico, etc.) por cuya virtud reforzamos en ciertos puntos y contrariamos en otros las asociaciones naturales hereditarias, y establecemos, a menudo, conexiones enteramente nuevas; de este modo se produce la personalidad de adaptación, que puede mejorar notablemente la organización encefálica, si las sugestiones del ambiente están fundadas en la ciencia positiva, pero que la desvían y deforman cuando son debidas a la ignorancia, la rutina, el fanatismo, o el odio de razas, clases y personas503.
La ciencia le ha dado la razón al demostrar que, en efecto, procesos como los asociados al aprendizaje y a la memoria afectan a la plasticidad de las conexiones sinápticas, sin alterar la conectividad específica de una determinada neurona504. Sin embargo, esta hipótesis tardó en ser aceptada, pues Alexander Forbes había sugerido en 1922 que, en lugar de cambios de naturaleza plástica en la fuerza de la conexión sináptica, era el dinamismo del propio circuito neuronal lo que subyacía a la facultad de la memoria505. Un discípulo de Cajal, Rafael Lorente del Nó, se sumó a esta tesis506, al argumentar que las neuronas solían interconectarse en cadenas cerradas. Por su parte, el influyente psicólogo Hebb se manifestó también en contra de la posibilidad de una facilitación sináptica507. Así, la memoria a corto plazo respondería a la actividad eléctrica sostenida en un circuito determinado, aunque el propio Hebb reconoció explícitamente que este mecanismo, por sí solo, no bastaba para explicar la memoria consolidada, al requerirse de cambios estructurales permanentes. En términos similares se expresó el neuropsicólogo polaco Jerzy Konorski (1903-1973)508. La propuesta de Hebb, que apela a la actividad eléctrica sostenida en los distintos circuitos, posee serias limitaciones. Ni siquiera es aplicable a la memoria a corto plazo, y ello por dos razones: la actividad reverberante a la que hace referencia Hebb nunca ha sido observada empíricamente, y los estudios sobre formas sencillas de aprendizaje en Aplysia y en otros animales han desvelado un mecanismo más simple. Esta estrategia opera a través de modificaciones presinápticas en la capacidad de las neuronas sensoriales para liberar neurotransmisores, lo que indica que «las propias neuronas son elementos plásticos»509. 11.3. Kandel y la plasticidad de las conexiones sinápticas El debate en torno a la plasticidad de las conexiones sinápticas o el dinamismo de los circuitos neuronales como fundamento de la capacidad de almacenamiento de memoria recibió un importante impulso gracias al trabajo del neurocientífico estadounidense de origen austriaco Eric Kandel (1929-...), cuyas conclusiones apuntan a lo ya sugerido por Cajal. Mediante un procedimiento reduccionista que partía, a nivel experimental, del examen detallado del proceso de aprendizaje en un animal poco evolucionado, Kandel descubrió que las estrategias celulares y moleculares utilizadas en Aplysia para almacenar los recuerdos a corto y a largo plazo son comunes a todos los mamíferos y tanto en la memoria implícita como en la explícita se emplean
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las mismas estrategias moleculares. En ambos tipos de memoria existen etapas en las que los recuerdos se codifican como cambios en la fuerza sináptica, que están relacionados con las fases conductuales de la memoria a corto y a largo plazo. Los cambios sinápticos a corto plazo implican modificaciones covalentes de proteínas preexistentes, que conducen a cambios en las conexiones sinápticas preexistentes, mientras que los cambios sinápticos a largo plazo se producen mediante la activación de la expresión génica, la síntesis de nuevas proteínas y la formación de nuevas conexiones510.
Kandel protagoniza una de las etapas más fecundas en el estudio neurobiológico de la memoria. Una estrategia eminentemente reduccionista, inspirada en los avances propiciados por autores como Hodgkin, Katz y Kuffler, llevó a Kandel a investigar los ejemplos más sencillos de almacenamiento de la memoria. Abordó el problema en animales dotados de un sistema nervioso tan simple que resultara asequible para una indagación verosímilmente fructífera511, de manera análoga a como los genetistas, especialmente Thomas Hunt Morgan (1866-1945), habían realizado avances de excepcional envergadura gracias al examen profundo de la mosca del vinagre (Drosophila melanogaster)512. Otros ejemplos sobresalientes de la importancia de elegir acertadamente el ser vivo con el que experimentar los encontramos en la fecundidad que, para la genética contemporánea, ha mostrado la Caenorhabditis elegans, o en la que en su momento exhibieron los guisantes de Mendel para la formulación de sus célebres leyes513. Kandel se aventuró a elucidar, de modo neurobiológico, los tipos más básicos de aprendizaje sondeados por los conductistas. Para ello utilizó, como animal de experimentación, un pequeño invertebrado llamado Aplysia califórnica. Ladislav Tauc (1925-1999), investigador checo residente en Francia con quien Kandel colaboraría estrechamente entre 1962 y 1963514, había llevado a cabo análisis pioneros con la Aplysia depilans, cuyo cerebro cuenta con alrededor de veinte mil neuronas, frente a los casi ochenta mil millones de que consta el ser humano. Sus células nerviosas poseen un gran tamaño, y se pueden introducir en ellas electrodos para registrar su actividad eléctrica515. A la larga, el esclarecimiento de los mecanismos subyacentes a las formas más elementales de aprendizaje en Aplysia (la habituación, la sensibilización y el condicionamiento clásico) le permitió a Kandel reformular la hipótesis enunciada por Cajal en 1894: la experiencia es capaz de modificar la intensidad de las conexiones sinápticas interneuronales516. Los trabajos tanto de conductistas (Pavlov, Thorndike...) como de científicos cognitivos (Milner, Squire...) habían convencido a Kandel de que las distintas formas de aprendizaje debían traducirse en diferentes tipos de memoria. La alteración de la fuerza de las conexiones sinápticas debería cambiar según las características del estímulo al que se viera expuesta la Aplysia. Kandel y sus colaboradores comprobaron que, al someter el molusco a un proceso de habituación, se debilitaban las conexiones sinápticas entre las neuronas sensoriales y las motoras. Con la sensibilización se producía la situación inversa. Extendieron también estos análisis al estudio del condicionamiento clásico pavloviano. Parecía claro que el aprendizaje, como había intuido Cajal, se traducía en un 149
reforzamiento o, en su ausencia, en un debilitamiento de las sinapsis interneuronales. El propio Cajal había descubierto que las neuronas sólo forman un número determinado de conexiones con las células nerviosas de su entorno. Su conectividad es, por tanto, altamente específica. Este fenómeno viene dado genéticamente, y permanece invariable a lo largo de la vida. Sin embargo, la experiencia permite que dichas conexiones se afiancen o atenúen. De la imbricación de lo genético (en forma de conexiones sinápticas fijas) y lo ambiental (que se manifiesta como una modificación en la intensidad de las sinapsis) dimana, en gran medida, la base biológica de la individualidad de cada miembro de una cierta especie. La plasticidad del sistema nervioso subyace así a la capacidad de aprendizaje de los seres vivos, incluso de los menos evolucionados517. Por otra parte, sabemos que el mapa del córtex somatosensorial no es inmutable, sino susceptible de modificarse con la experiencia. Los estudios con primates llevados a cabo por Michael Merzenich y su equipo muestran que los mapas corticales se distinguen no sólo genéticamente, sino también a partir de la experiencia, lo que confirmaría la importancia de la plasticidad del sistema nervioso en el aprendizaje adquirido518. Estas conclusiones han sido corroboradas en humanos. Por ejemplo, al analizar imágenes de los cerebros de violinistas y violonchelistas, Thomas Ebert comprobó que el área cortical asociada a los cuatro dedos de la mano izquierda era más extensa que en quienes no se dedicaban profesionalmente a la música. Esta diferencia se hacía particularmente perceptible si los primeros habían empezado a tocar sus respectivos instrumentos antes de los trece años de edad519. Existe, por tanto, una edad crítica para la exposición del sujeto al ambiente y su influencia en la plasticidad de su sistema nervioso, pero lo cierto es que «el grado de representación de una parte del cuerpo en el córtex depende de la intensidad y de la complejidad de su uso»520. Así, y a pesar del indudable papel que ostenta la carga genética, subsiste un elevado grado de indeterminación en la configuración de nuestra identidad individual. En la habituación a corto plazo (del orden de minutos) de la Aplysia, Kandel descubrió que la neurona sensorial liberaba menor cantidad de neurotransmisor que en la sensibilización a corto plazo. La intensidad de la conexión sináptica variaba, por tanto, de manera nítida. El neurotransmisor en cuestión era el glutamato, presente también en los cerebros de mamíferos. La liberación de un mayor número de moléculas de glutamato de la neurona sensorial a la motora se traducía en un incremento del potencial sináptico en la célula motora. Este cambio en el potencial de membrana de la célula postsináptica causado por una señal procedente de la célula presináptica facilitaba que se disparase el potencial de acción. El examen de los mecanismos de la memoria a corto plazo en Aplysia puso de relieve que existen dos clases de circuitos neurales involucrados en este tipo de procesos: a) Circuitos mediadores («Mediating circuits»), que inducen, de manera directa, comportamientos concretos. Se hallan determinados genéticamente. 150
b) Circuitos moduladores («Modulating circuits»), que actúan mediante la regulación de la intensidad de las conexiones sinápticas. En los circuitos moduladores, las interneuronas desempeñan un papel clave, al regular heterosinápticamente521 la fuerza de las conexiones entre las neuronas sensoriales y las motoras. En la Aplysia, las interneuronas liberan moléculas del neurotransmisor serotonina. Este, a su vez, afecta al glutamato: la serotonina sirve de moduladora en la sensibilización, al incrementar o disminuir la cantidad de glutamato que, desde las terminales presinápticas de la neurona sensorial, llega hasta la neurona motora. En 1971, Kandel, Castellucci y Schwartz propusieron la hipótesis de que el AMPc ejercía el rol de segundo mensajero. El neurotransmisor se uniría a un receptor metabotrópico (distinto de los receptores ionotrópicos de Sir Bernard Katz)522, y este estimularía la enzima adenil ciclasa para que generara en torno a mil moléculas de AMPc. El AMPc, por su parte, se uniría a una serie de proteínas y desencadenaría una respuesta molecular amplificada en la célula523. Los anteriores hallazgos sobre la dinámica del AMPc como segundo mensajero en la célula se aplican también al sistema nervioso. Al causar una perturbación en la cola de la Aplysia, se activa una interneurona que libera serotonina, neurotransmisor que cruza la hendidura sináptica para unirse al receptor en la neurona sensorial con la que se halla conectada. Este enlazamiento entre el neurotransmisor y el receptor suscita, a través de la enzima adenilil ciclasa, la generación de moléculas de AMPc. El AMPc, por su parte, libera las unidades catalíticas de la proteína quinasa A, que refuerza la emisión de moléculas del neurotransmisor glutamato hacia la neurona postsináptica, en este caso la motora. El hecho de que la serotonina active el AMPc durante la sensibilización fue comprobado por Kandel y Schwartz al inyectar AMPc directamente en la neurona sensorial de la Aplysia, lo que incrementó, de manera automática, la cantidad de glutamato liberada de la neurona sensorial a la motora524. Estos descubrimientos dieron paso, en los años 80, a otra importante evidencia: la constatación, por Steven Siegelbaum, de que el AMPc y la proteína quinasa A tienen como diana un canal de iones de potasio en las neuronas sensoriales que responde a la serotonina, el denominado «canal S»525. Si la neurona se encuentra en reposo, el canal permanece abierto, lo que contribuye al conocido como «potencial de reposo de membrana». El canal S se ubica en las terminales presinápticas, y es susceptible de cerrarse mediante la actuación de la serotonina en la parte externa de la membrana, o del AMPc y de la proteína quinasa A en la superficie interior. Si la serotonina obliga a que el canal se ocluya, los iones se moverán más lentamente, lo que incrementará la duración del potencial de acción y proporcionará, como consecuencia, más tiempo a los iones de calcio para fluir hacia las terminales presinápticas y fomentar la liberación del glutamato (fenómeno ya descubierto por Sir Bernard Katz). Tal y como hemos podido observar, los mecanismos moleculares empleados en la comunicación interneuronal no difieren sustancialmente de los que comparecen en otras 151
células del organismo, como puedan ser las musculares. La ruta del AMPc está presente, de hecho, en el metabolismo del hígado y del riñón. Se trata de un sistema de señalización dotado de tanta eficiencia que la selección natural lo ha favorecido claramente. Así, en el desempeño de funciones más complejas, como el almacenamiento de memoria, no se produce un grado de innovación significativo con respecto a tareas más simples. En palabras de Kandel, «la evolución no requiere de moléculas nuevas y especializadas para producir un nuevo mecanismo adaptativo»526. El sistema nervioso no se ve obligado a utilizar procesos bioquímicos que difieran categóricamente de los que ya se aplican en otras regiones estructurales y funcionales del organismo. De modo bastante similar a como ocurre en la genética, los «materiales» son ostensiblemente sencillos, pero los resultados potencialmente complejos. La información se transmite en moléculas de ácido desoxirribonucleico, el ADN, que constan de cuatro bases, la adenina, la guanina, la citosina y la timina. De tan «sobria» infraestructura surge, sin embargo, el maravilloso proceso de la síntesis de proteínas y, en definitiva, de la vida527. Nos hemos referido al procesamiento de la memoria a corto plazo, pero ¿cómo se transforma esta última en memoria a largo plazo, en un aprendizaje consolidado que no se desvanezca, fugazmente, tras un breve lapso de tiempo? En los años 70 y 80, Kandel y su equipo se percataron de que la conversión de la memoria a corto plazo en memoria a largo plazo requería de cambios a nivel genético528. Se sabía, gracias al estudio de células no neuronales, que la proteína quinasa A podría activar una proteína reguladora, denominada CREB («cyclic AMP response element-binding protein»), que se unía a un promotor. La proteína quinasa A, según su mecanismo más común, fosforilaría el CREB, que a su vez activaría una serie de genes efectores, encargados de codificar las proteínas que facilitan el establecimiento de nuevas conexiones sinápticas persistentes, asociadas a la memoria a largo plazo. Experimentalmente se comprobó que, en efecto, el CREB se encuentra en las neuronas sensoriales de Aplysia, y resulta clave en el reforzamiento de las conexiones sinápticas que subyacen al proceso de sensibilización de este invertebrado. El bloqueo de la acción de CREB en el núcleo de la neurona sensorial afecta a la memoria a largo plazo, no así a la memoria a corto plazo, evidencia de que ambas obedecen a mecanismos distintos. En la memoria a corto plazo no se involucra la proteína CREB ni, en consecuencia, son necesarias modificaciones en la expresión génica. Estudios con Drosophila melanogaster confirmaron un mecanismo general de conversión de la memoria a corto plazo en memoria a largo plazo529. De todo lo anterior se puede extraer una consecuencia capital para la comprensión del aprendizaje y de la memoria: la expresión de los genes es susceptible de regulación sobre la base de los acontecimientos externos. La experiencia, la exposición a eventos que puede traducirse en el apilamiento de memorias, antesalas de ciertos tipos de aprendizaje, «vence» el determinismo genético, al modificar significativamente la estructura del sistema nervioso en virtud de la generación de nuevas conexiones sinápticas o del reforzamiento de las ya existentes. Si el aprendizaje se consolida, si se 152
convierte en memoria a largo plazo, este fenómeno se deberá a cambios a nivel de la transcripción génica para producir nuevas proteínas. La plasticidad inherente a la experiencia del mundo externo entraña una de las claves más notables de la vida, y seguramente subyazca a su éxito evolutivo, pues capacita para llevar a cabo adaptaciones cada vez más eficientes al medio. Hoy sabemos que las neuronas son capaces de modificar las sinapsis individualmente, de manera que en la consolidación de la memoria a largo plazo no todas las sinapsis se vean afectadas, sino tan sólo un número preciso de ellas. Esta posibilidad aparece porque la síntesis de proteínas en el núcleo de la célula nerviosa se complementa con la producción de proteínas en la propia sinapsis. Sin generar estas proteínas localmente, el reforzamiento de la conexión sináptica asociado con la consolidación de la memoria a largo plazo no tiene lugar. 11.4. Algunos desarrollos recientes a) Hipótesis sobre el almacenamiento de la memoria Las investigaciones a las que hemos aludido versan sobre la memoria implícita, esto es, la «no declarativa», ejemplificada en formas elementales de aprendizaje como la habituación, la sensibilización y el condicionamiento clásico. Sin embargo, toda indagación científica sobre la naturaleza de la memoria también ha de tener como objetivo la explicación de la memoria explícita o declarativa (proposicional), «involucrada en modelar el mundo externo y en almacenar representaciones sobre hechos y episodios»530. No se trata necesariamente de una facultad exclusiva de los seres dotados de conciencia en el sentido humano, porque este tipo de memoria puede explicitarse de otras maneras. Se diferencia, eso sí, de la memoria implícita o procedimiental, del «know-how», al asociarse al conocimiento que el viviente en particular prueba tener del mundo circundante, que no tiene por qué exteriorizarse lingüísticamente. Puede hacerse patente en una respuesta emocional suscitada por el recuerdo de un lugar o de un rostro, o en la capacidad de orientarse en un enclave en el que se ha estado previamente porque se rememora, «explícitamente», dicha ubicación. En el campo del análisis de los procesos subyacentes a la memoria explícita, cabe destacar las investigaciones llevadas a cabo por O’Keefe y Dostrovsky531. En sus trabajos con roedores, descubrieron que un grupo de neuronas piramidales del hipocampo emiten señales de nivel óptimo cuando estos animales se hallaban en un lugar preciso. El hipocampo desempeñaría un rol esencial, por tanto, en la memoria declarativa vinculada a la identificación de un enclave concreto. Parece que un único grupo de neuronas piramidales (las denominadas «place cells») se activa cuando un animal se encuentra en un área en particular. Estas células nerviosas emiten potenciales de acción sólo cuando el roedor ocupa el mismo lugar. Al desplazarse a una ubicación distinta, se activan células de lugar diferentes en el hipocampo, y «por este procedimiento se piensa que el animal forma un «campo de lugar» («place field»): una representación interna del espacio que ocupa»532. Las memorias almacenadas en el 153
hipocampo se guardarían como cambios en la fuerza de las sinapsis de grandes conjuntos de neuronas interconectadas533. El papel clave del hipocampo en el almacenamiento de memorias de carácter declarativo vendría confirmado por los experimentos con la llamada «Long-term potentiation» (LTP), la potenciación a largo plazo de la transmisión sináptica en el hipocampo534. Los hallazgos con la técnica de LTP pueden llegar a proporcionar, eventualmente, la base mecanicista para los descubrimientos «holistas» de Brenda Milner sobre la memoria declarativa535. La inducción de LTP en ciertas sinapsis, después de someterlas a una estimulación de alta frecuencia, constituye un proceso cooperativo, en el que interviene una multitud de axones. La inducción de LTP asociativa exige, al parecer, un umbral de despolarización y la ocupación de los receptores de NMDA (N-metil-D-aspartato) por parte de moléculas del neurotransmisor glutamato, así como un incremento en la cantidad de calcio disponible en las células postsinápticas536. Sabemos también que el proceso de LTP prolongado durante largos períodos (la denominada «L-LTP», esto es, «Long LTP») requiere de la síntesis de nuevo ARN mensajero y de proteínas, y sigue rutas de señalización similares a las del AMPc537, la proteína quinasa A, MAPK y CREB, involucradas en el procesamiento de la memoria no declarativa en los invertebrados538. Nuevamente, se constata que la evolución no se ha visto obligada a «innovar» significativamente en los mecanismos moleculares de los distintos tipos de memoria, sino que su probada eficiencia ha permitido «economizar los recursos», para aplicar rutas metabólicas análogas en el ejercicio de funciones distintas e incluso más complejas. Quedan, sin embargo, muchos puntos pendientes de esclarecimiento, como por ejemplo la naturaleza del aprendizaje espacial, que parece seguir mecanismos distintos a los ya examinados539. De hecho, se han realizado experimentos consistentes en una mutación selectiva de NMDA R1, una de las subunidades del receptor NMDA en las células piramidales de la región CA1 del hipocampo, lo que, si bien trastorna radicalmente la LTP en la vía colateral de Schaffer, no impide la formación de campos de lugar540. Parece, por tanto, que la «LTP no es necesaria para la transformación básica de información sensitiva en campos de lugar. La LTP es necesaria para afinar las propiedades de las células de lugar y asegurar su estabilidad a lo largo del tiempo»541. Entre las contribuciones recientes más significativas a la comprensión científica de la memoria, el aprendizaje y la atención cabe destacar las de Joaquín Fuster, nacido en Barcelona en 1930 y profesor, durante muchos años, en la Universidad de California en Los Ángeles. Desde los años 50, Fuster ha publicado importantes trabajos sobre la modulación selectiva de la atención visual542 y la facilitación reticular de reacciones excitadoras e inhibidoras de neuronas en el córtex visual ante estímulos visuales543, que han vertido luz sobre la naturaleza de los procesos de atención. En el campo de los estudios sobre la memoria, Fuster protagonizó un relevante descubrimiento. En un 154
artículo publicado en 1971, documentaba por primera vez la existencia de «células de memoria» (las denominadas «memory cells» en la literatura científica anglosajona) en el cerebro de un primate544. Se trata de células corticales que disparan óptimamente mientras tienen lugar procesos de aprendizaje a corto plazo de un elemento de información; tarea que se identificaría, por tanto, con la llamada «memoria de trabajo» o «working memory». A este hallazgo sobre la base neurobiológica de la memoria siguió la identificación, en 1981, de las primeras células de memoria visual en el córtex inferotemporal545. Sus investigaciones sobre la memoria, la atención y el aprendizaje le han llevado también a explorar las propiedades de las células asociadas a la memoria de trabajo para características táctiles en el córtex somatosensorial546, así como a un análisis detallado de la neurofisiología del córtex prefrontal. Una hipótesis fundamental que se deriva de las investigaciones de Fuster apunta a que la memoria a corto plazo, la memoria de trabajo y la memoria a largo plazo comparten las mismas redes corticales547. Los trabajos de Nelson Cowan (1951-...) también han contribuido a resaltar la estrecha relación que existe entre memoria de trabajo y memoria a largo plazo y entre la activación de la memoria y la atención548. Lo cierto es que únicamente de una exploración más profunda en los sistemas neurobiológicos vinculados a funciones cognitivas como la memoria, el aprendizaje y la atención obtendremos no sólo un entendimiento más completo de la naturaleza de la mente humana, sino también las claves para tratar multitud de enfermedades neurológicas y psiquiátricas. Hemos avanzado mucho en la comprensión del aprendizaje de determinados comportamientos (habituación, sensibilización, condicionamiento clásico...) y de su relación con el hipocampo549, pero no en el entendimiento del aprendizaje conceptual y consciente. Precisamos también de un esclarecimiento más profundo de los mecanismos del aprendizaje, que permita diferenciar el entender consciente de la mera memorización. Todo ello representa un reto de extraordinaria envergadura para la neurociencia cognitiva. El biólogo evolutivo alemán Richard Semon (1859-1918) propuso, en 1904, el concepto neuropsicológico de «engrama» (o «huella mnémica») para referirse a la serie de cambios en el sistema nervioso que subyacen al almacenamiento de la memoria550. Estaríamos, así, ante una especie de «registro» de experiencias, cuyo resultado desemboca en la información que retenemos como memoria. El problema radica en sugerir un mecanismo plausible que explique cómo se almacena la memoria en el cerebro, más allá de los descubiertos por investigadores como Kandel para las formas más elementales de aprendizaje. Larry Squire divide las teorías más influyentes que han tratado de dar respuesta a este interrogante en dos grandes grupos: 1) El primero engloba los enfoques de corte conectivista, determinista y localizacionista, posición que remite, en última instancia, a las tesis de autores como Gall, Broca y Ferrier en el siglo XIX sobre la localización cortical de las funciones 155
cerebrales concretas. En palabras de Squire, «esta tradición contempla la memoria como si estuviera codificada por la actividad de conexiones neurales especificables»551. 2) El segundo, opuesto al localizacionismo, se halla representado por figuras como Flourens, Goltz, Lashley y John. De acuerdo con él, «el comportamiento y la actividad mental surgen a partir de la actividad integrada de todo el cerebro»552. Esta postura «holista» postula, por tanto, que el ejercicio de una determinada facultad mental no se basa en la actuación de redes neuronales circunscritas a un área determinada del cerebro, sino que en él concurre la totalidad de este órgano. En sus estudios con roedores, Karl Lashley no identificó una región cerebral concreta que desempeñase un papel esencial en el almacenamiento de la memoria de estos animales y, en particular, de la referida a la información sobre cómo escapar de un laberinto. Amparado en ello, supuso que en el cerebro de estos mamíferos existía equipotencialidad entre todas las áreas, por lo que la memoria se encontraría distribuida entre todas las regiones cerebrales553. E. R. John llegó a conclusiones similares a las de Lashley. A su juicio, la memoria se distribuiría de manera equivalente a lo largo de múltiples áreas cerebrales, por lo que cualquier neurona o sinapsis podría participar, eventualmente, en el almacenamiento y en la evocación de las memorias específicas, pero de una forma probabilística, no determinista554. Los registros electrofisiológicos de ciertas regiones cerebrales durante el proceso de aprendizaje apoyarían la teoría probabilista y distribucionista de la memoria555, por cuanto en la retención de, por ejemplo, estímulos condicionados de naturaleza visual y auditiva se evocaban respuestas indeterminadas y probabilísticas en distintas regiones cerebrales556. Estas y otras evidencias empíricas sugerían que «la memoria ha de codificarse en términos de la actividad estadística de los elementos neurales en el seno de extensos conjuntos o agrupaciones de células»557, por lo que el aprendizaje consistiría en el desarrollo de un patrón espacio-temporal característico de actividad neural en distintas regiones cerebrales. Las neuronas de esa agrupación participarían, a título individual, de manera probabilista, y un único conjunto podría codificar más de un contenido de información. Entre los partidarios de una aproximación «no-localizacionista» al estudio de las funciones cerebrales, destaca Karl H. Pribram (1919-...). Nacido en Austria, fue alumno de Skinner y discípulo de Lashley, y ha ejercido numerosos cargos académicos e investigadores en Estados Unidos. Actualmente es profesor emérito de la Universidad de Stanford. Su principal contribución a la neurociencia reside en el denominado «modelo holonómico» del cerebro. Inspirado en la holografía558, postula que la memoria se distribuye «holonómicamente» por todo el cerebro559. Influido por la aplicación de la holografía a la comprensión de los fundamentos de la mecánica cuántica que había sugerido el físico anglo-norteamericano David Bohm (1917-1992), condensada, en cierto modo, en el concepto de «orden implicado o 156
plegado» (implicated or enfolded order), Pribram se planteó la posibilidad de implementar un esquema parejo al cerebro que permitiese relacionar «lo local» y lo «global» en la elucidación de las operaciones de funciones superiores del psiquismo humano. El «todo» estaría contenido, de alguna manera, en cada parte, en analogía con intrigantes figuras matemáticas como los fractales. Para Pribram, la memoria, más que «localizarse» en regiones específicas, se «pliega» en ellas. Aunque el modelo holonómico de Pribram ha suscitado un notable interés, su principal debilidad estriba en su oscuridad teórica. La interpretación de la mecánica cuántica propuesta por Bohm posee importantes detractores (críticos del concepto de «variables ocultas»), entre otras razones porque su aproximación a categorías como las de espacio y tiempo resulta sumamente problemática y escasamente susceptible de contraste empírico. La mera idea de que subsista un «orden escondido» o «plegado» generará, por sí sola, copiosas reticencias. Por otra parte, persiste la dificultad de cómo traducir las tesis de Pribram en enunciados neurobiológicamente significativos, capaces de trascender las (indudablemente interesantes) «especulaciones» de índole filosófica. Sostener que el todo «se pliega» en cada parte no es correcto como principio universal. Conculca la evidencia de que existen regiones especializadas en desempeñar determinadas tareas, y confuta la posibilidad —al menos teórica— de imaginar el todo como suma de partes diferenciadas y como «entidad distinta» a cada parte: el todo como realidad discernible de las propias partes560. En todo caso, una perspectiva «holista» como la asumida por Bohm y Pribram ofrece consideraciones de gran profundidad tanto para la ciencia como para la filosofía de la ciencia. El hecho de que la neurociencia admita también un enfoque de cariz holista muestra la fecundidad de esta clase de orientaciones programáticas y conceptuales. Un defecto importante de la teoría de Lashley, y de los modelos no-localizacionistas en general, dimana de su falta de concisión en lo que respecta al tamaño y a la extensión de los conjuntos neuronales concretos. En cualquier caso, Squire considera que la perspectiva por ellos propuesta es compatible con la conectivista, porque «el comportamiento de los conjuntos neuronales, no el de las neuronas individuales, preservaría la especificidad conectiva que juega un papel tan prominente en las descripciones de la memoria de los invertebrados»561. El debate, más que discurrir en torno a localizacionismo o anti-localizacionismo, aludiría al tamaño de las agrupaciones que contienen información distribuida de modo equivalente en su seno562. Así, a la pregunta sobre si la memoria se localiza en unidades cerebrales específicas o, por el contrario, se halla distribuida de forma equivalente en un conjunto de unidades, Squire responde que ambas soluciones son correctas. El conjunto puede operar de manera determinista y los elementos individuales hacerlo de modo indeterminista563. El problema radica, en todo caso, en identificar las «unidades funcionales de la organización neural», esto es, los conjuntos neuronales operativos en facultades como la de la memoria. A juicio de Squire, un candidato bastante factible serían las macrocolumnas neuronales. Nos consta la existencia de más de un millón; cada una de 157
ellas contiene entre mil y diez mil células nerviosas. La peculiaridad de estas columnas neuronales, dispuestas verticalmente, fue advertida por Lorente del Nó564 y Mountcastle565, y su relevancia se comprobó en los estudios pioneros sobre el córtex visual llevados a cabo por Hubel y Wiesel566. Con todo, el hecho de que en cada macrocolumna del córtex visual existan células especializadas en el reconocimiento de estímulos de distinta naturaleza indica que todavía es preciso encontrar una unidad más básica567. b) Las neuronas espejo Uno de los descubrimientos neurocientíficos más importantes que se han llevado a cabo en los últimos tiempos procede de la identificación de las denominadas «neuronas espejo» (mirror neurons). La funcionalidad que exhibe esta clase de neuronas visomotoras parece relacionarse con procesos fundamentales para la imitación y el aprendizaje de nuevos comportamientos en los primates superiores. Los investigadores italianos Giacomo Rizzolatti, Giuseppe di Pellegrino, Luciano Fadiga, Leonardo Fogassi y Vittorio Gallese, de la Universidad de Parma, publicaron, en 1996, un artículo en el que sintetizaban los trabajos desarrollados en el área F5 del córtex premotor del mono568. Rizzolatti y su equipo detectaron que neuronas de esta región descargaban cuando el mono ejecutaba una acción y observaba, al mismo tiempo, que otro primate (también humano) se comportaba de una forma similar. Las neuronas espejo disparan cuando el mono contempla una acción transitiva, dirigida a un objeto, incluso si este se encuentra oculto. De hecho, la mera visión de un objeto, o de una acción intransitiva, no genera un efecto significativo en esta clase de neuronas. Con posterioridad a estos estudios pioneros, se desveló la existencia de neuronas espejo en otras áreas cerebrales. En los últimos años se han investigado extensamente sus propiedades, también en el caso de los seres humanos. La presencia de neuronas espejo en nuestra especie no se ha comprobado de manera directa, pero sí por métodos indirectos, principalmente gracias a experimentos neurofisiológicos y al empleo de las técnicas de neuroimagen569. Su impacto en los debates contemporáneos sobre la naturaleza y la evolución del aprendizaje en los primates superiores y en los humanos ha sido inmenso, aunque el esclarecimiento de su papel preciso en determinados procesos cognitivos, como el lenguaje articulado (y la hipotética centralidad que habrían desempeñado movimientos gestuales en sus orígenes), continúa abierto570. Destacan también, por su trascendencia para el estudio de la memoria y del aprendizaje, los avances experimentados en la comprensión del funcionamiento del sistema límbico y de las bases neurales de las emociones, así como del importante papel que ejercen en determinados procesos cognitivos y en la toma de decisiones. Los trabajos del neurocientífico portugués Antonio Damasio (1944-)571, junto con los de otros investigadores como el norteamericano Joseph LeDoux (1949-), han resultado 158
enormemente significativos para el estudio de la relación entre memoria, emociones y cognición572. Nos detendremos en este campo tan relevante de la investigación neurocientífica en el próximo capítulo. 464 Sobre las dataciones más recientes, que consideran las pinturas de la cueva de Altamira como la creación pictórica probablemente más antigua de la que se tiene constancia, cfr. A. W. G. Pike et al., «U-Series dating of Paleolithic art in 11 caves in Spain», 1409-1413. 465 Cfr. B. B. Powell, Writing: Theory and History of the Technology of Civilization, 60-84. 466 Cfr. Y. Dudai, The Neurobiology of Memory: Concepts, Findings, Trends; E. R. Kandel, «Genes, nerve cells, and the remembrance of things past», 103-125. 467 Cfr. Aristóteles, Parva Naturalia, VIII 449b, 25. 468 Cfr. J. Locke, An Essay Concerning Human Understanding, libro 2, capítulo 10, parte 2. 469 Sobre la concepción de la memoria en Aristóteles, cfr. R. Sorabji, Aristotle on Memory; J. Annas, «Aristotle on Memory and the Self», 99-117. 470 Cfr. Confesiones, X; Enchiridion, XVII. 471 Cfr. L. R. Squire, Memory and Brain, 3. 472 Así, Neal Miller define el aprendizaje como «a relatively permanent increase in response strength that is based on previous reinforcement and that can be made specific to one out of two or more arbitrarily selected stimulus situations» («Certain facts of learning relevant to the search for its physical basis», en G. C. Quarton, T. Melnechuk y F. O. Schmitt, The Neurosciences. First Study Program, 644), pero esta caracterización es sumamente ambigua: ¿consiste el aprendizaje sólo en un incremento, más o menos permanente, en la fuerza de la respuesta a determinados estímulos? ¿No estaríamos aquí ante un mero caso de adaptación a una situación dada, que no tiene por qué conllevar la adquisición de aprendizaje stricto sensu? Al menos debería clarificarse en qué se diferencia el aprendizaje de cualquier proceso adaptativo. Sin matizaciones más precisas sobre los tipos de aprendizaje la cuestión deviene demasiado confusa. 473 Cfr. S. J. Gould y R. C. Lewontin, «The spandrels of San Marco and the Panglossian paradigm: a critique of the adaptationist programme», 581-598. 474 Cfr. E. Kandel, In Search of Memory. The Emergence of a New Science of Mind, 121. 475 Cfr. ob. cit., 126. 476 Cfr. Th. Ribot, Les Maladies de la Mémoire, de 1881. Sobre Ribot, cfr. S. Nicolas y D. J. Murray, «Théodule Ribot (1839-1916), founder of French psychology: a biographical introduction», 277-301. 477 Korsakoff publicó un importante artículo en 1887 en el que describía el síndrome que hoy lleva su nombre: «Über eine polyneuritische Psychose mit einer eigenartigen Störung der Merkfähigkeit und mit Pseudoreminiszenzen». Sobre Korsakoff, cfr. L. Ljungberg, «Carl Wernicke and Sergei Korsakoff: Fin de siècle innovators in neuropsychiatry», 23-27. 478 Cfr. G. E. Berrios, The History of Mental Symptoms. Descriptive Psychopathology since the 19th Century, 211. Así, por ejemplo, el inglés John Hughlings Jackson dedicó su estudio Sensation of Reminiscence, de 1876, al examen de los casos clínicos de memoria ilusoria. Cfr. Selected Writings of John Hughlings Jackson, 274. 479 En esta línea, destaca la figura del estadounidense Noah Porter (1811-1892); cfr. su The Human Intellect, 300. 480 Cfr. G. E. Berrios, The History of Mental Symptoms. Descriptive Psychopathology since the 19th Century, 212. 481 Cfr. R. M. Warren y R. P. Warren, Helmholtz on Perception: Its Physiology and Development. 482 Cfr. H. Ebbinghaus, Über das Gedächtnis. Untersuchungen zur experimentellen Psychologie. 483 Un trabajo de Freud esencial a este respecto fue Zur Psychopathologie des Alltagslebens: (über Vergessen, Versprechen, Vergreifen, Aberglaube und Irrtum), de 1904. 484 Cfr. J. Orbach, The Neuropsychological Theories of Lashley and Hebb: Contemporary Perspectives Fifty
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Years after Hebb’s «The Organization of Behavior: Vanuxem Lectures» and Selected Theoretical Papers of Lashley. Sobre la importancia del trabajo de Hebb para la historia del estudio de las redes neuronales, cfr. W. R. Uttal, Neural Theories of Mind: Why the Mind-Body Problem May Never Be Solved, 205 y sigs. 485 Cfr. L. R. Squire, Memory and Brain, vii. 486 Cfr. C. P. Duncan, «The retroactive effect of electroshock on learning», 32-44. 487 Cfr. J. B. Flexner, L. B. Flexner y E. Stellar, «Memory in mice is affected by intracerebral puromycin», 5759. 488 Cfr. W. B. Scoville y B. Milner, «Loss of recent memory after bilateral hippocampal lesion», 411-421. 489 En palabras de la propia Brenda Milner, «He couldn’t acquire the slightest new piece of knowledge. He lives today chained to the past, in a sort of childlike world. You can say his personal history stopped with the operation», en P. J. Hills, Memory’s Ghost, 110. 490 Para una revisión del trabajo de Milner, cfr. B. Milner, L. R. Squire y E. R. Kandel, «Cognitive neuroscience and the study of memory», 445-468. 491 Sobre la relación entre memoria y lóbulo temporal medial, cfr. L. R. Squire y S. Zola-Morgan, «The medial temporal lobe memory system», 1380-1386. 492 Cfr. E. R. Kandel, In Search of Memory: the Emergence of a New Science of Mind, 127-131. 493 Cfr. D. Schacter, «Implicit memory: history and current status», 501-518 (un detallado artículo que incluye una síntesis del desarrollo histórico —tanto en el campo de la filosofía como en los de la psicología y la neurobiología— del concepto de «memoria implícita», así como de los experimentos más relevantes que se han llevado a cabo); L. Squire, «Memory and the hippocampus: a synthesis from findings with rats, monkeys, and humans», 195-231. 494 Cfr. G. Ryle, «Knowing how and knowing that», 1-16. 495 Kandel identifica la memoria implícita con el inconsciente de Freud (cfr. In Search of Memory. The Emergence of a New Science of Mind, 133). Esta propuesta es, sin embargo, harto problemática, pues Kandel no explica si dicha noción psicoanalítica se limita a cubrir la esfera de las habilidades «irreflexivas», procedimentales (como las locomotoras), que poseemos o si incorpora aspectos claves de la teoría freudiana, como la persistencia de traumas infantiles. Mientras este aspecto no se esclarezca detalladamente, toda hipotética convergencia entre el inconsciente freudiano y la memoria implícita resultará precipitada, injustificada e incluso tendenciosa (destinada a tratar de rescatar la supuesta validez del psicoanálisis, ahora tan denostado científicamente). Aunque Kandel matiza su tesis al sostener que la memoria procedimental, o no declarativa, se refiere sólo a la parte del ego que Freud consideraba inconsciente, pero no en virtud de una represión (se opone, por tanto, al inconsciente dinámico o conflictual), su argumentación no es convincente. Cabe preguntarse, en efecto, por qué necesita la ciencia apelar al psicoanálisis en busca de amparo teórico para el concepto de «memoria implícita». Tal categoría ostenta una firme fundamentación empírica y se encuadra perfectamente dentro de los cánones neurobiológicos y psicológicos disponibles. El psicoanálisis sólo podría proporcionar «una ayuda envenenada», pues su énfasis en los procesos inconscientes del psiquismo humano se encuentra amalgamado de manera tan confusa con multitud de afirmaciones incontrastables que el precio a pagar se nos antoja demasiado alto. Por otra parte, la memoria implícita no fue descubierta por Freud: no sólo late ya en los trabajos de Helmholtz sobre la percepción, sino que incluso nociones de la filosofía de Aristóteles como las de «cogitativa», «estimativa» y «hábito» exhiben una notable correspondencia con ella. De nuevo, no queda claro por qué debe la neurociencia cognitiva invocar el psicoanálisis. 496 Para un acercamiento bibliográfico fundamental al conductismo, cfr. J. B. Watson, Behaviorism; I. P. Pavlov, Conditional Reflexes: An Investigation of the Physical Activity of the Cerebral Cortex; B. F. Skinner, The Behavior of Organisms; J. Kornorski, Conditioned Reflexes and Neuron Organization. 497 Cfr. E. L. Thorndike, Animal Intelligence: Experimental Studies, de 1911. 498 Cfr. S. Ramón y Cajal, «La fine structure des centres nerveux», 444-467. Sobre el concepto de «plasticidad cerebral» en la obra de Cajal, cfr. J. de Felipe, «Cajal y la plasticidad cerebral», en A. Gamundí y A. Ferrús (eds.), Santiago Ramón y Cajal Cien Años Después, 257-272. 499 Cfr. E. Tanzi, «I fatti e le induzioni nell’odierna istologia del sistema nervoso», 419-472, citado por L. R. Squire, Memory and Brain, 7.
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500 Cfr. E. Lugaro, «I recenti progressi dell’anatomia del sistema nervoso in rapporto alla psicología ed alla psychiatria», 831-894, citado por L. R. Squire, Memory and Brain, 7. 501 «Puede admitirse como cosa muy verosímil que el ejercicio mental suscita en las regiones cerebrales más solicitadas un mayor desarrollo del aparato protoplásmico [dendrítico] y del sistema de colaterales nerviosas. De esta suerte las asociaciones ya establecidas entre ciertos grupos de células se vigorizarían notablemente por medio de la multiplicación de las ramitas terminales de los apéndices protoplásmicos y de las colaterales nerviosas; pero, además, gracias a la neoformación de colaterales y de expansiones protoplásmicas, podrán establecerse conexiones intercelulares completamente nuevas» (S. Ramón y Cajal, «Consideraciones generales sobre la morfología de la célula nerviosa», artículo publicado en La Veterinaria Española, y citado por J. de Felipe, «Cajal y la plasticidad cerebral», en A. Gamundí y A. Ferrús (eds.), Santiago Ramón y Cajal Cien Años Después, 264). 502 S. Ramón y Cajal, Consideraciones Generales sobre la Morfología de la Célula Nerviosa (1894), citado por J. de Felipe, «Cajal y la plasticidad cerebral», en A. Gamundí y A. Ferrús (eds.), Santiago Ramón y Cajal Cien Años Después, 263-264. 503 S. Ramón y Cajal, Consideraciones Generales sobre la Morfología de la Célula Nerviosa (1894), citado por J. de Felipe, «Cajal y la plasticidad cerebral», en A. Gamundí y A. Ferrús (eds.), Santiago Ramón y Cajal Cien Años Después, 265. De la relevancia de estas reflexiones de Cajal para una teoría psicobiológica de la mente se hace eco M. Bunge, El Problema Mente-Cerebro. Un Enfoque Psicobiológico, 9. 504 Sobre la neurobiología del desarrollo y la generación de los patrones de conectividad entre las neuronas, cfr. L. R. Squire, Memory and Brain, 23-38. 505 Cfr. A. Forbes, «The interpretation of spinal reflexes in terms of present knowledge of nerve conduction», 361-414. 506 Cfr. R. Lorente del Nó, «Analysis of the activity of the chains of internuncial neurons», 207-244. 507 Para Hebb, «a reverberatory trace might cooperate with the structural change, and carry the memory until the growth change is made» (The Organization of Behavior: A Neuropsychological Theory, 62). 508 Cfr. J. Konorski, Conditional Reflexes and Neuron Organization, 88-89. 509 L. R. Squire, Memory and Brain, 18. 510 E. Kandel, Psiquiatría, Psicoanálisis y la Nueva Biología de la Mente, 373. 511 Cfr. W. A. Spencer y E. R. Kandel, «Cellular neurophysiological approaches in the study of learning», 65134. 512 Cfr. E. R. Kandel, In Search of Memory. The Emergence of a New Science of Mind, 143. 513 Gregor Mendel publicó su importante trabajo, «acta fundacional» de la genética moderna, que llevaba por título «Versuche über Pflanzen Hybriden», en 1866, pero sólo fue redescubierto a comienzos del siglo XX. 514 Cfr. E. R. Kandel y L. Tauc, «Mechanism of prolonged heterosynaptic facilitation», 145-147; «Mechanisms of heterosynaptic facilitation in the giant cell of the abdominal ganglion of Aplysia epilans», 28-47 (artículo referido al examen de las formas de habituación y sensibilización en este invertebrado); «Heterosynaptic facilitation in neurons of the abdominal ganglion of Aplysia depilans», 1-27 (sobre el condicionamiento clásico en la Aplysia). 515 Para una exposición de la importancia de la Aplysia para la investigación neurobiológica, cfr. E. R. Kandel, The Behavioral Biology of Aplysia: A Contribution to the Comparative Study of Opisthobranch Molluscs. 516 Cfr. S. Ramón y Cajal, «La fine structure des centres nerveux», 444-467. 517 Sobre la plasticidad neuronal, cfr. R. D. Hawkins, E. R. Kandel y S. A. Siegelbaum, «Learning to modulate transmitter release: themes and variations in synaptic plasticity», 625-665; C. Stevens e Y. Wang, «Changes in reliability of synaptic function as a mechanism for plasticity», 704-707; R. W. Davies y B. J. Morris (eds.), Molecular Biology of the Neuron, 353-386. La plasticidad no es exclusiva de las neuronas, pero en estas células ha alcanzado el máximo grado de sofisticación. 518 Sobre la naturaleza de las representaciones corticales, cfr. M. M. Merzenich, E. G. Recanzone, W. M. Jenkins, T. T. Allard y R. J. Nodo, «Cortical representational plasticity», en P. R. Rakic y W. R. Singer (eds.), Neurobiology of Neocortex, 41-67.
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519 Cfr. T. Ebert, C. Pantev, C. Wienbruch, R. Rockstroh y E. Tabú, «Increased cortical representation of the fingers of the left hand in string players», 305-307. 520 Cfr. E. Kandel, In Search of Memory. The Emergence of a New Science of Mind, 217-218. 521 Por «homosináptica» se entiende el tipo de cambio en la intensidad de la conexión sináptica que viene motivado por la actividad en una o en ambas células nerviosas, mientras que el término «heterosináptica» se emplea cuando dicha modificación la causa una tercera célula o un grupo de células ajeno a las dos neuronas conectadas sinápticamente. 522 A los receptores ionotrópicos se adherían neurotransmisores para abrir o cerrar las puertas de los canales iónicos contenidos en el receptor, lo que traducía la señal química en eléctrica. 523 Cfr. J. H. Schwartz, V. F. Castellucci y E. R. Kandel, «Functioning of identified neurons and synapses in abdominal ganglion of Aplysia in absence of protein synthesis», 939-953. El mecanismo por el que opera el AMPc era bien conocido para los biólogos, sobre todo para aquellos especializados en el estudio de las células musculares. Edward Krebs había mostrado, en 1968, cómo el AMPc se une a una proteína quinasa dependiente del AMPc (la proteína quinasa A, o PKA), para así activarla y propiciar que lleve a cabo un proceso de fosforilación, esto es, de adición de un grupo fosfato a las proteínas que modifica. La fosforilación, a su vez, activa determinadas proteínas e inactiva otras. La proteína quinasa A consta de cuatro unidades, dos de carácter regulador y dos de naturaleza catalítica. Las unidades catalíticas son las que realizan la fosforilación, mientras que las reguladoras se encargan de inhibir las unidades catalíticas en caso de que sea necesario. Si la concentración de AMPc aumenta significativamente en la célula, las unidades reguladoras se sumarán a las moléculas en exceso para así inhibirlas. Entonces dejarán «caer» sus unidades catalíticas, ahora libres para emprender el proceso de fosforilación de las proteínas diana. 524 Cfr. M. Brunelli, V. Castellucci y E. R. Kandel, «Synaptic facilitation and behavioral sensitization in Aplysia: possible role of serotonin and cyclic AMP», 1178-1181; V. F. Castellucci, E. R. Kandel, J. H. Schwartz, F. D. Wilson, A. C. Nairn y P. Greengard, «Intracellular injection of the catalytic subunit of cyclic AMPdependent protein kinase stimulates facilitation of transmitter release underlying behavioral sensitization in Aplysia», 7492-7496. 525 Cfr. S. Siegelbaum, J. S. Camargo y E. R. Kandel, «Serotonin and cAMP close single channels in Aplysia sensory neurons», 413-417. 526 Cfr. E. Kandel, In Search of Memory. The Emergence of a New Science of Mind, 234. 527 Una analogía, salvadas las distancias y el nivel de sofisticación, la encontramos en el lenguaje humano. En frase de Wilhelm von Humboldt, el lenguaje consiste en el «uso infinito de medios finitos» (citado por N. Chomsky, «Language and freedom», 101). El éxito evolutivo reside en adaptarse de la mejor manera posible al medio (y, en el caso de la humanidad, en modificar el propio medio de acuerdo con sus intereses, lo que conlleva, como bien sabemos, cuantiosos problemas), esto es, de la forma más eficiente, que necesariamente pasa por un uso óptimo de los recursos disponibles. Si se logra ejercitar el mayor número posible de funciones con la mayor sencillez estructural, se habrá alcanzado un óptimo de eficiencia, gesta que será favorecida por la selección natural. 528 Puede decirse que si bien la facilitación a corto plazo es de naturaleza presináptica, la que discurre en un «plazo intermedio» implica proteínas quinasas pre y postsinápticas y síntesis proteica. Cfr. I. Jin, E. R. Kandel y R. D. Hawkins, «Whereas short-term facilitation is presynaptic, intermediate-term facilitation involves both presynaptic and postsynaptic protein kinases and protein synthesis», 46-102. 529 Cfr. J. C. Yin, M. Del Vecchio, H. Zhou y T. Tully, «CREB as a memory modulator: induced expression of a dCREB2 activator isoform enhances long-term memory in Drosophila», 107-115. En 1995, Bartsch descubrió que existen dos formas de la proteína CREB: la CREB-1, encargada de activar la expresión génica, y la CREB-2, cuya función consiste en suprimirla (cfr. D. Bartsch, M. Ghirardi, P. A. Skehel, K. A. Kart, S. P. Herder, M. Chen, C. H. Bailey y E. R. Kandel, «Aplysia CREB2 represses long-term facilitation: relief of repression converts transient facilitation into long-term functional and structural change», 979-992). Posteriormente, Kandel y Kausik descubrieron la proteína CPEB («cytoplasmic polyadenylation element-binding protein»). Esta proteína presenta, en su secuencia de aminoácidos, una terminación que posee las características de un prión, esto es, de una molécula que se perpetúa a sí misma. Los priones, hallados por el estadounidense Stanley Prusiner (1942-...) en su estudio de enfermedades neurodegenerativas, especialmente la de Creutzfeldt-Jakob (trabajo por el que recibió el premio Nobel de medicina o fisiología en 1997), constituyen un grupo de patógenos infecciosos de naturaleza
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proteica capaces de autorreplicación (cfr. S. Prusiner, «Molecular biology of prion diseases», 1515-1522). El neurotransmisor serotonina controla la conversión de la proteína CPEB de la forma inactiva a la activa. Activada, la CPEB es capaz de perpetuarse, para así mantener la síntesis proteica a nivel local, en las inmediaciones de la sinapsis, lo que contribuye a la consolidación de la memoria. Por otra parte, la proteína CPEB es altamente selectiva, de manera que sólo actúa en sinapsis específicas. 530 Cfr. B. Milner, L. R. Squire y E. R. Kandel, «Cognitive neuroscience and the study of memory», 450. 531 Cfr. J. O’Keefe y J. Dostrovsky, «The hippocampus as a spatial map: preliminary evidence from unit activity in the freely moving rat», 171-175. Cfr. también J. O’Keefe y L. Nadel, The Hippocampus as a Cognitive Map. 532 E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. M. Jessell, Principios de Neurociencia, 1266. 533 Cfr. L. R. Squire y E. R. Kandel, Memory: from Mind to Molecules, 212. 534 Cfr. T. Lomo, «Frequency potentiation of excitatory synaptic activity in the dentate area of the hippocampal formation», suppl. 27. Cfr. T. V. Bliss y T. Lomo, «Long-lasting potentiation of synaptic transmission in the dentate area of the anaesthetised rabbit following stimulation of the perforant path», 331-356. Sobre la LTP, cfr. también E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. M. Jessell, Principios de Neurociencia, 1264-1272. 535 Cfr. B. L. McNaughton, R. M. Douglas y G. V. Goddard, «Synaptic enhancement in fascia dentate: cooperativity among coactive afferents», 277-293; G. Lynch, J. Larson, S. Kelso, G. Barrionuevo y F. Schottler, «Intracellular injections of EGTA block induction of hippocampal long-term potentiation», 719-721. 536 Cfr. R. W. Tsien y R. Molinow, «Long-term potentiation: presynaptic enhancement following postsynaptic activation of – dependent protein-kinases», 147-159. 537 Cfr. M. G. Weisskopf, P. E. Castillo, R. A. Zalutsky y R. A. Nicoll, «Mediation of hippocampal long-term potentation by cyclic AMP», 1878-1882. 538 Cfr. T. Abel, P. V. Nguyen, M. Barad, T. A. S. Devel, E. R. Kandel y R. Bourtchouladze, «Genetic demonstration of a role for PKA in the late phase of LTP and in hippocampal-based long-term memory», 615-626. 539 Cfr. D. Zamanillo, R. Sprengel, O. Hvalby, V. Jensen, N. Burnashev, A. Rozov, K. M. Kaisen, H. J. Koster, T. Borchardt y P. Worley, «Importance of AMPA receptors for hippocampal synaptic plasticity but not for spatial learning», 1805-1811. 540 Cfr. J. Z. Tsien, P. T. Huerto y S. Tonegawa, «The essential role of hippocampal CA1 NMDA receptordependent synaptic plasticity in spatial memory», 1327-1338. 541 E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. M. Jessell, Principios de Neurociencia, 1267. 542 Cfr. J. M. Fuster, «Effects of stimulation of brain stem on tachistoscopic perception», 150. 543 Cfr. J. M. Fuster, «Excitation and inhibition of neuronal firing in visual cortex by reticular stimulation», 2011-2012. 544 Cfr. J. M. Fuster y G. E. Alexander, «Neuron activity related to short-term memory», 652-654. 545 Cfr. J. M. Fuster y J. P. Jervey, «Inferotemporal neurons distinguish and retain behaviorally relevant features of visual stimuli», 952-955. 546 Cfr. J. M. Fuster, M. Bodner y J. K. Kroger, «Cross-modal and cross-temporal association in neurons of frontal cortex», 347-351. 547 Para un desarrollo in extenso de esta hipótesis, cfr. J. M. Fuster, Memory in the Cerebral Cortex: An Empirical Approach to Neural Networks in the Human and Nonhuman Primate. 548 Cfr. N. Cowan, Attention and memory: An integrated framework. 549 Sobre el modo en que se organiza el hipocampo y el aprendizaje, cfr. E. T. Rolls y A. Treves, Neural Networks and Brain Function. 550 Cfr. R. Semon, Die Mneme als erhaltendes Prinzip im Wechsel des organischen Geschehens. Sobre las contribuciones de Semon a la ciencia, cfr. D. Schacter, Forgotten Ideas, Neglected Pioneers: Richard Semon and the Story of Memory. 551 L. R. Squire, Memory and Brain, 57. Como principales exponentes de esta postura, Squire cita a Cajal,
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Konorski, Hebb, Eccles y Kandel. 552 Ibíd. 553 Cfr. K. S. Lashley, «In search of the engram», 454-482. Sin embargo, con posterioridad a los trabajos de Lashley se comprobó que áreas específicas, como una prefrontal y otra posterior, desempeñaban un rol importante en el almacenamiento de la memoria (cfr. Ch. G. Gross, S. L. Chorover y S. M. Cohen, «Caudate, cortical, hippocampal and dorsal thalamic lesions in rats: alternation and Hebb-Williams maze performance», 53-68). De hecho, la evidencia disponible apunta a que el cerebro posee áreas funcionales especializadas, algunas de ellas extremadamente pequeñas (cfr. L. R. Squire, Memory and Brain, 63). 554 Cfr. E. R. John, F. Bartlett, M. Shimokochi y D. Kleinman, «Neural readout from memory», 893-924. 555 Cfr. E. R. John, «Switchboard versus statistical theories of learning and memory», 850-864. En este artículo, John afirma que «coherent temporal patterns in the average activity of anatomically extensive neural ensembles may constitute the neurophysiological basis of subjective experience». 556 Cfr. E. R. John y P. P. Morgades, «Neural correlates of conditioned responses studied with multiple chronically implanted moving microelectrodes», 412-425. 557 L. R. Squire, Memory and Brain, 64. 558 Célebre técnica para la creación de imágenes tridimensionales inventada en los años 40 por el científico anglo-húngaro Dennis Gabor —1900-1979—, hallazgo por el que obtuvo el premio Nobel de física en 1971. 559 Para una síntesis de las ideas de Pribram sobre el «no-localizacionismo», cfr. su obra Brain and Perception. Holonomy and Structure in Figural Processing. 560 Para una introducción a las ideas de Bohm, cfr. sus obras Fragmentation and Wholeness; Wholeness and the Implicate Order; The Undivided Universe: An Ontological Interpretation of Quantum Theory; Thought as System. 561 Ob. cit., 65. 562 Ob. cit., 66. 563 En palabras de Squire, «Memory is both distributed and localized. Memory is distributed in that no single memory center exists, and many parts of the neurons system participate in the representation of a single event. Memory is localized in that the representation of a single event involves a limited number of brain systems and pathways, and each part of the brain contributes differently to the representation» (Ob. cit., 123). 564 Cfr. R. Lorente del Nó, «Cerebral cortex. Architecture, intracortical connections, motor projections», en J. F. Fulton (ed.), Physiology of the Nervous System, 288-330. 565 Cfr. V. B. Mountcastle, «An organization principle for cerebral function», en F. O. Schmitt y F. G. Worden, The Neurosciences, 21-42. 566 Cfr. D. Hubel y T. Wiesel, «Receptive fields, binocular interaction and functional architecture in the cat’s visual cortex», 106-154. 567 Cfr. L. R. Squire, Memory and Brain, 73. 568 Cfr. G. Rizzolatti, L. Fadiga, L. Fogassi y V. Gallese, «Premotor cortex and the recognition of motor actions», 131-141. 569 Cfr. G. Rizzolatti y L. Craighero, «The mirror-neuron system», 174. 570 Remitimos a, entre otros trabajos, E. Kohler, C. Keysers, M. A. Umilta, L. Fogassi, V. Gallese y G. Rizzolatti, «Hearing sounds, understanding actions: action representation in mirror neurons», 846-848; L. Koski, M. Iacoboni, M. C. Dubeau, R. P. Woods y G. Rizzolatti, «The mirror-neuron system and imitation», en S. Hurley y N. Chater (eds.), Perspectives on Imitation: From Mirror Neurons to Memes. 571 Para una aproximación a los resultados más importantes obtenidos por Damasio en el curso de sus investigaciones sobre las bases neurales de las emociones, cfr. sus libros Descartes’ Error y The Feeling of What Happens: Body and Emotion in the Making of Consciousness. 572 Cfr., a modo de síntesis, J. E. LeDoux, «Emotion circuits in the brain», 155-184.
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Capítulo 12
Las emociones Una parte fundamental de la investigación neurocientífica que tiene lugar en nuestros días versa sobre un campo denominado «neurociencia afectiva»573. Esta área ha cobrado gran importancia en las últimas décadas, pero sus modernos inicios se remontan al siglo XIX. El estudio de la afectividad no sólo ha permitido explorar los lazos evolutivos inextricables que vinculan al ser humano con otras especies filogenéticamente más antiguas, sino que ha obligado, sobre todo en las últimas décadas, a replantear las relaciones entre la razón y las emociones, un tema clásico en la reflexión filosófica occidental que hoy se aborda con las herramientas más sofisticadas de las ciencias experimentales. Prácticamente ninguna actividad de las tantas que afrontamos cotidianamente permanece ajena al influjo de las emociones. La caracterización tradicional de las emociones como procesos eminentemente pasivos o reactivos, frente al rol activo y jerárquicamente superior que ejercería la razón humana (paradigma de las facultades más elevadas de nuestro psiquismo), se ha demostrado esencialmente incompleta. La efervescencia de trabajos sobre la neurociencia de las emociones que se han publicado en los últimos años ha puesto de relieve la centralidad de lo afectivo en procesos tan relevantes para la racionalidad humana como la toma de decisiones, el aprendizaje y la percepción de los acontecimientos que nos circundan. El mito de una razón absolutamente autónoma, que sin cesar se sobrepone a la «esclavitud de las pasiones», ha sido paulatinamente destronado del pedestal epistemológico, de reminiscencias platónicas y cartesianas, que había detentado durante siglos. El psicoanálisis le asestó un golpe muy duro a comienzos del siglo XX, pero el desarrollo de la neurociencia afectiva, liberada también de servidumbres freudianas y basada en una rigurosa indagación empírica sobre la neurobiología de lo afectivo, ha contribuido de modo inconmensurable a acentuar la primacía de lo emotivo en tareas clave de nuestra vida psíquica. Una figura pionera en el estudio de las emociones la encontramos en Charles Darwin. La infatigable actividad científica que llevó a cabo este gran maestro inglés, jalonada por hitos como su célebre On the Origin of Species (1859), obra capital en nuestra comprensión de los mecanismos que rigen la evolución de las especies, y The Descent of Man (1871), sin la que no podemos entender cabalmente la antropología contemporánea, se plasmó también en un estudio de enorme trascendencia sobre las emociones: The Expression of Emotions in Man and Animals, de 1872, cosecha de más de tres décadas de trabajo. En ella, Darwin enuncia tres principios sobre la expresión de las emociones en los animales574: 1) «The principle of serviceable habits»: lo que sirve para un determinado estado mental en ciertas circunstancias vale, en general, para un hábito asociativo. 2) «The principle of antithesis»: si se induce un estado mental directamente opuesto, 165
existe una tendencia involuntaria a realizar movimientos de naturaleza directamente opuesta. 3) «The principle of actions due to the constitution of the Nervous System, independently from the first of the Will, and independently to a certain extent of habit»; en virtud de él, ante un estímulo suficientemente intenso, el propio sistema nervioso evocará una respuesta, con independencia de la voluntad del individuo. Para Darwin, la indagación en la naturaleza de las emociones se revela iluminadora para manifestar la continuidad tan profunda que liga la especie humana con otros animales. El desarrollo de ciertas facultades mentales se nutre de emociones que predisponen al individuo para la adquisición de determinadas habilidades intelectuales. Por tanto, la fractura hipotética creada por el «salto» abrupto que separaría, de modo casi insalvable, las destrezas de los animales de las aptitudes del espíritu humano se desvanece inexorablemente. No estaríamos ante una «cisura» infranqueable entre las formas de vida más complejas y el surgimiento del psiquismo humano, sino que asistiríamos a una emergencia gradual de facultades. Muchas de ellas estriban en las distintas estructuras corporales. Para Darwin, parece claro que «la mayoría de las emociones más complejas son comunes a los animales superiores y a nosotros mismos»575. Emociones esenciales para el desarrollo de las capacidades mentales humanas, como la admiración y la curiosidad, se disciernen ya en los animales576. Algo similar sucede con actitudes como la imitación, de suma importancia para el aprendizaje, y ocurre, más aún, con la que quizás se encuentre revestida de una mayor relevancia para el progreso intelectual del ser humano: la atención577. Esta homología entre las emociones animales y las humanas constituye una de las grandes aportaciones de Darwin. Además, el naturalista inglés se percató de la persistencia de ciertos patrones emocionales a lo largo y ancho del reino animal y de la diversidad cultural humana. Analizó cuidadosamente las expresiones faciales asociadas a diferentes estados anímicos y propuso una serie de tipologías básicas. Emociones como la cólera, el temor, la sorpresa y la tristeza admitirían manifestaciones variadas, pero en último término remitirían a «arquetipos» universales de cada una de ellas. Esta idea, tenazmente criticada por muchos defensores del relativismo cultural (por ejemplo, Margaret Mead), ha recuperado su vigencia con los modernos estudios neurocientíficos, que enraizan las emociones en las mismas estructuras límbicas compartidas no sólo por los miembros de la familia humana, sino también por numerosas especies animales578. La psicología del último tercio del siglo XIX también se interesó por el estudio de las emociones. William James, un auténtico titán de esta disciplina, publicó el artículo «What is an emotion?» en la revista Mind en 1884, insatisfecho con la fijación en lo cognitivo y en lo volitivo que había concentrado las energías de los psicólogos precedentes. A juicio de James, la dimensión «estética» de la mente (esperanzas, placeres y dolores) había sido soslayada por la investigación fisiológica sobre las 166
funciones del cerebro, y quienes sí se habían aventurado a explorarla tendían a pensar que las emociones más relevantes eran el producto de una afección mental, cuya fuerza, excitada por la percepción de un determinado fenómeno, suscitaría una expresión corpórea. En cambio, el ilustre profesor de Harvard opinaba que los cambios corporales siguen directamente a la percepción del fenómeno cuyo dinamismo los origina, sin esa teórica intermediación «mental». Las emociones consistirían, por tanto, en la experiencia que posee el sujeto de alteraciones corpóreas acaecidas como respuesta a estímulos emotivos579. No se hallan mediadas por un juicio «intelectual» que las filtre, sino que emergen automáticamente cuando nos enfrentamos a ciertos estímulos aptos para desencadenarlas. Las emociones se asemejarían, en consecuencia, a hábitos580 firmemente arraigados en la psicología humana, que cristalizan en una serie de disposiciones corporales, pero no fluyen de una actividad «consciente» propia, de una elección racional que opte por expresar esta u otra emoción en virtud de la decisión libre asumida por el sujeto. En sintonía con la tesis de James (las emociones obedecen a respuestas fisiológicas estandarizadas con las que el sujeto se ha connaturalizado ante estímulos de carácter afectivo), el danés Carl Lange (1834-1900) publicó en 1885 un importante trabajo, Om Sindsbevaegelser, incluido en su monografía Über Gemüthsbewegungen. Eine psychophysiologische Studie, de 1887. Aparentemente sin tener constancia del trabajo de James, Lange había alcanzado conclusiones similares, por lo que el modelo propuesto por ambos vino a llamarse «la teoría de las emociones de James-Lange», de grandes repercusiones a finales del siglo XIX y principios del XX. Sin embargo, en los años 20, el fisiólogo norteamericano Walter Bradford Cannon (1871-1945), uno de los principales teóricos de la homeostasis y reconocido por sus numerosas contribuciones a la fisiología, sometió la teoría de James-Lange a un contraste empírico581. Para ello, realizó una serie de experimentos con animales. En ellos notó que la completa escisión quirúrgica entre las vísceras y el cerebro no perjudicaba significativamente las conductas emocionales. Por ejemplo, advirtió que, aun si los órganos sensoriales y motores de gatos decorticados habían sufrido daños profundos, estos animales todavía eran capaces de emitir respuestas emocionales, como las que Cannon llamó «sham rage» («rabia ficticia»). Las emociones no podían radicar entonces en la percepción de cambios corpóreos; de lo contrario, exigirían mantener intactos los órganos sensoriales y motores. Amparado en este hecho, así como en la evidencia de que los cambios corporales suelen ser demasiado lentos como para exhibir efectos destacables sobre la génesis de emociones, Cannon creyó haber refutado la teoría de James-Lange y esbozó, en su lugar, una hipótesis neuroanatómica que prestaba gran atención al papel desempeñado por el hipotálamo. En colaboración con Philip Bard (1898-1977), uno de sus doctorandos en Harvard y futuro presidente de la Asociación Americana de Fisiología (entre 1941 y 1946), Cannon desarrolló la que hoy se conoce como «teoría de Cannon-Bard sobre las emociones»582. Según este modelo explicativo, el hipótalamo juega un papel central en el procesamiento de las emociones, pero las 167
regiones evolutivamente más recientes, como las áreas neocorticales, inhiben las respuestas afectivas. Las emociones no representan conductas automatizadas ante estímulos parejos, sino que dimanan de un tamiz selectivo liderado por el neocórtex, esto es, por facultades cognitivas de orden superior que criban la expresión de los comportamientos afectivos, ahora controlados «de arriba abajo» (el famoso mecanismo «top-down»). La neurofisiología actual matiza las conclusiones de Cannon. Se ha comprobado, en efecto, que las respuestas emocionales disminuyen en intensidad si el cerebro de los animales yace desconectado de las vísceras. Además, cabe inducir determinadas emociones mediante sustancias como la colecistoquinina, péptido que provoca ataques de pánico. La idea matriz de la teoría de James-Lange, a saber, la estrecha relación entre emociones y corporalidad, representa aún hoy una tesis ampliamente aceptada en el seno de la comunidad científica583. Un avance ulterior en el estudio neurofisiológico de las emociones lo protagonizó el anatomista nortamericano James Papez (1883-1958), quien en 1937 publicó un influyente artículo titulado «A proposed mechanism of emotion»584. En este escrito, Papez, apoyado en las contribuciones de Cannon y Bard sobre el rol que ejerce el hipotálamo en la dinámica afectiva, sugirió un esquema para el circuito neural central de las emociones, hoy denominado «circuito de Papez». De acuerdo con la hipótesis barajada por Papez, los mensajes sensoriales de naturaleza emocional llegan al tálamo, y desde él se dirigen hacia el córtex y el hipotálamo: surgen dos corrientes de estímulo, una «hacia arriba» (hacia las cortezas y las áreas de control cognitivo) y otra «hacia abajo», más puramente sensitiva y más íntimamente vinculada a las respuestas corporales. El córtex cingular se encarga de integrar las señales procedentes del hipotálamo con la información que le suministra el córtex sensorial, así como de emitir una serie de mensajes destinados al hipocampo y al hipotálamo que propician un control «de arriba abajo» sobre la respuesta emocional. Por tanto, la tesis principal de Papez sostiene que el estímulo sensorial de índole emotiva se bifurca en dos señales, una más cercana a lo cognitivo y otra más próxima a lo sensible. El modelo de Papez logra ofrecer una explicación específica de la forma en que el hipotálamo y las cortezas cerebrales se conectan a la hora de procesar, neuroanatómicamente, las emociones. El trabajo de Papez representó un hito relevante en la historia de la neurociencia afectiva, porque trazó un mecanismo anatómico prolijo y convincente que permitía sintetizar los papeles desempeñados por, respectivamente, lo cognitivo y lo sensitivo en el procesamiento de las emociones. Sin embargo, hasta la publicación de las investigaciones del también estadounidense Paul D. MacLean, a quien ya nos hemos referido con anterioridad por sus ideas sobre la arquitectura tripartita del cerebro humano, no se dispuso de un esquema neuroanatómico más perfeccionado que enfatizase la función capital del sistema límbico. En un notable artículo de 1949, MacLean585 ampliaba los modelos de Cannon, Bard y Papez gracias a incorporar una serie de datos provenientes del estudio del lóbulo 168
temporal. Una década antes, en 1939, el psiquiatra alemán Heinrich Klüver (1897-1979) y el neurocirujano estadounidense Paul Bucy (1904-1992) habían constatado que la retirada bilateral de los lóbulos temporales en monos desembocaba en síntomas característicos, cuyos efectos más sonoros eran una pérdida de reactividad emocional (la «ceguera psíquica»: los animales observan una y otra vez el mismo objeto sin familiarizarse con él), una excesiva atención a los estímulos aferentes, la tendencia a explorar objetos con la boca, una actividad sexual desbocada y modificaciones extrañas en sus conductas alimenticias586. El llamado «síndrome de Küver-Bucy» ponía de relieve la estrecha conexión entre los lóbulos temporales y las emociones. MacLean, quien conocía las investigaciones de Klüver y Bucy y buscaba un paradigma neuroanatómico sobre el procesamiento emocional, se dio cuenta de la necesidad de elucidar el papel de los lóbulos temporales. Planteó una hipótesis: el cerebro humano consta de tres partes anatómicamente diferenciadas. La más antigua en términos evolutivos, la «reptiliana», comprendería áreas como los complejos estriados y los ganglios basales, y en ella se asentarían emociones ancestrales como el miedo y la agresividad. El cerebro «mamífero» o «visceral» (más tarde designado como «sistema límbico»)587 produciría emociones sociales capaces de expandir significativamente el círculo afectivo reptiliano. Órganos tan relevantes como el tálamo, el hipotálamo, el hipocampo y el córtex cingular (todos ellos componentes del circuito de Papez), además de otros como la amígdala, conformarían este sistema. Las regiones cerebrales que han surgido en períodos más recientes de la evolución se circunscribirían principalmente al neocórtex, clave en la interrelación entre lo cognitivo y lo emocional, y por tanto elemento posibilitador de un control «de arriba abajo» sobre las respuestas afectivas. Como escribe Dagleish, «la idea esencial de MacLean era que las experiencias emocionales integran sensaciones procedentes del mundo con información originada en el cuerpo»588. Si bien preservaba la quintaesencia de la hipótesis formulada por William James más de medio siglo antes sobre el efecto de determinados fenómenos en las alteraciones corporales, su esquema contemplaba una integración entre los estímulos y nuestra percepción del mundo, proceso mediado por el sistema límbico. La aportación fundamental de MacLean estriba, así pues, en su descubrimiento del rol que ostenta el sistema límbico en el dinamismo de las emociones, y en cómo las estructuras neuroanatómicas subyacentes las compartimos los humanos con otras especies de mamíferos evolutivamente más antiguas. De hecho, gran parte de la investigación neurocientífica sobre las emociones y la afectividad posterior a MacLean se ha centrado en esclarecer las estructuras y las funciones de los órganos incluidos en el sistema límbico, aunque también han surgido críticas al concepto de «sistema límbico», que nos obligan a matizar muchas de las afirmaciones sobre el papel de algunos de sus órganos en los mecanismos emocionales589. El conocimiento del papel de la amígdala en las emociones se vio extendido por el trabajo de, entre otros, Lawrence Weiskranz (1926-...). En en los años 50, este psicólogo británico llevó a cabo una serie de experimentos con monos. En ellos mostró que las 169
lesiones bilaterales en la amígdala bastaban para inducir la mayoría de las extrañas conductas emocionales registradas por Klüver y Bucy en la década de los 30590. Además, también se comprobó que estos daños causaban alteraciones en el comportamiento social de los monos, lo que no hizo sino confirmar la centralidad de la amígdala en las dinámicas emocionales de muchos mamíferos, el ser humano inclusive591. Por ejemplo, en los años 80 se descubrió que el deterioro de este órgano podía ocasionar graves trastornos en el reconocimiento de rostros y en la expresión facial de determinadas emociones, hallazgo validado gracias al uso de técnicas de neuroimagen como la tomografía por emisión de positrones y la resonancia magnética funcional592. Se ha detectado también una estrecha dependencia entre la amígdala y la capacidad de prestar atención, probable evidencia de un control cognitivo («de arriba abajo», top down) sobre lo emocional. El hipotálamo, por su parte, otro órgano esencial del sistema límbico de MacLean, parece involucrado en fenómenos emocionales asociados al sentimiento de recompensa (en esta tarea intervendría el córtex prefrontal)593, aunque se hallaría insertado en una red neuroanatómica más dilatada, en cuyo seno también figurarían el córtex prefrontal, la amígdala y el estriado ventral594. El papel del córtex prefrontal en el dinamismo de las emociones ya se había vislumbrado en el siglo XIX. Conocida es la severa lesión que el operario de ferrocarriles norteamericano Phineas Gage (1823-1861) sufrió en el lóbulo frontal. En 1848, mientras manipulaba explosivos durante la construcción de una línea de tren, una detonación desafortunada provocó que una barra de metal de aproximadamente un metro de longitud y unos seis kilos de peso le atravesase el cráneo y, después de perforar el córtex cerebral anterior, saliese disparada y alcanzara una distancia de casi veinte metros. Phineas sobrevivió a tan aparatoso accidente, pero el feliz milagro no pudo esconder que cambios profundos e irreversibles habían alterado su personalidad. El caso de Phineas Gage subrayaba, al menos de modo incipiente, el influjo del córtex prefrontal sobre las conductas emocionales, pero no ha sido hasta bien entrado el siglo XX cuando se han desarrollado modelos teóricos globales en torno al funcionamiento de las emociones humanas, dotados de suficiente fuerza explicativa como para clarificar el papel ejercido por los distintos órganos y circuitos neurales. Un refinamiento de la teoría de James-Lange ha dado lugar a resultados interesantes sobre la relación entre la información corporal, los sistemas cognitivos y la expresión de las emociones, como los delineados por los psicólogos estadounidenses Stanley Schachter (1922-1997), Jerome Singer (1934-2010)595 y el científico cognitivo norteamericano (de origen austriaco) George Mandler (1924-...)596. En las últimas décadas, los trabajos del portugués Antonio Damasio y su equipo han inaugurado nuevos horizontes teóricos y experimentales en la exploración de las emociones. Damasio ha examinado detenidamente el papel de lo corporal en la neurociencia afectiva y ha formulado la hipótesis del marcador somático597. Según ella, fenómenos revestidos de un peso emocional importante para el sujeto se encuentran asociados a determinadas 170
reacciones fisiológicas. Esta tesis posee un precedente reseñable en las investigaciones del ya citado Walle Nauta. El neuroanatomista holandés había hablado de «marcadores interoceptivos» en los años 70598, concepto muy cercano al de Damasio, para quien los marcadores somáticos constituyen señales fisiológicas que permiten trazar una «historia» emotiva de los acontecimientos a cuyas vicisitudes se enfrenta el individuo. Damasio conjetura que los marcadores somáticos se procesan en la región ventromedial de la corteza prefrontal, inspirado en su trabajo con pacientes que padecen lesiones en esta área del cerebro. El psicólogo norteamericano Richard Davidson (1951), por el contrario, atribuye un rol distinto al córtex prefrontal599. A su juicio, distintas áreas pertenecientes a la corteza prefrontal envían señales «sesgadas» (‘bias signals’) a otras regiones cerebrales para desencadenar aquella conducta emotiva que mayores réditos adaptativos reporte. Este mecanismo conferiría un cierto grado de independencia sobre respuestas emocionales inmediatas condicionadas por una excesiva carga afectiva. El debate continúa abierto. Los progresos en el entendimiento neurocientífico de las emociones protagonizados desde el siglo XIX han sido muy fecundos, y sólo cabe esperar que técnicas más potentes, metodologías experimentales más sofisticadas (como la estimulación magnética transcraneal) y modelos teóricos más refinados fructifiquen en descubrimientos prometedores en las próximas décadas. Persisten, no obstante, numerosas incógnitas sin despejar, como por ejemplo el modo específico de interacción entre las distintas regiones involucradas en el denominado «sistema límbico». Nuevamente, una pregunta profunda se cierne sobre la neurociencia: la relación entre la parte y el todo en el cerebro humano. Los investigadores han dilucidado la estructura y la funcionalidad de diversos órganos y regiones cerebrales, pero cómo se integran para ofrecer una respuesta emocional unificada permanece aún en la oscuridad, si bien es probable que avances próximos ayuden a resolver este misterio. Además, y dada la estrecha dependencia que existe entre lo emotivo y lo cognitivo, un enigma importante, aún no iluminado de forma adecuada, se refiere a los términos precisos en que acontece esta conexión. Sin embargo, responder a este interrogante no será posible hasta que la ciencia no haya esclarecido muchas de las cuestiones sobre la naturaleza del lenguaje y de la conciencia que todavía esquivan una cabal comprensión neurocientífica y psicológica. Mientras no se logre este objetivo, no habremos desentrañado el verdadero funcionamiento de las emociones (de las «normales» y de las patológicas, implicadas en trastornos tan difundidos en nuestra época como la depresión), y difícilmente conseguiremos desarrollar una teoría sistemática de la mente humana. 573 Sobre este campo, una obra de referencia es la escrita por J. Pankseep, Afective Neuroscience: the Foundations of Human and Animal Emotions. 574 Cfr. J. D. Watson (ed.), Darwin: the Indeleble Stamp: the Evolution of an Idea, 1082-1083. Sobre las ideas de Darwin en torno a las emociones, cfr. J. Hodge y G. Radick (eds.), The Cambridge Companion to Darwin, 92115. 575 Ch. Darwin, The Descent of Man, and Selection in Relation to Sex, 75. 576 Cfr. ob. cit., 76.
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577 Cfr. ob. cit., 78. 578 Sobre la larga discusión entre relativismo y universalismo en el estudio de las emociones, cfr. P. Ekman (ed.), Darwin and Facial Expression: A Century of Research in Review. 579 W. James, «What is an emotion?», 190. 580 La teoría de William James sobre los hábitos, también de gran influencia en la psicología posterior, la encontramos contenida en el capítulo cuarto de sus Principles of Psychology. 581 W. B. Cannon, «The James-Lange theory of emotions: a critical examination and an alternative theory», The American journal of psychology, 567-586. 582 Ph. Bard, «On emotional expression after decortication with some remarks on certain theoretical views: Part I», 309. 583 Cfr. T. Dagleish, «The emotional brain», 582. 584 J. W. Papez, «A proposed mechanism of emotion», 725. 585 P. D. MacLean, «Psychosomatic disease and the «visceral brain» recent developments bearing on the papez theory of emotion», 338-353. 586 H. Klüver y P. C. Bucy, «Preliminary analysis of functions of the temporal lobes in monkeys», 979. 587 P. D. MacLean, «Some psychiatric implications of physiological studies on frontotemporal portion of limbic system (visceral brain)», 407-418. 588 T. Dagleish, «The emotional brain», 583. 589 Ibíd., J. E. LeDoux, The Emotional Brain: The Mysterious Underpinnings of Emotional Life. 590 L. Weiskrantz, «Behavioral changes associated with ablation of the amygdaloid complex in monkeys», 381. 591 T. Dagleish, «The emotional brain», 584. 592 C. M. Leonard et al., «Neurons in the amygdala of the monkey with responses selective for faces», 159176; R. Adolphs et al., «Impaired recognition of emotion in facial expressions following bilateral damage to the human amygdala», 669-672. 593 Así lo pondrían de relieve los trabajos del psicólogo norteamericano Orval Mowrer en los años 50 y 60 y, más recientemente, del neurocientífico inglés Edmund Rolls (The Brain and Emotion). 594 T. Dagleish, «The emotional brain», 587. 595 S. Schachter y J. Singer, «Cognitive, social, and physiological determinants of emotional state», 379. 596 G. Mandler, Mind and Emotion. 597 A. Damasio et al., «The somatic marker hypothesis and the possible functions of the prefrontal cortex [and discussion]», 1413-1420. 598 W. J. H. Nauta, «The problem of the frontal lobe: a reinterpretation», 167-187. 599 R. J. Davidson et al., «Approach-withdrawal and cerebral asymmetry: Emotional expression and brain physiology: I.», 330.
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Capítulo 13
El lenguaje El lenguaje articulado constituye una de las características más notables de la especie humana. Su origen, acontecimiento tan discutido como oscuro, rubrica uno de los hitos más sobresalientes de la larga trama evolutiva. Resulta imposible comprender los éxitos jalonados por el ser humano sin prestar atención al influjo decisivio de sus habilidades lingüísticas. Sin comunicación articulada como la que propicia el lenguaje humano, difícilmente podríamos concebir la sociedad, el arte o la ciencia. Toda cultura humana requiere, de una u otra forma, del concurso de una aptitud para el lenguaje articulado que ha sellado nuestro destino evolutivo en los últimos milenios. Ni siquiera la experiencia autoconsciente es imaginable sin un simbolismo que remite a alguna clase de lenguaje. La reflexión filosófica y psicológica sobre la naturaleza del lenguaje data de la antigüedad. Pensemos en las famosas disquisiciones del Crátilo de Platón o en las reflexiones de Aristóteles, estrechamente vinculadas a sus trabajos como incipiente biólogo. Sin embargo, sólo a partir del siglo XIX se inició una investigación estrictamente neuroanatómica sobre las bases de esta habilidad tan extraordinaria que posee nuestra especie para comunicarse, de manera prácticamente ilimitada, con un número sumamente restringido de sonidos. Como tuvimos ocasión de comentar a propósito de los descubrimientos de Broca y Wernicke, el estudio decimonónico de las afasias vertió una luz muy valiosa sobre la lateralización cerebral de la función lingüística y esbozó nuevos horizontes para entender cómo funciona la mente humana. Al enfoque estrictamente neuroanatómico cabe añadirle los desarrollos que ha experimentado la ciencia cognitiva en la segunda mitad del siglo XX. Una conjunción de neurobiología, psicología y comprensión histórica sobre la evolución de determinadas familias lingüísticas ha permitido sentar las bases para un planteamiento fructífero del problema, cuya solución parece exigir una perspectiva interdisciplinar, similar a la que han adoptado las aproximaciones inspiradas en la ciencia cognitiva. Como indicamos a propósito de las emociones, las teorías de Darwin sobre la evolución de las especies grabaron una huella indeleble en la ciencia de la segunda mitad del siglo XIX, y obligaron a examinar muchas incógnitas sobre el psiquismo humano desde la óptica de una continuidad filogenética entre la humana y otras especies animales. El propio Darwin consagró una parte importante de su libro El Origen del Hombre, de 1871, a investigar las propiedades del lenguaje humano y su enraizamiento evolutivo en habilidades adquiridas por otras especies del reino animal. Para Darwin, las facultades superiores de la mente humana habrían resultado de una mejora en las formas de memoria, atención, asociación e incluso imaginación y raciocinio que existen ya en otros animales. Así, las manifestaciones más complejas habrían evolucionado a partir del desarrollo y de la combinación de las más simples600, pues no es fácil (y probablemente tampoco sea posible) establecer un hiato radical entre la ausencia de capacidad de abstracción y su presencia, ni en los salvajes ni en los niños. Incluso en el caso del 173
lenguaje articulado, para muchos el epítome de una facultad propiamente humana que no se encuentra en las demás especies, signo preeminente, por tanto, de nuestra excepcionalidad, Darwin aprecia una progresión. Aunque el lenguaje articulado es exclusivo de los humanos, es preciso advertir que mantiene elementos de inarticulación (gestos, movimientos faciales, etc.), puestos de relieve de manera ostensible en los actos lingüísticos asociados a sensaciones primarias como el dolor, el miedo, la sorpresa y la cólera601. Por otra parte, los animales pueden entender sonidos articulados, como en el caso de los perros, y reproducirlos (pensemos en los loros). Desde una perspectiva «anatómica», no parece suscitarse problema alguno si explicamos el desarrollo de determinados órganos estrechamente vinculados al lenguaje mediante la adquisición de una estructura corporal evolucionada a partir de la existente en otras especies animales. Lo propio del lenguaje humano es «una capacidad casi infinitamente mayor de asociar los más diversos sonidos e ideas, lo que depende, obviamente, del desarrollo superior de sus capacidades mentales»602. Es interesante notar que Darwin habla de «asociación», lo que sugiere que el lenguaje articulado, al menos a nivel sintáctico, puede explicarse a través de la combinación de diferentes elementos primarios que podrían ser aprendidos por animales menos desarrollados. La noción de «asociación» presenta, para la perspectiva evolucionista, la ventaja de permitir descomponer lo complejo en lo simple. Este proceso posibilita ofrecer explicaciones «infraestructurales» para los niveles «superiores». De acuerdo con el gran lingüista alemán Wilhelm von Humboldt (1767-1835), en el lenguaje se produce un «uso infinito de medios finitos»603. Con un número limitado de elementos combinatorios se logra una cantidad potencialmente infinita de estructuras sintácticas, tan sólo constreñida por la finitud del espacio y del tiempo, fatalidad que impide una efectiva utilización infinita. El problema, en todo caso, reside en la diferencia palmaria entre los órdenes sintáctico y semántico: no tanto en la capacidad de construir frases articuladas (combinaciones de elementos primarios) como en la aptitud para comprender su sentido. Aunque la variabilidad potencialmente infinita de estructuras sintácticas obtenibles desde un número limitado de elementos lingüísticos explique, por una conjunción de procedimientos asociativos extendidos a lo largo del tiempo, el surgimiento del lenguaje, cómo es posible que determinados animales evolucionados entiendan, esto es, cultiven no sólo la sintáctica, sino también la semántica, todavía constituye un profundo enigma. El loro que recita frases articuladas actúa como un agente sintáctico, pero no hay evidencia de que comprenda lo que enuncia, ni de que se halle facultado para convertirse él mismo en partícipe de una comunicación dotada de sentido. Podría objetarse al planteamiento de «máximos» aquí expuesto sobre la semántica que, en realidad, todo aprendizaje y toda comunicación lingüística responden a un ejercicio asociativo, a una generalización, sin que se alcancen «conceptos» propiamente dichos, abstracciones auténticas, «semántica» stricto sensu. Aprender consistiría en asociar distintos estímulos con diferentes respuestas, no en captar un hipotético 174
contenido noético que exija el empleo de una facultad intelectual de índole semántica, capaz de «abstraer» la universalidad de la individualidad de la materia. Nunca se llegaría a un concepto puro, sino que siempre contemplaríamos una imagen, una asociación, una generalización, en la línea marcada por el empirismo clásico y, en especial, por David Hume en su An Inquiry Concerning Human Understanding (1748). Toda idea se hallaría encadenada a una impresión, a una sensación al fin y al cabo, no a una «abstracción» puramente intelectual que la desligase irremisiblemente del acontecer del mundo material, como podría sugerir una posición de corte racionalista o dualista. Bien sabemos, tras el auge de la revolución cognitiva en los años 60 frente al conductismo, que reducir el lenguaje o el aprendizaje a una simple concatenación de estímulos y respuestas, por sofisticada que resulte, es del todo insuficiente, pero a escala evolutiva, y sobre todo cuando abordamos el origen de esas mismas facultades, el halo de misterio exhibe tal envergadura que ninguna explicación merece ser descartada. El elemento «cognitivo» podría haberse adquirido en un determinado momento de la evolución, y a partir de él no tendría ya sentido adoptar una tesis conductista; sin embargo, se habría llegado hasta él a través de mecanismos susceptibles de una justificación científica en términos de estímulos y respuestas. Darwin reconoce que el lenguaje no posee naturaleza instintiva604, sino «racional», pero es consciente de que los animales manifiestan formas de aprendizaje notablemente sofisticadas, aunque se guíen, en gran medida, por instintos. Así ocurre, por ejemplo, con los cantos de algunas especies de aves. El aprendizaje de estos y de otros comportamientos de notorio refinamiento obedece a una combinación de imitación y de asociación, por lo que a partir de elementos «primarios» sería teóricamente posible dilucidar formas más complejas sin recurrir a una supuesta capacidad de abstracción, exclusiva del intelecto humano. Inspirado en las ideas de autores como Hensleigh Wedgwood605 y Max Müller606, Darwin postula que el lenguaje «debe su origen a la imitación y modificación de diversos sonidos naturales, a las voces de otros animales y a los propios gritos instintivos del hombre, ayudados por signos y gestos»607. No podemos olvidar que el debate sobre el origen del lenguaje había alcanzado, en la época en que Darwin sistematizó sus teorías, su punto álgido. Se propusieron tantas hipótesis y se proporcionaron tan pocas evidencias en su apoyo que la Société de Linguistique de París optó, en 1866, por excluir de sus publicaciones los artículos que versasen sobre esta temática608. En sus libros, Darwin brindó su propia explicación, de corte evolucionista: las lenguas, como los seres orgánicos, experimentaron transformaciones en sus respectivas estructuras, y «las lenguas y dialectos dominantes se difundieron ampliamente, provocando la extinción gradual de otros idiomas»609. Las lenguas no se habrían creado por un proceso consciente y deliberado, sino de manera ametódica. Ni siquiera la enorme complejidad gramatical que acrisolan las lenguas más arcaicas probaría, para el gran naturalista inglés, que fuesen el fruto de una «creación especial». Aun consciente de que toda teoría relativa al origen del lenguaje entra en un área sumamente especulativa, Darwin cree que 175
la imitación y la asociación ofrecen los mecanismos válidos para explicar la génesis del lenguaje articulado. No aclara si se trata de mecanismos necesarios, suficientes o de ambos tipos, y si bien reconoce que no podemos saber por qué los simios no han desarrollado sus facultades intelectuales tanto como el ser humano, estima que capacidades consideradas exclusivas del hombre (tales como el poder de abstracción) se incoan ya en ciertas especies animales. Por su parte, el descubrimiento de la lateralización cerebral de la función lingüística a mediados del siglo XIX abrió un horizonte novedoso en el estudio científico de la mente610. Las conclusiones extraídas del estudio de las afasias se revelaron trascendentales para nuestra comprensión de las bases neuroanatómicas del lenguaje. El examen de los tres tipos principales de afasia, la de Broca (grave déficit en la producción de lenguaje, así como dificultades para comprender oraciones investidas de gran complejidad gramatical), la de Wernicke (daño severo en la capacidad de entender el lenguaje) y la de conducción (lesión en el fascículo arqueado que conecta el área de Broca con la de Wernicke, lo que causa un deterioro en la producción de lenguaje, patente en el uso incorrecto de las palabras), auspició la elaboración de modelos teóricos afanados en reconciliar dos paradigmas rivales: localizacionismo (libre ya de la sospecha de ocultar un planteamiento frenológico) y conexionismo. Fue el propio Wernicke quien sugirió una perspectiva estrechamente relacionada con el «procesamiento distribuido» de la función cerebral: a diferencia de las perceptivas y motoras, más fácilmente situables en extensiones concretas del encéfalo, las funciones psíquicas más complejas no se ubicarían en una región específica, sino que dimanarían de interconexiones entre diversas áreas cerebrales. Los elementos fundamentales que configuran las conductas psíquicas más sofisticadas corresponden a áreas particulares, pero la función como un todo brota de un procesamiento integrado, que necesariamente involucra áreas diversas. El lenguaje, por ejemplo, exige el concurso de habilidades sensoriales y motoras, así como de capacidades semánticas (referidas a la comprensión) y sintácticas (vinculadas a la producción de frases bien formadas). La lesión de las regiones cerebrales que sustentan estas operaciones altera notablemente la función lingüística, pero dicha actividad no se identifica con ninguna área en exclusiva, sino con un procesamiento coordinado que implica todas aquellas regiones asociadas, de un modo u otro, a la emisión y recepción de lenguaje. El modelo de Wernicke constituyó una de las primeras tentativas de proporcionar un marco global sobre el lenguaje, cuya sistemática recogiera tanto los elementos sensoriales como los motores inextricablemente unidos a la capacidad lingüística que ostentan los seres humanos. Según Wernicke, los programas sensorial y motor del lenguaje se articularían de la siguiente manera: el programa motor, encargado de dirigir los movimientos bocales esenciales para el habla, se localizaría en el área de Broca; el programa sensorial, ligado a la percepción del lenguaje, se controlaría desde el área de Wernicke, que se encuentra rodeada por el área auditiva y por regiones del córtex asociativo (integradoras de sensaciones auditivas, visuales y somáticas). En palabras de Kandel, 176
conforme a este modelo, las percepciones auditivas o visuales iniciales del lenguaje se forman en áreas sensoriales particulares del córtex especializadas en información auditiva o visual. Las representaciones neurales de estas percepciones se transmiten entonces a un área de asociación del córtex especializada en información tanto visual como auditiva (el giro angular). Aquí, las palabras habladas o escritas se transforman en una representación neural común, un código compartido por el habla y la escritura. Este código se transmite desde el giro angular hasta el área de Wernicke, donde se reconoce como lenguaje611.
En el área de Wernicke, el código neural se relacionaría con un significado, esto es, con una habilidad semántica que le permita al sujeto comprender el contenido del lenguaje. Posteriormente, el código neural se transmitiría desde el área de Wernicke hasta la de Broca, en cuyo seno se convertiría en una representación motora, susceptible de expresión oral o escrita. Podemos comprobar la gran importancia que el modelo de Wernicke atribuye no sólo al papel desempeñado por áreas concretas, sino también a la conexión entre estas regiones para un correcto ejercicio de las habilidades lingüísticas. De hecho, la afasia de conducción surge, como hemos indicado, cuando se lesionan las vías que enlazan el área de Broca con la de Wernicke, daño que impide una correcta utilización de las palabras. El neurólogo norteamericano Normand Geschwind (1926-1984) aquilató el modelo de Wernicke en los años 60 y 70612. Según su marco explicativo, al escuchar una palabra, la información auditiva se transmite hasta el nervio auditivo y el núcleo geniculado medial; desde allí se desplaza hasta el córtex auditivo primario y el córtex auditivo de nivel superior, para posteriormente recalar en el giro angular, ubicado en el córtex asociativo parieto-temporo-occipital. En esta zona se integrarían los estímulos auditivos, visuales y táctiles, y la información resultante se procesaría en el área de Wernicke (comprensión del lenguaje), para después activar el área de Broca (producción del lenguaje). Recientemente, la exploración de determinadas áreas subcorticales (como el tálamo izquierdo y el núcleo caudado izquierdo) ha obligado a relativizar algunas de las afirmaciones implícitas en el modelo de Wernicke-Geschwind, cuyo eje gravita principalmente en torno al análisis de áreas corticales613. Las investigaciones de Wernicke, como, en general, todos los descubrimientos concernientes a la asimetría funcional del cerebro humano, dotaron de legitimidad a tesis de carácter marcadamente localizacionista. El ya mencionado Brodmann publicó su famosa distribución citoarquitectónica de la corteza cerebral en 1909. Sin embargo, y por influjo de importantes psicólogos como el británico Henry Head (1861-1940) y el norteamericano Karl Lashley614, se impuso también una atmósfera anti-localizacionista: funciones mentales como el aprendizaje y el lenguaje no se ubicarían en regiones concretas del córtex cerebral, sino que germinarían de la actividad agregada de distintas zonas. No fue hasta después de los años 30 cuando, gracias a disponer de nuevas evidencias experimentales, el trabajo de científicos como Edgar Adrian, Wade Marshall y Philip Bard contribuyó decisivamente a afianzar la idea de una organización somatotópica del córtex cerebral, al mismo tiempo que Wilder Penfield (quien estimuló la corteza cerebral de pacientes epilépticos) confirmaba en encéfalos in vivo las conclusiones alcanzadas por Broca y Wernicke en el siglo XIX. 177
En el contexto de la polémica entre localizacionismo y anti-localizacionismo, destaca también el trabajo del psicólogo Alexander Luria (1902-1977). Este investigador ruso, uno de los discípulos más eminentes de Lev Vygotsky (1896-1934), enarboló la bandera de un estudio histórico-cultural del desarrollo del lenguaje. Su enfoque atribuía gran relevancia a la interacción social del niño con la comunidad en el aprendizaje del lenguaje, y se oponía, en cierto modo, a las perspectivas de corte innatista difundidas por autores como el suizo Jean Piaget (1896-1980)615. Luria propuso una sistematización de las actividades cerebrales más complejas en tres bloques fundamentales: las estructuras centroencefálicas y límbicas, encargadas de dirigir la atención hacia el objetivo anhelado; las áreas sensoriales primarias, secundarias y terciarias, receptoras e integradoras de las percepciones; finalmente, un tercer bloque funcional situado a nivel del córtex prefrontal, que se involucraría en tareas de planificación, toma de decisiones y control de la respuesta adaptativa. Como vemos, el esquema de Luria incorpora dos prismas, uno localizacionista y otro-antilocalizacionista, en la caracterización funcional del psiquismo superior humano. En las últimas décadas, la utilización de las técnicas de neuroimagen ha revelado importantes datos sobre el lenguaje. Los estudios realizados por los estadounidenses Michael Posner (1936-...) y Marcus Raichle han refinado los modelos teóricos ulteriores al planteado por Wernicke mediante un hallazgo: las vías de procesamiento para estímulos lingüísticos orales y visuales difieren. El área de Wernicke se activa cuando el sujeto escucha las palabras (presentación oral), no cuando observa los vocablos en un texto sin oírlos pronunciar616. Por otra parte, los descubrimientos más recientes han acentuado el papel esencial que juegan áreas del hemisferio cerebral derecho en aspectos fundamentales para la actividad lingüística como la prosodia (énfasis, pronunciación, ritmo y entonación) y la pragmática (la relación entre el signo lingüístico y el hablante: su uso y su contexto comunicativo), lo que relativizaría la tradicional —y excluyente— vinculación del lenguaje con el hemisferio izquierdo617. El uso de la neuroimagen, conjugado con el ángulo teórico que ofrece la teoría computacional de la mente y los estudios sobre el procesamiento jerárquico de la información en el cerebro, ocupa un lugar central en las investigaciones actuales sobre el lenguaje618. En paralelo al tratamiento neurocientífico, cabe subrayar la importancia de las discusiones que han mantenido los cultivadores de la ciencia cognitiva en torno a la naturaleza del lenguaje y a su posible explicación evolutiva, cuyos ecos aún hoy resuenan. No podemos detenernos a profundizar en estos debates, en ocasiones enconados, pero sí es preciso aludir a la trascendencia de la obra de Noam Chomsky (1928-...), porque sus repercusiones se han dejado sentir en la práctica totalidad de áreas de la lingüística. Las teorías de Chomsky han suscitado firmes defensas y agrios rechazos, pero su influencia en la lingüística contemporánea resulta innegable. Opuesto al enfoque conductista de Skinner, quien contemplaba el lenguaje como una concatenación de respuestas a estímulos externos, Chomsky revolucionó la lingüística al proponer que el ser humano goza de una habilidad innata para aprender las estructuras 178
sintácticas subyacentes a cualquier lenguaje natural. El niño, aun sometido a una intrigante pobreza de estímulo, consigue dominar toda una lengua con desenvoltura en un tiempo asombrosamente breve. Chomsky recuperó algunas ideas que se retrotraen a los filósofos racionalistas del siglo XVII y a autores de la época romántica como Humboldt, y sugirió que la extraordinaria habilidad de los humanos para adquirir lenguaje estriba en la existencia de una «gramática universal», común a todas las lenguas. El lenguaje, lejos de reducirse a un entrelazamiento de estímulos y respuestas, constituye un proceso creativo: el hablante combina un número limitado de estructuras sintácticas en un número irrestricto de oraciones potenciales. Mediante una serie de reglas, transforma las estructuras sintácticas básicas en desarrollos más complejos619. Esta capacidad ha de ser innata, transmitida genéticamente y quizás vinculada a un órgano cerebral específico, pero en ningún caso aprendida; de lo contrario, no justificaríamos la facilidad desconcertante que poseen los niños para familiarizarse con una lengua natural. En palabras del lingüista norteamericano, la gramática generativa de una lengua particular (donde «generativa» sólo significa «explícita») es una teoría cuyo objeto es la forma y el significado de las expresiones de esa lengua. Se pueden imaginar muchas formas diferentes de enfocar estas cuestiones, muchos puntos de vista se pueden adoptar para tratarlas. La grmática generativa se limita a sí misma a ciertos elementos del panorama general. Su punto de vista es el de la psicología del individuo. Le interesan los aspectos de la forma y el significado que están determinados en la «facultad lingüística», que se concibe como un componente particular de la mente humana. La naturaleza de esta facultad es el objeto de una teoría general de la estructura lingüística que pretende descubrir el sistema de principios y elementos comunes a las lenguas humanas conocidas; a menudo se denomina a esta teoría «gramática universal», adaptando un término tradicional a un nuevo contexto de investigación. La gramática universal se puede considerar como una caracterización de la facultad lingüística genéticamente determinada. Se puede concebir esta facultad como un «instrumento de adquisición del lenguaje», un componente innato de la mente humana que permite acceder a una lengua particular mediante la interacción con la experiencia presente, un instrumento que convierte la experiencia en un sistema de conocimiento realizado: el conocimiento de una u otra lengua620.
La centralidad que Chomsky atribuye a la sintáctica y su tesis de una gramática universal compartida por todas las lenguas naturales han despertado intensas disputas entre los lingüistas. De hecho, aún hoy perduran en los debates sobre el lenguaje: ¿es o no innato? ¿Obedece a una capacidad general para aprender patrones? ¿En qué difiere exactamente de otros sistemas de comunicación identificables en el reino animal, como los cantos que declaman determinadas especies de aves y los mecanismos de llamada que emplean, por ejemplo, ciertos primates? ¿Cuál es su trayectoria evolutiva? ¿Cabe explicar su nacimiento mediante la selección natural darwiniana? ¿Se halla neuroanatómicamente circunscrito a un órgano específico? Con el desarrollo de las técnicas de neuroimagen, la neurociencia ha dispuesto de potentes instrumentos de investigación que la han emancipado de una excesiva dependencia del estudio clínico de casos patológicos (afasias, alexias, agrafias, dislexias...)621. La información que los neurocientíficos actuales obtienen sobre el funcionamiento del lenguaje ya no proviene sólo del análisis de graves lesiones cerebrales, como en la época de Broca y de Wernicke, sino también del examen de 179
individuos sanos. El reconocimiento pormenorizado del rol que desempeñan las diferentes regiones cerebrales en la función lingüística ha permitido descomponer esta actividad en sus múltiples operaciones constituyentes, pero el reto de la neurociencia del futuro reside en descubrir los mecanismos precisos mediante cuya coordinación procesos diferenciables se integran en una habilidad sintética única: la facultad del lenguaje humano. De la deconstrucción a la reconstrucción, en definitiva, para entender cómo la mente logra producir y comprender el lenguaje. 600 Cfr. Ch. Darwin, The Descent of Man, and Selection in Relation to Sex, 88. 601 Ob. cit., 89. 602 Ibíd. 603 Citado por N. Chomsky, «Language and freedom», Resonance, 4/3 (1999), 101. 604 Para una aplicación de la perspectiva darwiniana a la explicación del origen del lenguaje (como instinto), cfr. S. Pinker, The Language Instinct. Sobre evolución y lenguaje, cfr. también J. Hodge y G. Radick (eds.), The Cambridge Companion to Darwin, 303-306. 605 Cfr. H. Wedgwood, On the Origin of Language. En la introducción de esta obra se afirma explícitamente que el lenguaje no puede considerarse un instinto que venga «implantado» naturalmente. El lenguaje es más bien «un arte», transmitido de generación en generación (cfr. ob. cit., 2). 606 El experto en lingüística histórica Friedrich Max Müller impartió una influyente serie de conferencias sobre el origen del lenguaje en 1861. Cfr. F. M. Müller, «The theoretical stage, and the origin of language», novena conferencia de Lectures on the Science of Language, en R. Harris (ed.), The Origin of Language, 7-41. 607 Ch. Darwin, The Descent of Man, and Selection in Relation to Sex, 91. 608 Cfr. T. C. Scott-Phillips, «Evolutionary Psychology and the Origins of Language», 289. 609 Ch. Darwin, The Descent of Man, and Selection in Relation to Sex, 95. 610 Remitimos al capítulo 6. 611 E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. H. Jessell, Neurociencia y Conducta, 14. 612 N. Geschwind, «The organization of language and the brain», 940-944. 613 «Estos hallazgos, y otros relacionados, indican que el lenguaje implica una mayor cantidad de áreas y un conjunto de interconexiones paralelas más complejo que la simple interconexión en serie del área de Wernicke con el área de Broca» (E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. H. Jessell, Neurociencia y Conducta, 688). 614 Véase cap. 13.4. 615 Para una panorámica sobre la psicología de Vygotsky y de sus discípulos, en el contexto de los grandes debates del siglo XX sobre el desarrollo del lenguaje, cfr. W. Frawley, Vygotsky y la Ciencia Cognitiva. Una de las obras principales de Piaget, en la que expone su tesis sobre el desarrollo del lenguaje en el niño, es La Naisssance de l’Intelligence chez l’Enfant. 616 M. I. Posner y M. E. Raichle, Images of Mind. 617 Cfr. E. R. Kandel, J. H. Schwartz y Th. M. Jessell, Principios de Neurociencia, 1182-1183. 618 Cfr. J. Narbona y S. Fernández, «Fondements neurobiologiques du développement du langage», 4-5. 619 Cfr. N. Chomsky, Syntactic Structures. 620 N. Chomsky, El Conocimiento del Lenguaje, 16. 621 Cfr. A. Damasio y N. Geschwind, «The neural basis of language», 127.
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Capítulo 14
La conciencia Tal y como ha escrito recientemente Eric Kandel, «la unidad de la conciencia —o sentido de uno mismo— constituye el mayor misterio por resolver del cerebro»622. La capacidad de reflexionar sobre uno mismo y de captar la experiencia del mundo como propia probablemente represente el fenómeno más complejo que acontece en el seno del universo físico. Cúspide incuestionable de complejidad evolutiva, la autoconciencia humana se ha plasmado en un riquísimo simbolismo que sazona la historia cultural de nuestra especie. Estrechamente vinculada al uso de nuestras habilidades lingüísticas, ha generado una pléyade de creaciones desbordantes en terrenos como el arte, la religiosidad, la ciencia y la innovación social. Comprender cómo es posible que de estructuras puramente materiales haya brotado una característica teóricamente «inmaterial», o al menos difícilmente identificable con procesos fisicoquímicos concretos, pincela uno de los mayores desafíos que afronta la visión científica del mundo. «¿Cómo ubicar materialmente la conciencia?» podría resumir la naturaleza y el alcance del interrogante tan profundo que encara la neurociencia de nuestros días. Se han producido avances destacados a la hora de iluminar el papel que desempeñan ciertas áreas corticales en la génesis de experiencias autoconscientes. Por su parte, el estudio de trastornos como la esquizofrenia ha impulsado nuestro entendimiento de la conciencia humana, al igual que el examen de las afasias potenció, en su momento, nuestra exploración del lenguaje. Grandes científicos del siglo XX han consagrado inmensas energías intelectuales a esclarecer el misterio de la conciencia. Dos ejemplos paradigmáticos los encontramos en Sir Francis Crick y Gerald Edelman, ambos galardonados con el premio Nobel. En la segunda mitad del siglo XX, la biología cosechó importantes éxitos en la comprensión de los mecanismos de transmisión de la información genética. La extensión de la perspectiva fisicoquímica a los dominios de la biología molecular fertilizó la idea de que una ampliación pareja de la visión científica del mundo se lograría, de manera incipiente, en el ámbito de la psicología humana. Investigadores de la talla de Crick emigraron desde la genética y la biología molecular hacia escenarios de trabajo relacionados con la dilucidación neurofisiológica de la conciencia, arcano desconcertante que, disipados ya los ecos admonitorios del conductismo y de su reticencia a valorar la mente humana como un verdadero enigma, se convirtió paulatinamente en un foco de interés que atrajo a numerosos científicos, para finalmente entronizarse como una de las preguntas más trascendentales de nuestra época. Unas palabras del ya citado Kandel expresan este desplazamiento, asumido por investigadores de primer nivel, desde el estudio de los fundamentos moleculares de la vida al de los principios neurobiológicos de la conciencia: entender la conciencia es, de lejos, el mayor desafío al que se enfrenta la ciencia. La verdad de este aserto se puede visualizar de manera óptima en la carrera de Francis Crick, quizás el biólogo más creativo e
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influyente de la segunda mitad del siglo XX. Cuando Crick empezó a dedicarse a la biología, después de la II Guerra Mundial, existían dos cuestiones que, se pensaba, superaban la capacidad de respuesta de la ciencia: ¿qué distingue el mundo vivo del no vivo? ¿Y cuál es la naturaleza biológica de la conciencia? Crick abordó primero el problema más sencillo, diferenciando la materia animada de la inanimada, y exploró la naturaleza del gen. En 1953, tras sólo dos años de colaboración, él y Jim Watson habían contribuido a resolver ese misterio (...). En las dos décadas siguientes, Crick ayudó a descifrar el código genético: cómo el ADN genera ARN y el ARN produce proteínas. En 1976, a la edad de sesenta años, Crick se dispuso a tratar el misterio científico remanente: la naturaleza biológica de la conciencia623.
Es bien sabido, en cualquier caso, que la solución a este problema continúa hoy vedada, y en no pocas ocasiones arrecia la desconfianza (albergada por algunos filósofos)624 en la posibilidad de entrever una respuesta a tan apremiante enigma. El problema de cómo explicar, mediante la selección natural, el nacimiento de la conciencia en un momento concreto de la evolución conturbó a Darwin durante gran parte de su carrera científica625. Al sabio inglés no cesaron de incomodarle las dudas sobre cómo apareció la conciencia: ¿basta con brindar una explicación gradualista o es necesario reconocer que la conciencia introduce un hiato tan drástico, sutil y creativo con respecto a las demás formas de vida que no cabe apelar a un proceso escalonado, regido por la selección natural y lo suficientemente poderoso como haber conducido a la adquisición progresiva de facultades intelectuales? Alfred Russell Wallace, el científico británico que descubrió, con independencia de Darwin, la relevancia de la selección natural en la evolución de las especies, lo tenía muy claro: este mecanismo gradualista no es válido para explicar el nacimiento de la conciencia. Gráficamente, escribe: si un elemento material, o la combinación de mil elementos materiales en una molécula, son igualmente inconscientes, nos es imposible creer que la mera adición de uno, dos u otros mil elementos materiales para formar una molécula más compleja pudiera, en modo alguno, llevar a producir una existencia autoconsciente. No hay manera de escapar del dilema: o toda la materia es consciente, o la conciencia es o pertenece a algo distinto de la materia626.
Sin embargo, esta reflexión de Wallace, ¿no debería aplicarse igualmente al origen de la propia vida? ¿No señalaría la incapacidad de la ciencia para desentrañar la génesis de la vida a partir de la materia inerte? ¿Por qué atribuirle entonces a la conciencia una singularidad con respecto a la materia que muchos no estarían dispuestos a concederle a la vida, o a la sensibilidad, o a la percepción? La investigación sobre los fundamentos neurobiológicos de la autoconciencia humana ha recibido un gran impulso en las últimas décadas. Para abordar un problema tan complejo, los científicos han optado por explorar primero determinadas facultades psíquicas que guardan una íntima conexión con la naturaleza de la conciencia, en particular, con dos notas clave para comprenderla cabalmente: la subjetividad (me palpo como una instancia distinta del mundo externo, como un «yo», como «yo mismo») y la unidad (mi conciencia de mí mismo y de mi relación con el mundo logra sobreponerse a la mutabilidad de experiencias que atesoro a lo largo del tiempo). Uno de los candidatos más prometedores para desvelar los principios operativos de la 182
conciencia es la atención. Sir Francis Crick insistió en su importancia como posible marco preliminar para el estudio de las percepciones y de la forma en que tomamos conciencia de ellas627. La mente posee una capacidad extraordinaria: la de centrarse selectivamente en un estímulo, no en otros, de los múltiples fenómenos percibidos. ¿Cómo es posible esta inhibición? ¿Cómo consigue el cerebro «sustraerse», al menos de manera limitada, a la variedad del flujo caleidoscópico de estímulos que le llegan y enfocar su poder de percepción sobre uno o unos pocos? El moderno estudio científico de la percepción se remonta a Hermann von Helmholtz. En su ya citado Handbuch der physiologischen Optik, el sabio alemán llevó a cabo numerosos experimentos psicofísicos destinados a esclarecer la naturaleza de la atención. Hemos de tener en cuenta que, para Helmholtz, la percepción (inviable sin la atención) consiste en inferencias probabilísticas que el sujeto efectúa sobre el mundo exterior, «afinadas» progresivamente. Esta idea ha dado lugar, recientemente, a toda una aproximación teórica al cerebro como «máquina predictiva». Los estímulos sensoriales aferentes serían procesados no sólo por un sistema de detección, sino que, en paralelo, serían tratados por un sistema de predicción destinado a minimizar errores en una cascada bidireccional de procesamiento cortical. Semejante máquina de predicción jerárquica ofrecería un modelo unificado para la explicación neurocientífica de la percepción, la acción y la atención628. Esta tesis, indudablemente sugestiva, carece sin embargo de la suficiente concreción neurobiológica. No aclara, por ejemplo, en qué estructuras corticales específicas se situaría dicho sistema de predicción, ni cómo se produciría exactamente el mecanismo de interrelación entre los sistemas de detección y los de predicción. Por otra parte, tampoco explica el surgimiento de las reglas inferenciales que regirían el sistema predictivo. Desde tiempos inmemoriales, los seres humanos nos hemos sentido intrigados por los cambios abruptos en los niveles de conciencia que experimenta cada individuo. La diferencia entre el sueño y el estado de vigilia despertó toda clase de especulaciones, muchas de cariz religioso. Algunas de ellas pudieron haber germinado en las primeras muestras de animismo y de creencia en espíritus procelosos que vagan erráticamente por el mundo terrenal. Gracias al desarrollo de las técnicas de neuroimagen, los científicos han tenido acceso a las alteraciones funcionales que afectan a las distintas regiones cerebrales durante las etapas de sueño y de vigilia. El estudio de la neurofisiología del sueño, así como el análisis de los efectos de la anestesia y de otras manipulaciones exógenas sobre la conciencia individual, han cobrado gran importancia en los últimos años629. La exploración de situaciones más dramáticas, como el coma, los estados vegetativos y la esquizofrenia, también está llamada a verter luz sobre la naturaleza de la subjetividad. ¿Qué alteraciones neurobiológicas acaecen cuando el sujeto pierde conciencia? ¿Qué procesos permiten recuperarla? ¿Qué propiedades y qué estructuras del cerebro subyacen, en definitiva, a esta posibilidad de tránsito constante y, por lo general, no traumático entre la vigilia y el sueño? Junto al estudio de las modificaciones en los niveles de conciencia, los 183
neurocientíficos también se han aventurado a examinar los cambios en sus contenidos específicos, esto es, en los tipos de estímulos que, de una u otra forma, configuran nuestras percepciones conscientes sin que el grado global de conciencia varíe de modo reseñable. Las investigaciones sobre el córtex visual y sobre fenómenos como la rivalidad binocular apuntan en esta dirección, y es aquí donde la formidable potencia descriptiva de las técnicas de neuroimagen exhibe toda su envergadura630. Mediante el análisis de cómo, por ejemplo, los estímulos visuales se procesan y desembocan en percepciones conscientes, los neurocientíficos esperan rasgar, paulatinamente, el denso velo que oculta la autoconciencia humana en un espacio de apariencia infranqueable631. La tentativa de «descomponer» la conciencia en los elementos que la integran ha inspirado la búsqueda de los denominados «correlatos neurales de la conciencia». Este concepto, a cuya amplia difusión han contribuido autores como John Searle, Sir Francis Crick y Christof Koch632, ha suscitado un copioso interés entre los filósofos y los neurocientíficos. Los correlatos neurales de la conciencia consistirían en «los mecanismos neuronales mínimos que son suficientes, en su conjunto, para cualquier percepción [percept] consciente»633. Sin embargo, brotan numerosos problemas: ¿existen verdaderamente los «correlatos neurales de la conciencia»? En caso afirmativo, ¿cuáles son?634 ¿Aluden a condiciones necesarias o suficientes? ¿Apelan a una mera concomitancia, a una correlación sin causalidad asociada? ¿Presenciamos simples correlatos o, en sintonía con la hipótesis de la identidad, comportan realidades equivalentes a la conciencia en sí? ¿Se trata simplemente de propiedades disímiles que emanan de una fuente material común? ¿Resulta la conciencia irreductible a ningún elemento material, ni siquiera al procesamiento integrado que efectúan los circuitos neurales? ¿Es legítimo distinguir entre conciencia y estados cerebrales? Y, si así fuera, ¿lograremos algún día descubrir una conexión causal que los vincule de forma nítida e ineluctable? ¿Es siquiera pertinente invocar la categoría de «causalidad» al referirnos a la conciencia? Se han realizado multitud de estudios encaminados a desentrañar los correlatos neurales de la conciencia635, pero las conclusiones firmes escasean, y a día de hoy dibujan un panorama ambiguo. Además, una aproximación exclusivamente neurobiológica no garantiza que se incorporen, de manera correcta, los resultados procedentes de la lingüística (disciplina que subraya la estrecha relación entre autoconciencia y lenguaje), la etología (por ejemplo, del estudio de las continuidades y discontinuidades entre la percepción en las especies más evolucionadas y en el ser humano) y la psicología. Sólo una óptica interdisciplinar permitirá fusionar sólidamente los mecanismos neurofisiológicos (los «pilares», por así decirlo, de la autoconciencia), elucidados gracias a un enfoque sustancialmente reduccionista que se esmera en descomponer esta facultad en sus elementos básicos, con el examen holístico de cómo funciona la conciencia en cuanto tal, «reconstruida» desde sus unidades constituyentes y considerada en su faceta integradora. Es preciso admitir que la naturaleza de la 184
conciencia yace aún sumida en una profunda oscuridad, pero es razonable confiar en el vigor de la ciencia para desentumecer, en un futuro quizás no muy lejano, las nubes de este espeso cielo de interrogantes que ha perdurado durante milenios. Si tenemos en cuenta que el cerebro consta de casi cien mil millones de neuronas y de una media de mil conexiones sinápticas por célula nerviosa, la capacidad para procesar información adecuadamente (esto es, la inhibición de estímulos aferentes para suscitar la respuesta que más le convenga al individuo), de forma integrada y síncrona, pero con una eficiente división del trabajo entre las distintas regiones, se revela asombrosa, casi inimaginable. La interacción continuada entre la mente y un entorno sometido a tenaces alteraciones crea y modifica esa información. De hecho, simplificaríamos si hablásemos del «ambiente» como unidad rígida, contrapuesta al «sujeto»: el ambiente no deja de cambiar, y el sujeto adquiere conciencia de sí mismo en su imbricación ininterrumpida con el mundo circundante. La extraordinaria plasticidad del cerebro propicia que el ambiente, la «biografía», lo moldee de manera incesante. En cualquier caso, los avances en la aplicación de los modelos teóricos computacionales y de las ópticas derivadas de la teoría de la información al funcionamiento de la mente humana no pueden olvidar que la autoconciencia implica más, al menos a priori, que el puro procesamiento integrado de datos y la consecuente reducción de incertidumbre. Cuando reflexiono sobre mí mismo, no me limito a concatenar datos y a inhibir estímulos: interpreto la información. Por el momento, no poseemos ninguna teoría neurofisiológica que explique convincentemente este desdoblamiento, esta segunda instancia semántica que se «superpone» a la información filtrada. El progreso de la neurociencia en el estudio del procesamiento cerebral de la información es indiscutible, pero la mente humana realiza algo más que gestionar datos: les confiere un significado. Los esperanzadores desarrollos que ha protagonizado la neurociencia en las últimas décadas empiezan a imprimir una huella profunda en otras disciplinas del saber humano. No sólo la psicología, sino que ramas hasta ahora circunscritas a la esfera de las ciencias sociales, como la economía, comienzan también a beneficiarse de los resultados obtenidos por la investigación neurocientífica sobre los procesos de toma de decisiones. Por ejemplo, al incorporar conclusiones extraídas del estudio de los sesgos estadísticos inconscientes en los que incurre nuestro razonamiento, cuyas desviaciones producen un efecto destacable sobre el comportamiento humano, los psicólogos israelíes Amos Tversky Daniel Kahneman636 han inaugurado horizontes sumamente novedosos para la teoría económica. Trabajos como el suyo han obligado a matizar el alcance de los modelos basados en la idea del «individuo afanado en maximizar sus intereses», que tanta importancia habían detentado. Temáticas como la plasticidad de la inteligencia, la psicología de la representación o cómo se entreveran lo emocional y lo cognitivo en la conducta, así como los debates en torno a la responsabilidad y el libre albedrío, hoy aderezados con un conocimiento más hondo y robusto de los mecanismos cerebrales, reflejan la impronta fundamental que la neurociencia ha estampado en numerosos ámbitos de las humanidades y de las ciencias sociales. La neurociencia propicia, en 185
nuestros días, un diálogo rejuvenecido entre la filosofía, la psicología, las ciencias sociales y las ciencias naturales. Sólo un entendimiento más profundo de la mente humana, de sus operaciones y de sus posibilidades, es capaz de proporcionar una estructura teórica sólida sobre la que sostener el gigantesco edificio del conocimiento derivado de las humanidades y de las ciencias sociales. Sólo una comprensión creciente del cerebro y de cómo se relacionan y jerarquizan las provincias más complejas del psiquismo humano permite canalizar, de manera fecunda, un intercambio auténticamente fructífero entre las ciencias naturales y las ciencias humanas, ahora dotado de suficiente potencia teórica como para franquear la ardua y espesa barrera que ha separado, durante tanto tiempo, «las dos culturas» a las que aludiera Charles Percy Snow. La evolución de la neurociencia, sumada a los avances tecnológicos (especialmente en computación, mecanización y conectividad) y médicos, no sólo se encuentra destinada a revolucionar la epistemología, el orden de las ramas del conocimiento y nuestra idea de nosotros mismos como seres humanos, sino que probablemente impulse transformaciones de enorme trascendencia en el terreno social. Desentrañar los mecanismos cerebrales de la inteligencia, el aprendizaje y la empatía, lejos de ceñirse al plano de la mera curiosidad científica, incide directamente sobre nuestra percepción de los límites y virtualidades de la especie humana. Invita a soñar con una superación de muchas de las fronteras intelectuales y físicas que aún hoy constriñen ansias ancestrales y brinda savia fresca y vigorosa para replantear cuestiones que han intrigado, a lo largo de tantos siglos, a la filosofía. 622 E. Kandel, «The new science of mind and the future of knowledge», 546. 623 E. Kandel, In Search of Memory. The Emergence of a New Science of Mind, 377. 624 Así se manifiesta Thomas Nagel en su artículo «What is it like to be a bat?», 435-450. 625 Cfr. C. U. M. Smith, «Darwin’s unsolved problem: the place of consciousness in an evolutionary world», 105-120. 626 A. R. Wallace, Natural Selection and Tropical Nature, 209. 627 Sobre la atención, cfr. F. Crick, «Function of the thalamic reticular complex: the search light hypothesis», 4586-4590; P. S. Churchland, Neurophilosophy. Toward a Unified Science of the Mind/Brain, 474-478. 628 Cfr. A. Clark, «Whatever next? Predictive brains, situated agents, and the future of cognitive science», 186. 629 Cfr. G. Tononi y Ch. Koch, «The neural correlates of consciousness», 242-246. 630 Cfr. G. Rees, G. Kreiman y Ch. Koch, «Neural correlates of consciousness in humans», 263-264. 631 Cfr. G. Tononi y Ch. Koch, «The neural correlates of consciousness», 247-248. 632 Para una perspectiva general sobre los correlatos neurales de la conciencia, cfr. Th. Metzinger (ed.), Neural Correlates of Consciousness: Empirical and Conceptual Questions. El filósofo norteamericano John Searle, una de las figuras más relevantes en la discusión actual en torno a la naturaleza de la conciencia y sus hipotéticos correlatos neurales, expone su visión sobre las teorías más influyentes en su libro The Mystery of Consciousness. 633 Cfr. G. Tononi y Ch. Koch, «The neural correlates of consciousness», 246. 634 Para un examen crítico del concepto de «correlatos neurales de la conciencia», cfr. A. Noë y E. Thompson, «Are there neural correlates of consciousness?», 3-28. 635 Remitimos, de nuevo, al artículo de revisión de G. Tononi y Ch. Koch, «The neural correlates of consciousness», 239-261.
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636 Cfr. A. Tversky y D. Kahneman, «Judgment under uncertainty: heuristics and biases», 1124-113; D. Kahneman, Thinking, Fast and Slow.
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«Excursus» El problema mente-cerebro El denominado «problema mente-cerebro» consta, en realidad, de dos «subproblemas». El primero, en orden de prioridad tanto histórica como estrictamente epistemológica, posee índole filosófica. En este caso, el interrogante se refiere a la naturaleza de lo mental y a cómo se encuadra dentro de una interpretación de la realidad como un todo, lo que ha de incluir, necesariamente, una reflexión sobre el lugar del ser humano en el cosmos. Alude, por tanto, a una temática que podríamos calificar de «ontológica»: la tentativa de comprender globalmente el mundo y de desarrollar una epistemología y unos conceptos acordes con los avances de la ciencia. El amplísimo alcance del problema mente-cerebro, en su vertiente filosófica, se pone de relieve en su presencia en la práctica totalidad de las grandes cuestiones que surcan la historia de la filosofía en Occidente. Atesora múltiples ramificaciones, que no hacen sino remitir a la problemática relación entre lo físico/biológico y lo mental. Entre las derivaciones más destacadas se encuentran dualidades tradicionales, consagradas en la historia de la filosofía y todavía sin visos de esclarecimiento, como cuerpo/alma, causalidad/intencionalidad, hechos/valores, cantidad/cualidad, materia/espíritu, naturaleza/libertad, sintaxis/semántica, exterioridad/interioridad, objetividad/subjetividad, etc., que constituyen «corolarios» de la dificultad, durante mucho tiempo casi infranqueable, de mostrar cómo se imbrican las dimensiones mental y física. El problema mente-cerebro exhibe también una dimensión científico-positiva, cuya irresolución impregna de incertidumbre el propio tratamiento filosófico. El problema mente-cerebro, desde una perspectiva netamente científica, apela a la posibilidad de explicar los «fenómenos mentales» en términos de causas y efectos. Concierne así a la relación entre los estados mentales y los estados cerebrales. Semejante explicación manifiesta, a su vez, dos momentos igualmente inexorables para que se considere completa y satisfactoria: una elucidación en términos de la condición necesaria (¿cuál es el sustrato neurobiológico de la mente?) y una justificación desde la óptica de la condición suficiente (¿de qué modo genera ese sustrato neurobiológico fenómenos mentales?). Por «fenómeno mental» entendemos todo lo vinculado a la experiencia subjetiva del mundo. Atañe, por tanto, a la «esfera privada» del sujeto: el pensamiento, la voluntad, la percepción del color... La conciencia condensa el «núcleo» de lo mental en el caso del ser humano, por lo que el problema mente-cerebro se refiere, en último término, al enigma de insertar la conciencia dentro de una visión científica del universo. La ciencia no ha explicado aún cómo es posible que se produzca el fenómeno de la conciencia, de la percepción que yo albergo de mí mismo: de mi interioridad, de mis «estados mentales», de esa dimensión «intangible» que, para mí, entraña una realidad muy vívida. Parece claro que la conciencia precisa de un extraordinario grado de sofisticación en el sistema nervioso. Además, discurre pareja, en gran medida, al desarrollo del lenguaje (soy consciente porque puedo expresar esa autoconciencia, aun 188
internamente). De esta manera, el problema mente-cerebro constituye un desafío de primera magnitud tanto para la ciencia como para la filosofía: es «el desafío» por antonomasia, pues casi todas las cuestiones filosóficas más relevantes confluyen en él. Ninguna propuesta de las realizadas hasta ahora resulta convincente, ni desde un punto de vista científico ni desde un ángulo filosófico. Los adelantos más recientes en el campo de las neurociencias abren horizontes sumamente prometedores, pero aún no han respondido al interrogante principal: ¿cómo un biosistema, pese a contar con el elevadísimo nivel de complejidad de que goza el cerebro humano, es capaz de producir pensamientos, esto es, «entidades intangibles» que descubren, por ejemplo, verdades lógicas y matemáticas no susceptibles de una plasmación material (no puedo construir la raíz cuadrada de menos uno, ni la idea de infinitud, ni la de negación)? Y, más aún, ¿qué región del cerebro es la que piensa, es la que decide, es la que comprende, es la que percibe? ¿Qué es, en definitiva, el yo? Caben, a nuestro juicio, cuatro actitudes fundamentales ante la gravedad del problema mente-cerebro: 1) Negar el problema, o sostener que representa un pseudo-problema. Paradigmático de esta posición sería el conductismo de Watson y Skinner, donde la conciencia se revela como una «caja negra», cuyo acceso yace vedado a la ciencia por no se sabe qué razones. 2) Afirmar que se trata de un problema prácticamente insoluble (Spencer, Du BoisReymond, Nagel). Es decir: ignoramus et ignorabimus. 3) Defender la posibilidad de una solución completa ya, del tipo que sea (dualista o monista). 4) Sostener la plausibilidad de una solución completa en el futuro (ya sea dualista o monista). De estas opciones, es preciso descartar automáticamente la primera y la tercera. Asegurar que representa un pseudo-problema es un acto de irresponsabilidad intelectual casi inconmensurable. Nadie en su sano juicio sostendrá que el misterio de cómo surgieron las partículas elementales esboza un pseudo-problema para la física de nuestros días. La ciencia no avanza por medio de la negación o de la exclusión de los problemas, sino a través de su resolución o de su inclusión en su contexto apropiado. Con respecto a la tercera, diremos que es sencillamente falso, e incluso deshonesto (por las engañosas expectativas que moldea), proclamar que la ciencia y la filosofía disponen ahora de una solución al problema. Esta perspectiva ni hace justicia al problema ni estimula el progreso de la ciencia. Todo lo contrario: convierte en estéril la búsqueda de una explicación científica, pues en teoría ya la poseemos. Denota una gran ingenuidad, porque la fatigosa andadura de la ciencia corona nuevas cumbres de modo generalmente lento, paso a paso, y no canta victoria de manera prematura. El nervio conceptual del problema mente-cerebro, así como de los límites presentes de nuestra comprensión científica del mundo, reside en una evidencia incuestionable: aquello que percibimos, lo sentimos como nuestro. Este movimiento reflexivo, de vuelta, 189
el «para sí» de la conciencia frente al «en sí» del fenómeno en la filosofía clásica alemana, no se reduce a las meras impresiones asociadas a mi conciencia del yo. El «mío» de la conciencia no lo puedo vincular a sensación alguna o a una imagen concreta: más bien subyace a todo acto perceptivo que yo lleve a cabo. Incluso si se admite que la idea que solemos albergar de «conciencia» es, en ciertos aspectos, ilusoria, se nos antoja aún problemático explicar por qué podemos formular un concepto tan radical de conciencia. Es decir: aun si obtuviéramos una explicación natural de la conciencia, todavía quedaría por justificar nuestra capacidad de formular la idea de conciencia, cuyo significado remite precisamente a una realidad ex hypothesi irreductible a procesos materiales. De modo análogo, el misterio más acuciante no radica en explicar cómo creamos la noción de infinitud, pues es patente que nunca imaginamos lo infinito en cuanto tal (siempre lo ligamos a representaciones específicas que intentan evocar la ausencia de finitud): el explanandum estriba en dilucidar cómo es posible, desde una óptica material y naturalista, que alumbremos la idea misma de infinitud, un concepto que se separa deliberadamente de cualquier vínculo con representaciones «finitas», aunque en la práctica nunca lo consiga. Una explicación «genética» resulta insatisfactoria. Desenredar la intrincada madeja de cómo alcanzamos el concepto de infinitud no explica la posibilidad de que nosotros, seres finitos, logremos querer decir lo que queremos decir cuando mentamos la infinitud. En consonancia con estas matizaciones, justificar cómo llegamos al concepto de conciencia no explica cómo es posible que queramos decir lo que realmente deseamos decir cuando invocamos la idea de conciencia. Por tanto, y aunque exista una sospecha legítima de que «lo que realmente queremos decir» al apelar a la conciencia no concuerda con la evidencia empírica (esa idea de conciencia resultaría, en el ámbito empírico y práctico, ilusoria), semejante reserva no clarifica cómo podemos formular tal noción, al menos en cuanto posibilidad lógica y máxime si carece de fundamento empírico. El problema mente-cerebro se agudiza, e incluso «comienza realmente», con la génesis de la ciencia moderna. En las cosmovisiones precientíficas y premodernas, lo mental se acoplaba perfectamente a la dimensión espiritual, a lo «realmente real» de Platón, y remitía a la esfera de lo divino, de la que era partícipe. Sin embargo, con el nacimiento de la ciencia moderna en los siglos XVI y XVII todo aparenta reducirse a una combinación de mecanismos físicos subyacentes a los fenómenos experimentados en el espacio y en el tiempo. ¿Dónde tiene entonces cabida la conciencia? La solución provisional, de «compromiso», resplandece en la célebre distinción cartesiana entre res cogitans y res extensa. La «cosa extensa», la materia, cuyo ser consiste en extensión, quedaría circunscrita al estudio científico-positivo de la realidad, mientras que «la cosa pensante», lo mental, continuaría como el patrimonio deparado a la filosofía, a la teología y a las humanidades en general. Esta dualidad de mundos preservaba aún una «mística» en la realidad, una huella de lo sobrenatural, trascendental y «trans-material», que la ciencia moderna disiparía progresivamente con sus imparables éxitos en la explicación «causal» de todo cuanto acontece en el seno del universo. 190
Lo que en el pensamiento clásico marcaba un reto filosófico (cómo integrar las dimensiones psíquica y somática del ser humano, cómo relacionar el alma y el cuerpo...) cedía el testigo a la ciencia moderna, cuya metodología se había probado insuperable en la dilucidación de la estructura y del funcionamiento del cosmos material. Y si la conciencia pertenece al mundo y los seres conscientes no son criaturas moradoras de un espacio etéreo e inasequible a la observación, sino ramificaciones del vasto árbol de la vida, a la mente moderna se le antojaba posible, al menos prima facie, efectuar una indagación científica en lo que hasta entonces había sido monopolizado por filósofos y teólogos. De hecho, la ciencia había llevado a cabo un paulatino proceso de «descentralización» del ser humano: ni la Tierra constituye el centro del universo (Copérnico), ni la especie humana se alza en el centro de la creación (pues ha surgido como un producto tardío de una dilatadísima senda evolutiva cuyo objetivo no apunta a la especie humana, sino a la propagación de las fuerzas de la vida), ni el sistema nervioso humano, sede de las facultades superiores del psiquismo, presenta diferencias estructurales insalvables con respecto al de otras especies animales emparentadas con la nuestra. Pero este enfoque, triunfal en tantos campos, victorioso en tantas y tan enconadas batallas, sucumbía ante el desafío de la conciencia. A la luz del célebre postulado de los «tres estadios» de Comte, cabía esperar que la explicación mítico-religiosa de la conciencia (la existencia de espíritus, de «ánimas» que pululan por el cosmos) fuera sustituida por la explicación metafísica (la conciencia, la mente, el espíritu como una forma sustancial del cuerpo, como una res cogitans, como una emanación de la esencia divina, etc.), para desembocar, final y gloriosamente, en una explicación científico-positiva (la conciencia como el resultado de la actividad de tales o cuales subsistemas cerebrales que, en su interacción en paralelo, generan percepciones, pensamientos, etc.). Este paradigma, tan seductor para los espíritus ávidos de una comprensión racional del universo, se topa con el muro infranqueable de la evidencia: no disponemos de una explicación científico-positiva de la conciencia, y las cuestiones centrales del problema mente-cerebro permanecen casi tan oscuras a día de hoy como lo estaban en tiempos de Descartes. Pues, en efecto, ¿es el «espíritu», el «alma», la «conciencia», un vestigio de comprensiones pre-científicas? ¿Es posible una explicación científica de la conciencia, esto es, de la percepción subjetiva, de la voluntad, del pensamiento...? ¿Se explicará científicamente que el sujeto actúe, decida, piense... mediante la remisión de estas operaciones a regiones específicas del cerebro? ¿Piensa un área concreta del córtex cerebral? Sabemos que la mente siempre se asocia a una estructura corporal (el cerebro). A mediados del siglo XIX, Broca demostró que la dimensión sintáctica del lenguaje radica en el área homónima. Con lesiones en determinadas regiones cerebrales perdemos la capacidad de ejercitar funciones mentales como el habla. La neurociencia contemporánea, gracias a las técnicas de neuroimagen, ha protagonizado hitos notables en la identificación de la funcionalidad de las distintas áreas del cerebro. La estrechísima conexión existente entre las diferentes regiones corticales y las funciones mentales más elevadas permite suponer que lo mental obedece, después de todo, al grado de 191
complejidad adquirido por la evolución de la materia viva. Pero la pregunta es: «¿cómo?»¿Cómo ha podido emerger, a partir de la evolución biológica, la mente? Y «sincrónicamente», ¿cómo es posible que el organismo humano, en condiciones normales, goce de experiencias subjetivas? Por ejemplo, yo decido leer tal o cual libro. ¿En qué consiste ese «yo»? ¿Se ubica en alguna región del córtex cerebral? ¿Es el resultado de la interacción de múltiples circuitos cerebrales? ¿Cómo se genera esa experiencia del yo? Tanto desde un punto de vista histórico como desde una perspectiva estrictamente sistemática cabe afirmar que existen dos soluciones principales a la problemática relación entre la mente y el cerebro: 1) Dualismo psicofísico (existen dos sustancias que interaccionan). 2) Monismo psicofísico (existe una única sustancia), que puede ser, a su vez, idealista o materialista. 1. Dualismo psicofísico Dentro del dualismo psicofísico se contemplan, al menos, cinco posibilidades conceptuales. Todas ellas comparten la tesis fundamental de que existen dos sustancias, esto es, dos mundos regidos por sus propias leyes: la materia y el pensamiento/espíritu/conciencia (por unificar terminología, lo denominaremos mente). Se diferencian en el tipo de interacción que postulen. El primer tipo de dualismo psicofísico defiende la independencia categórica de lo físico y de lo mental: los dos mundos operan separadamente y sólo interaccionan de manera ocasional. Prácticamente ningún pensador de relieve ha abogado por esta postura. Habría que remontarse a las prácticas animistas, a la magia y al espiritualismo (parece que surgieron con el hombre de Neanderthal), aunque esta perspectiva ha sido «resucitada» por hipótesis difícilmente conciliables con el método científico, como la parapsicología, la telepatía, la teoría de los campos mentales, etc. Lo cierto es que semejante versión del dualismo psicofísico contradice todas las evidencias científicas disponibles. Sabemos, por ejemplo, que si se lesionan determinadas áreas cerebrales se dañan funciones mentales parejas. Lo físico y lo mental no discurren, por tanto, de forma autónoma. El segundo es el paralelismo psicofísico: lo físico y lo mental actúan sincronizadamente. Para Leibniz, Dios, ab initio, ha coordinado sabiamente lo físico con lo mental para que operen simultáneamente y en perfecta armonía. En realidad, esta hipótesis no explica nada. Establece una sincronía, precisamente el misterio que debe justificar: ¿cómo es posible dicho acompasamiento? ¿Sobre base de qué mecanismos? Las soluciones demasiado fáciles para problemas complejos resultan siempre sospechosas. El tercer tipo de dualismo psicofísico sostiene que lo físico determina completamente lo mental. Esta teoría proclama la existencia de dos mundos (físico y mental), pero subordina el segundo al primero. Un ejemplo paradigmático de esta posición lo 192
encontramos en Thomas Huxley, discípulo preeminente de Darwin. El problema que suscita esta hipótesis es claro: ¿por qué apelar entonces a un mundo mental? ¿Por qué no basta con el orbe material, si sus leyes determinan unívocamente lo mental? ¿No debería ser lo mental libre, autónomo, emancipado de la necesidad que rige la materia? Por otra parte, aludir a un supuesto «orden epifenoménico» en cuyo seno lo mental emergería como una mera virtualidad de lo material tampoco explica nada. No define adecuadamente en qué consiste un epifenómeno, término que más bien evoca un «concepto paraguas» destinado a condensar nuestra ignorancia. La cuarta versión del dualismo psicofísico la formuló magistralmente Platón: lo mental controla lo físico. Se reconoce la autonomía de lo físico en el ámbito de la materia inanimada y de los seres vivos no racionales, pero en el caso de la especie humana se decreta que el nivel mental/psíquico ejerce una causalidad «de arriba abajo» sobre el orden físico. El cuerpo sirve abnegadamente al alma. Lo físico pertenece a un nivel de realidad inferior a lo mental, mientras que lo psíquico se halla hermanado con el cosmos divino. El problema fundamental de esta posición salta a la vista: ¿cómo interaccionan exactamente lo físico y lo mental? La certidumbre de que existen objetos inteligibles (números, formas matemáticas y lógicas...) y no sólo objetos sensibles, ¿permite, por sí sola, postular dos mundos separados y, más aún, conceder una prioridad causal al cosmos inteligible? El quinto tipo de dualismo psicofísico podríamos calificarlo de «dualismo interaccionista». Su máximo exponente es Descartes. Figuras como el gran neurofisiólogo australiano Sir John Eccles se habrían adherido a una posición notablemente similar a la tesis cartesiana de la dualidad de mundos y de su interacción continua. Pero nuevamente, y a pesar de los encomiables esfuerzos del propio Eccles por ofrecer un modelo persuasivo sobre cómo se produce la interacción entre el alma y el cuerpo, no resulta exagerado sostener que todos estos conatos de fundamentación científica y filosófica han sido infructíferos. Por ejemplo, Eccles sostuvo la plausibilidad de una interacción entre unidades neurales («dendrones», esto es, conjuntos de dendritas apicales de las células piramidales de las láminas V y III-II como unidades receptoras básicas) y unidades mentales (denominadas por él «psicones»). Cada psicón contendría experiencias mentales características y se uniría a un dendrón. Esta tesis exhibe dos problemas básicos: en primer lugar, por su propia naturaleza se revela incontrastable (con la misma legitimidad podríamos postular un psicón por cada dendrón o un único psicón que condensase la totalidad del mundo mental); en segundo lugar, hipostasía lo mental como una sustancia en paralelo, para cuyo acceso sólo cabría un método introspectivo difícilmente verificable. Aunque el argumento de autoridad es el menos autoritativo de los argumentos, el hecho de que eminencias de la neurofisiología como Sherrington, Penfield y Eccles se hayan inclinado por tesis dualistas implica que estas ideas no son tan descabelladas como parece, prima facie, desde una perspectiva científica. En cualquier caso, el problema principal del dualismo estriba en su incapacidad para ofrecer una explicación satisfactoria de cómo se produce la interacción mente-cuerpo. Algunos dualismos 193
postulan una evolución de lo mental en paralelo a la que acontece en la esfera de la materia. Así, para Sir Charles Sherrington lo energético (el binomio materia-energía: el mundo físico, en definitiva) y lo mental existen ab initio, y en un momento dado convergen, tal y como propone en su obra Man on His Nature. Esta óptica parte del supuesto de que la mente sólo puede proceder de la mente, no de la «no-mente» (la «energía» en sentido físico). Algunas preguntas legítimas que se podrían efectuar son las siguientes: ¿evolucionará lo mental hacia un estadio ulterior? ¿Cómo se sincronizó exactamente la evolución de ambos mundos? ¿Por qué concurrieron en el Paleolítico superior y no en otro momento? ¿Se cumplió un plan, una teleología? La mayoría de los dualismos se ven obligados a postular que lo mental o bien ha existido siempre o bien ha sido creado por un ser sobrenatural en un instante de la evolución. Este enfoque se expresa de manera privilegiada en el pampsiquismo de autores como William Clifford y Teilhard de Chardin. Según esta teoría, «peligrosamente» próxima a un monismo espiritualista, aun afanada en preservar la sustantividad de la materia, lo psíquico late ya en organizaciones materiales elementales, y se despliega progresivamente hasta alcanzar su cima en la conciencia humana. De hecho, en un futuro se manifestará en niveles superiores de conciencia, eventualmente en lo que célebre jesuita francés llamó «Punto Omega». Sin embargo, esta vinculación indisociable entre lo físico y lo psíquico, como si en toda estructura física reverberaran destellos de psiquismo, y lo físico y lo espiritual jamás se desacoplasen, sino que consistieran en dos dimensiones indisolubles, a modo de «siamesas forzosas», ¿resulta legítima? ¿Existe psiquismo en un electrón? Parece que no, a menos que se ofrezca una definición tan laxa de psiquismo que en realidad no signifique nada. El dualismo se enfrenta a dificultades muy graves, casi insalvables, pero goza de no pocos puntos a su favor. Uno de ellos reside en la aparente imposibilidad de discernir una explicación científica para los qualia, como por ejemplo el color azul. ¿Cómo dar cuenta, objetivamente, científicamente, causalmente, de lo que significa percibir algo como azul? ¿Es suficiente proporcionar datos sobre la frecuencia electromagnética de las ondas luminosas que me permiten captar una imagen como azulado? ¿Recoge lo que significa que yo perciba algo como azul, o que perciba tal cosa como dolorosa? Por el momento no contamos con una solución satisfactoria a este «abismo explicativo» que se yergue entre lo objetivo y lo subjetivo, pero no parece disparatado sostener que la ciencia lo superará en un futuro cercano, al desentrañar el modo en que genética, ambiente y sistemas neurales provocan que el sujeto perciba lo que percibe. Prácticamente cualquier individuo en cualquier cultura entiende lo mismo por «verde» y por «azul», con independencia del término lingüístico que emplee para referirse a estos colores. Por tanto, es razonable pensar que cada color activa una región específica del cerebro de manera análoga en cada sujeto consciente. De hecho, el argumento más sólido en defensa del dualismo no es el carácter hipotéticamente inasequible de los qualia para la intelección científica del mundo, sino el enigma de la conciencia, de la explicación del yo, del «sujeto»: ¿quién percibe; quién desea; quién decide ejecutar tal o cual movimiento sin que medie un estímulo reflejo; quién piensa; quién actúa...? ¿Basta 194
con afirmar que una estructura cortical concreta se alza en la cúspide de un mecanismo de procesamiento jerárquico de la información? ¿Es legítimo sostener que una estructura cortical, o un sistema de redes neuronales, o la sincronización de distintas áreas cerebrales, se identifican con lo que normalmente entendemos como yo? Parece existir, en definitiva, una profunda diferencia entre el mundo objetivo y el subjetivo, trazado por mi yo, por mi facultad de percibir, por mi autoconciencia...: por mi interioridad. ¿Puede la ciencia penetrar en esta dimensión? Las regiones cerebrales encargadas de procesar determinadas funciones actúan como condiciones necesarias, pero no está claro que constituyan condiciones suficientes para las funciones más elevadas del psiquismo humano (al menos habría que probarlo científicamente). Sed contra, cabe oponer al dualismo las siguientes consideraciones: 1) La neurociencia es una disciplina joven. Es cierto que ignoramos muchas cosas, pero esta evidencia no implica necesariamente entonar un «ignorabimus» desesperanzado. No cabe descartar que, en un futuro, se descubran nuevas propiedades de los sistemas cerebrales capaces de aportar luces inopinadas sobre estos problemas. 2) El dualismo no se armoniza fácilmente con la teoría de la evolución. Habría que postular una evolución sincronizada (¿por quién?; ¿cómo?) entre lo físico y lo mental para conjugar ambas perspectivas, pero este anhelo requiere de otra hipótesis que, por su naturaleza, resulta incontrastable. 3) La complejidad cerebral permite sospechar que las funciones psíquicas más elevadas cosechan el fruto de la sofisticación de las redes neuronales a lo largo del proceso evolutivo, sobre todo a nivel cortical. 4) La ciencia parece abogar por una concepción unitaria de la realidad, lo que no equivale a optar por un drástico reduccionismo al sustrato atómico, sino a admitir la existencia de niveles emergentes que no se reducen a la suma de sus respectivas partes (a causa de las interacciones que surgen entre ellos). 5) La ciencia ha borrado paulatinamente fronteras entre órdenes de realidad que parecían inconmensurables. Así, y frente a posiciones vitalistas que postulaban un «principio» para la vida sustancialmente diferenciable de los cánones rectores de la materia inanimada, la elucidación de la estructura del ADN en 1953 por Watson y Crick, y el descubrimiento de su papel como «clave de la transmisión de la vida», han puesto de relieve que cabe una explicación puramente fisicoquímica para el orden biótico. El hecho de que aún no poseamos una justificación convincente del origen de la vida a partir de la materia inerte no conculca este planteamiento, pues a nivel estructural y funcional, la vida opera por mecanismos inteligibles fisicoquímicamente, sin que se precise asumir una óptica distinta. 6) El dualismo postula un mundo que escapa del control objetivo de la ciencia. ¿Quién entendería ese hipotético orden mental, sustancialmente distinto del ámbito de la materia? ¿En virtud de qué metodología? Se corre el peligro de caer en un nuevo oscurantismo que acepte fuerzas esotéricas, desafiantes a la intelección racional del universo. 7) El dualismo viola el principio de conservación de la energía: si lo mental actúa 195
sobre lo físico, debe hacerlo mediante el intercambio de energía, pero la energía en el sistema-mundo permanece constante: ¿crea la mente energía ex nihilo? 8) La objeción más seria al dualismo quizás estribe en constatar que, en realidad, no explica nada, pues «hipostasía» el conjunto de todos aquellos fenómenos no esclarecidos físicamente y los eleva a la categoría de mundo en paralelo. 2. Monismo psicofísico El monismo psicofísico postula la existencia de una única sustancia o mundo. Dentro de él caben dos opciones principales: 1) Todo es mente (idea). 2) Todo es materia-energía. La tesis de que todo consiste en mente, en idea, converge con lo que generalmente se llama «idealismo». Esta posición exhibe, a su vez, dos formas fundamentales. La primera sostiene que la materia es ilusoria. Así, para George Berkeley, «esse est percipi», y la materia no existe más que como percepción subjetiva. El problema de este planteamiento reside en la imposibilidad de refutarlo. Incurre en un solipsismo flagrante, pues ni siquiera puede garantizar la existencia de otras mentes. Es tan improbable e inverosímil que su aceptación frustraría la empresa científica. Parte de un entendimiento radicalizado del cogito, ergo sum cartesiano como única certeza viable, e impide, severamente e inútilmente, el diálogo intelectual y el progreso científico. Por otra parte, ¿cómo explica esta postura la evidencia de que mi mente experimente afecciones, si el mundo externo es ilusorio? ¿Qué recibe? ¿Productos de su propia hechura? ¿Por qué capta unos productos y no otros? En una versión más refinada del idealismo, la de Fichte, Schelling y Hegel, la materia representa un despliegue de la idea, que se autoenajena en el espacio y en el tiempo para alcanzar una comprensión más profunda de sí misma y eventualmente retornar a sí como espíritu absoluto. El idealismo, sin embargo, jamás ha explicado adecuadamente cómo es posible que la idea adopte una constitución espacio-temporal, material, energética. Lo da por supuesto, como si respondiera a un privilegio de la idea en virtud de su omnipotencia, de su principialidad, pero no lo justifica de modo convincente. De acuerdo con la versión materialista del monismo, lo único que existe es la materia, en crecientes grados de complejidad. Caben cuatro formas principales de materialismo. Para el materialismo eliminativista, lo mental es ilusorio. Un ejemplo de esta posición nos lo brinda la «neurofilosofía» de Patricia Churchland. Según este enfoque, los enunciados de la «psicología popular» han de suprimirse en aras de un entendimiento puramente neurofisiológico, apto para desterrar todo viso de «autonomía sustantiva» de lo mental con respecto a lo físico. Aspectos como los qualia o la conciencia remitirían, en realidad, a «psicología popular», precientífica, cuyo destino la aboca a su superación definitiva por las afirmaciones «positivas» de las neurociencias. En el caso del conductismo de autores como Watson y Skinner, no existe la mente: tan sólo conductas 196
que obedecen a patrones concatenados de estímulos y respuestas. Para el conductismo, la mente entraña una especie de caja negra de la que «enigmáticamente» surgen respuestas determinadas, no siempre con relación a uno u otro estímulo. El problema del conductismo es bien conocido: la revolución cognitiva ha puesto de relieve que no cabe explicar la mente desde un entrelazamiento de estímulos y respuestas reforzados mutuamente, porque posee ya unas propiedades intrínsecas, una organización que la capacita para contemplar el mundo de un modo u otro. Sin apelar a lo mental, a los «estados internos», no es posible justificar científicamente la conducta. Por su parte, el materialismo elimintativista se nos antoja tan simplista como el idealismo tosco y radical de Berkeley. No explica nada, y soluciona el problema mediante su eliminación, actitud difícilmente conciliable con la ciencia y con su progreso. Para el materialismo reduccionista, lo mental existe, pero es de naturaleza física. Esta postura no niega la conciencia, ni los qualia, ni los estados mentales en general, sino que postula la posibilidad de ofrecer una explicación estrictamente científica, «materialista», de estos fenómenos. Epítomes ilustres de esta teoría los encontramos en el trabajo de autores como Epicuro, Hobbes o, más recientemente, el neurofisiólogo Karl Lashley. El problema de esta tesis es nítido: la explicación a la que apela no se ha logrado aún. Esta tardanza, esta dilación inocultable de una respuesta prometida con tanta frecuencia y presagiada con tanta premura, ¿no exhibe una confianza excesiva en el poder explicativo de la ciencia, cuando los avances en la comprensión de la conciencia han sido muy escasos, pese al formidable desarrollo de la neurociencia y de técnicas como las de neuroimagen? Además, ¿cómo explicar «la perspectiva de la primera persona», el hecho de que yo perciba de tal o cual manera? Para el monismo neutral, lo físico y lo mental constituyen dos aspectos de una misma realidad. Un exponente señero de esta óptica es Spinoza: el alma no es sino la idea del cuerpo. La conciencia no es una realidad primaria, sino un modo de ser de la única sustancia, por lo que su postura se acerca más al materialismo que al idealismo. Nuevamente, asistimos a una explicación demasiado fácil, casi ingenua. De hecho, explica poco o nada. Reduce el misterio de la interacción entre lo mental y lo físico a una cuestión lingüística o, como mucho, epistemológica. En el caso de Spinoza, para quien el alma es la idea del cuerpo, cabe preguntarse: ¿qué o quién crea esa idea? Una versión más sofisticada del materialismo la discernimos en el denominado «materialismo emergentista», para el que lo mental representa un conjunto de funciones o bioactividades cerebrales emergentes. Esta posición converge, de modo innegable (soslayarlo nos llevaría a engaño), con el epifenomenismo (la mente como manifestación «elevada» de la materia). Un exponente de esta tesis es el epistemólogo argentino Mario Bunge. Según él, en los sistemas complejos «emergen» propiedades que no son reducibles a la suma de las partes que lo componen (por ejemplo, un sistema biológico con respecto a uno físico). En términos generales, parece la formulación más prometedora dentro del materialismo, pero resulta aún incompleta y excesivamente vaga. No explica exactamente cómo ni por qué emergen esas propiedades. No responde con soltura a preguntas como las siguientes: ¿por qué contemplamos distintos niveles en la 197
realidad? ¿Se trata de un problema puramente epistemológico o transparenta una verdadera dificultad ontológica? ¿Por qué no es posible reducir la explicación al mero concurso interactivo de las partes? ¿Emergerán aún nuevas propiedades, o se ha detenido el proceso evolutivo? Cuando hemos afirmado que las dos soluciones principales al problema mente-cerebro son el dualismo y el monismo hemos pecado de imprecisión. Existen, en realidad, más posibilidades, incluso infinitas, según cuántos mundos se postulen para descifrar este inhóspito arcano. Cada uno es libre imaginar tantos mundos como desee, siempre y cuando extraiga, congruentemente, todas las consecuencias derivadas de su planteamiento. Pero, como es lógico, cuantos más mundos se conjeturen, más improbable resultará la explicación. Así, Sir Karl Popper abogó por una especie de «trialismo», la existencia de tres mundos: el mundo de los cuerpos físicos, el mundo mental o psicológico y el mundo que comprende los productos de la vida humana. Sin embargo, la tesis de Popper no sólo complica innecesariamente el problema (no está claro por qué distinguir entre el primero y el tercero de los mundos: los productos de la vida humana son entidades físicas generadas por la mente, y no sustancias que pertenezcan a un orden distinto de la realidad), tanto que la célebre navaja de Ockham («entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem») la descarta de modo casi automático, sino que no argumenta adecuadamente cómo interaccionarían los hipotéticos tres mundos. Popper, de ser coherente con su tesis, se vería obligado a triplicar mundos e interacciones, mas ¿por qué no cuatro, o cinco, o n mundos, según nuestras necesidades explicativas? Por otra parte, y aunque no multipliquen infructíferamente el número de mundos, las explicaciones que apelan al indeterminismo cuántico (como la de Sir Roger Penrose) son estériles, pues carecen de un significado neurobiológico nítido. Ignoran la asimetría de niveles que escinde el plano subatómico de los sistemas vivos637. Además, la indeterminación cuántica no tiene nada que ver con la conciencia. Incluso si la conciencia no estuviera determinada físicamente, como propone el dualismo, no podríamos negar su «determinación mental» por parte de un «sujeto» que, aun hipotéticamente «libre», condiciona el desarrollo espacio-temporal del mundo gracias a su elección, y no sobre la base de posibilidades aleatorias. La determinación sería intencional (o «espiritual», dado el carácter esencialmente confuso del concepto de «intencionalidad», de uso tan frecuente entre los filósofos), no causal, pero no cesaría de existir como determinación. La cuántica alude a una indeterminación fundamental en la estructura de la materia, pero no niega la causalidad material: simplemente la deja indeterminada en sus niveles básicos. Para la cuántica existe causalidad en sentido físico, no intencional. Además, la indeterminación no implica irremisiblemente libertad, esto es, «autodeterminación». En lo que respecta a los enfoques funcionalistas, como el clásico de Hillary Putnam, que conciben la mente como un software computacional aplicado a un hardware (el cerebro), es preciso percatarse de que muchas de estas propuestas no sólo se muestran incapaces de efectuar afirmaciones neurobiológicas significativas, sino que se desligan 198
por completo de la perspectiva biológica, y ello por dos razones fundamentales: a) Un sistema vivo se autoprograma en virtud de su interacción constante con el medio. Un computador ha sido programado por su artífice, y no interacciona con el medio: no experimenta modificaciones no previstas, potencialmente, en el algoritmo inicial. Por tanto, no evoluciona, no es «plástico», al menos por hora. Quizás debamos esperar a la computación cuántica... b) Existe una diferencia nítida entre la sintaxis (operación con signos para construir fórmulas bien formadas) y la semántica (comprender un significado). El experimento de la habitación china de Searle lo ha puesto de relieve de manera sumamente gráfica. Ninguna explicación proporcionada hasta ahora resuelve el problema mente-cerebro. Científicos y filósofos han de mostrar humildad y reconocerlo con honestidad y prudencia. Sin embargo, cabe mencionar ciertas consideraciones conclusivas que, a nuestro juicio, «condensan» tanto el status quaestionis como las perspectivas de futuro que se abren para el esclarecimiento de este fascinante enigma: 1) La neurociencia aún debe avanzar mucho. Se trata de una disciplina muy joven en comparación con otras (nació, stricto sensu, en los años 60), si bien la información que ya nos ha suministrado el estudio científico e interdisciplinar del sistema nervioso se revela sumamente evocadora para cualquier reflexión de índole filosófica. El cerebro representa la entidad más compleja del universo conocido, dotada de aproximadamente ochenta mil millones de neuronas y unos cien billones de conexiones sináptitcas. Constituye el resultado de decenas de millones de años de evolución. En el caso de la especie humana, la diferencia filogenética más significativa con respecto a sus ancestros inmediatos reside en el espectacular desarrollo que han experimentado las regiones corticales. Aunque es innegable que la ciencia del cerebro ha protagonizado avances esperanzadores en las últimas décadas, por ejemplo en el estudio de los mecanismos subyacentes a los procesos de memoria y aprendizaje (Milner, Kandel...) sustentados sobre la plasticidad neuronal (reforzamiento/debilitamiento de las conexiones sinápticas), o en la investigación en torno a sistemas sensoriales específicos, nuestro entendimiento es aún precario para la magnitud del desafío. Un interrogante paralelo, hoy por hoy insoluble, consiste en preguntar si el limitadísimo radio de nuestra comprensión de la mente humana permanecerá siempre en niveles tan restringidos: ¿resolverá la ciencia todas las grandes cuestiones que ha alumbrado la curiosidad humana, o este afán es utópico, y la sombra de la ignorancia jamás se desvanecerá por completo de nuestra historia? 2) La neurociencia necesita desarrollar una teoría más profunda y sofisticada sobre la relación entre la parte y el todo en el cerebro humano. Las modernas técnicas de neuroimagen han desvelado el papel clave que desempeñan determinadas áreas en la ejecución de ciertas tareas del psiquismo humano, pero ¿cabe decir, por ejemplo, que el córtex prefrontal «decide»? ¿Cómo se integra una región concreta en el conjunto de la dinámica del sistema nervioso? Este interrogante requiere también de una correcta 199
clarificación filosófica y epistemológica, cuyas enmarañadas discusiones muchas veces han oscurecido el problema en lugar de iluminarlo de manera provechosa. 3) El dualismo no constituye una tesis disparatada, sino que responde a una problemática real: la conciencia, que engloba la percepción de los qualia, el poder de abstracción de la mente, de interrogación, de concebir entidades que desafían la naturaleza del orden material (negaciones, infinitud...), la fuerza de la voluntad..., se alza como un enigma, y no se acomoda fácilmente a la explicación objetiva, causal, «científica» del mundo. No es de extrañar que eminentes neurocientíficos como Sherrington, Penfield o Eccles hayan abrazado esta opción. En cualquier caso, la plausibilidad o, mejor dicho, la legitimidad del dualismo no es óbice para admitir que esta postura se enfrenta a un reto desbordante: justificar cómo se «sincronizaron» materia y mente para que, en una etapa de la evolución (seguramente ya en tiempos del hombre de Neanderthal), naciera la conciencia humana. Además, a priori parece deseable una explicación unitaria de la realidad que reconozca, sí, la existencia de niveles y la imperiosa necesidad de respetar su autonomía (lo físico, lo químico, lo biológico, lo social...), pero se muestre también capaz de elucidar los puentes que los vinculan de forma inextricable. Dicha explicación unitaria pecaría de simplista si pretendiera explicar lo social únicamente desde factores biológicos, pues esta tentativa conllevaría ignorar una evidencia: en los sistemas más complejos priman factores y principios rectores que no se pueden esclarecer sólo desde las leyes vigentes en los sistemas «infraestructurales». 4) La teoría de la evolución ofrece el marco de comprensión global para situar el problema en sus justos términos, pero sirve de poco si no se concretan los mecanismos específicos subyacentes al surgimiento de las funciones más elevadas del psiquismo humano. De hecho, autores como Chalmers han puesto de relieve la incapacidad de una perspectiva puramente evolucionista para distinguir entre un agente consciente y un zombie que simulase ser consciente. El materialismo evolucionista debería proporcionar una explicación neurofisiológica de lo consciente. Además, existe un gran debate en torno a los mecanismos rectores del proceso evolutivo. La síntesis neodarwiniana habla de una combinación de mutaciones genéticas al azar (fuente de la variación) y selección natural («filtro» de esas variaciones), pero ¿basta con este binomio? La respuesta a este interrogante dista de haber alcanzado un grado aceptable de consenso. Propuestas recientes como la «facilitated variation» de Kirschner y Gerhart, las teorías de la «evodevo» y, en general, todos los planteamientos basados en el estudio de la epigenética y de la biología del desarrollo confieren mayor importancia al rol desempeñado por el organismo en el «control» de las variaciones (en la expresión fenotípica de un determinado genotipo influiría la actividad del individuo). Queda mucho por elucidar sobre las fuerzas de la evolución de las especies. 5) Nuestro concepto de materia, en especial de las propiedades de los sistemas biológicos más evolucionados, resulta aún incompleto. La vida estriba únicamente en materia, tanto estructural como funcionalmente. De hecho, la función apela a la actividad que presenta una determinada estructura, posible gracias a sus características 200
constitutivas. Sin embargo, el orden biótico se halla regido por una serie de principios nuevos que obligan a tomarlo como una entidad de suyo, no reducible a puros mecanismos físicos. Parece, por tanto, que la ciencia nos exhorta a desarrollar un concepto más «profundo» de la materia. Por ejemplo, y desde la perspectiva de la mecánica cuántica, ¿qué es la luz: una onda o una partícula? Consiste en una dualidad, inasible para las categorías ordinarias de la ciencia. Nuestros conceptos se muestran demasiado angostos para expresar la extraordinaria complejidad de la materia. Cabe la esperanza, eso sí, de que la ciencia no cese de brindarnos consideraciones cada vez más luminosas sobre la naturaleza de la materia. 6) Lo cierto es que resulta coherente con la ciencia contemporánea desarrollar un concepto muy elevado de las virtualidades de la materia en su evolución en el largo curso del tiempo. La vida es materia, pero dotada de un grado de complejidad muy superior al que posee la materia inanimada, lo que le otorga mayor funcionalidad y resortes más amplios de autonomía. Por tanto, una óptica unilateralmente mecanicista, cuyas formulaciones no tengan en cuenta la especificidad de lo vivo, es insuficiente. Lo que llamamos «mente» no es sino el límite de la materia, esto es, aquel estado en cuyo seno «lo funcional» se emancipa progresivamente de lo estructural, como se comprueba en el caso de las formas puras que nos descubren las matemáticas: un triángulo representa un límite ideal, pues no existe materialmente. Lo mental, en el caso del ser humano, jamás emerge como «mente pura», sino como materia revestida de una gran complejidad y funcionalidad. Con el origen de la conciencia parece haberse rasgado, aun tímidamente, un «velo de Maya» en la trama evolutiva, gesta que nos permite contemplar un universo de permanencia: el de las formas, el de los conceptos, el de las ideas; el del pensamiento, al fin y al cabo, cuya autonomía desborda la rigidez (incluso si admiramos también su exquisita complejidad) de la materia. Las limitaciones de nuestro actual concepto de materia hacen que todos los intentos de solucionar el problema mente-cerebro hayan sido prematuros. Mientras no dispongamos de una noción más profunda y sofisticada de la naturaleza de la materia, sobre todo del tránsito desde la materia inanimada hacia la viva (el enigma del origen de la vida), no podremos aspirar a resolver el misterio de la estructura y el funcionamiento del órgano más complejo de la evolución. 7) Que el mundo consista en materia en evolución no impide constatar que existe algo permanente, como las verdades lógicas y las formas matemáticas. De hecho, la materia en evolución se somete a un orden persistente de leyes fundamentales, así como a leyes específicas que surgen a nivel local, por ejemplo en los sistemas biológicos. La mente humana es capaz de descubrir esas leyes, esto es, de conocer una verdad permanente, «un espíritu», en el sentido de forma, principio de inteligibilidad: la lógica del universo, objeto de la ciencia. La perspectiva tradicional resulta válida siempre y cuando convengamos en denominar «espíritu» no a una sustancia paralela y cuasi fantasmagórica, de tipo cartesiano, sino notablemente al sistema nervioso humano en un grado muy elevado de desarrollo, cuya sofisticación nos permite conocer verdades que no se infieren sólo empíricamente (las lógicas y matemáticas), así como crear nuestro 201
propio mundo. Esta última facultad la palpamos en ámbitos como el arte, la política y la fantasía: «mundos» dentro del mundo. Por cuanto lo mental/espiritual constituye el límite de la materia, aún no lo hemos agotado: no hay razones para oponerse a una «evolución mental», fenómeno que ya acontece, gracias al progreso intelectual de la especie humana. 8) Respecto a la tarea de la filosofía, esta disciplina debe escuchar a la ciencia, cuyo método para estudiar la materia se ha revelado como el más eficaz, pero ha de sentirse conminada a reflexionar en un plano más genérico y creativo. La filosofía debe proponer, no dogmatizar. Sin embargo, no puede eludir abordar una reflexión sobre la realidad como un todo, en la que se servirá de las conclusiones de la ciencia, aun consciente de la provisionalidad de muchos de sus enunciados. La filosofía plantea preguntas, clarifica conceptos y amplía el plano de reflexión (por ejemplo, al introducir consideraciones sobre aspectos sociales, históricos, etc.), pero no puede competir con la ciencia a la hora de ofrecer explicaciones sobre la estructura y el funcionamiento del universo, tampoco del cerebro. La ciencia, de hecho, es la hija predilecta de la filosofía. Nació en su seno. Fue la magnitud de muchas preguntas sobre la naturaleza de la realidad perfiladas por la filosofía lo que prendió la mecha de la indagación científica del cosmos. La filosofía, cuando se afana en explicar la estructura y el funcionamiento del universo, cede el testigo a la ciencia. La filosofía deberá ponderar, de manera creativa, el significado de los descubrimientos científicos para el ser humano (en su existencia individual y colectiva). La ciencia no nos proporciona un modelo sobre cómo hemos de organizarnos políticamente, ni sobre cómo debemos orientar nuestras vidas. La ciencia no nos brinda una ética, por lo que el cometido más propio de la filosofía (comprender y crear, interpretar el pasado y alumbrar el futuro) no se extinguirá, al menos por ahora. 9) Explicar la estructura y el funcionamiento de un fenómeno no agota su comprensión: existe siempre un plus, un inexorable potencial interpretativo. Todo conocimiento aviva nuevas preguntas. Explicar el origen de la conciencia no implica comprender cabalmente todas sus posibilidades ni asumir una perspectiva radicalmente determinista. De forma análoga, la ciencia no demuestra que yo no sea libre, pues puedo concebirme como libre (y, en ese sentido, soy ya libre al imaginarme como tal). Lo que la ciencia desvela es la enorme plasticidad del cerebro, su vasta capacidad de aprendizaje, la influencia del medio, de la dotación genética, de aspectos aleatorios..., pero no una explicación unívoca apta para predecir qué decisión me hallo abocado a tomar. En el amplio margen de acción que nos proporciona el conocimiento sobre nuestra constitución física soy libre. Además, desentrañar la estructura y el funcionamiento de la mente humana por procedimientos científicos no anula su valor, su grandeza, su «excepcionalidad»: muy al contrario, nos permite comprenderla mejor y «admirarla» aún más. Contribuye a mostrar su complejidad exuberante y el amplísimo elenco de posibilidades de acción que nos confiere. La propia ciencia da cuenta del asombro que suscita la mente humana (Gerald Edelman define la conciencia como una realidad «más ancha que los cielos»)638. En palabras de Pascal: «el hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza, pero es una caña que piensa»639. 202
10) Por tanto, el problema mente-cerebro deberá resolverse científicamente. Compete a neurocientíficos, neurólogos, psicólogos, científicos cognitivos... Sin embargo, los filósofos no han de enmudecer como espectadores pasivos, sino meditar con hondura sobre el significado de los hallazgos científicos de cara a la orientación de la vida humana, así como plantear preguntas metodológicas y estratégicas sobre enigmas aún latentes. La filosofía ha de aceptar los resultados de la ciencia, pero no tiene por qué limitar su campo de ponderación a lo que las ciencias le revelen, pues semejante sumisión a los dictados de las evidencias empíricas no siempre resulta provechosa e iluminadora para aspectos como la ética, la política, el arte, la óptica existencial, etc. La humanidad se encuentra llamada a reflexionar sobre cómo usar las excepcionales capacidades de su mente para crecer en el terreno ético. 637 Habría que matizar esta tesis, al menos en virtud de investigaciones punteras sobre, por ejemplo, la presunta capacidad de la molécula de ADN para discernir entre dos estados cuánticos. En todo caso, parece que, en los niveles ordinarios más relevantes para la ciencia biológica, las propiedades cuánticas no desempeñan un rol central. 638 Cfr. G. Edelman, Wider than the Sky: The Phenomenal Gift of Consciousness. 639 B. Pascal, Pensamientos, B 347.
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Índice Prefacio Primera parte CATEGORÍAS FUNDAMENTALES EN LA HISTORIA DE LA NEUROCIENCIA
8 11
Introducción 1. Conceptos fundamentales de la biología 2. Grandes etapas en la historia de la neurociencia Capítulo 1 Antigüedad clásica y Edad Media 1.1. La antigüedad clásica 1.2. El período medieval: el mundo islámico y el occidente latino Capítulo 2 El nacimiento de la medicina moderna 2.1. La revolución científica de los siglos xvi y xvii y sus repercusiones en la biología 2.2. René Descartes y Thomas Willis Capítulo 3 El hallazgo de la actividad eléctrica del sistema nervioso en el siglo XVIII 3.1. Galvani y la electricidad animal 3.2. Avances en la neuroquímica y en la fisiología del sistema nervioso en el siglo XIX Capítulo 4 Localización cortical de las funciones cerebrales en el siglo XIX 4.1. El estudio del córtex cerebral antes del trabajo de Broca 4.2. Broca y la centralidad del córtex cerebral en el psiquismo superior humano 4.3. Wernicke, Fritsch e Hitzig Capítulo 5 La neurociencia en el siglo XX: Reduccionismo y holismo Capítulo 6 Los éxitos de la aproximación reduccionista 6.1. Ramón y Cajal y las células nerviosas 6.2. Sherrington y la acción integradora del sistema nervioso
12 12 16 21 21 21 27 36 36
223
11
36 42 48 48 48 51 56 56 56 59 62 67 67 71 71 72 76
6.3. El descubrimiento del potencial de acción y la formulación de la hipótesis iónica para la transmisión del impulso nervioso 6.4. La teoría química de la transmisión sináptica 6.5. Avances en el estudio citoarquitectónico de la corteza cerebral 6. Avances en el estudio del neurotrofismo Capítulo 7 La aproximación holista al estudio científico de la mente 7.1. El nacimiento de la moderna neurociencia 7.2. La convergencia entre reduccionismo y holismo 7.3. Hacia una síntesis entre los enfoques reduccionista y holista
Segunda parte PERCEPCIÓN Y NEUROCIENCIA Capítulo 8 La parte y el todo Capítulo 9 Los elementos básicos de la sensación Capítulo 10 Sistemas sensoriales 10.1. Sistema auditivo 10.2. Sistema olfativo 10.3. Sistema gustativo 10.4. Sistema visual 10.5. Sistema somatosensorial
78 81 85 90 99 99 99 103 104
108 108 109 109 118 118 123 123 123 124 125 126 134
Tercera parte LA MEMORIA Y EL APREDIZAJE, LAS EMOCIONES, EL LENGUAJE Y LA CONCIENCIA: NEUROBIOLOGÍA Y PSICOLOGÍA COGNITIVA Capítulo 11 La memoria y el aprendizaje 11.1. La memoria antes de Ebbinghaus 11.2. El moderno estudio científico de la memoria 11.3. Kandel y la plasticidad de las conexiones sinápticas 11.4. Algunos desarrollos recientes a) Hipótesis sobre el almacenamiento de la memoria b) Las neuronas espejo 224
139 139 140 140 140 143 148 153 153 158
Capítulo 12 Las emociones Capítulo 13 El lenguaje Capítulo 14 La conciencia «Excursus» El problema mente-cerebro 1. Dualismo psicofísico 2. Monismo psicofísico Bibliografía
165 165 173 173 181 181 188 192 196 204
225